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VASILIEVHISTORIA DEL IMPERIO BIZANTINO
Capítulo VI
BIZANCIO Y LOS CRUZADOS.
LOS COMNENOS Y LOS ANGELES
<Los emperadores de la casa Comnena. Historia exterior de la época de los Comnenos.
La revolución de 1081
elevó al trono a Alejo Comneno, cuyo tío, Isaac, había sido emperador durante algún
tiempo (1057-1059), en el período precedente.
La familia griega de los
Comnenos, de la cual se comienza a hablar en las fuentes desde el reinado de
Basilio II, era oriunda de una aldea no lejana de Adrianópolis, y sus miembros
llegaron a figurar como grandes terratenientes en el Asia Menor. Alejo, a ejemplo de su tío Isaac, se elevó por sus talentos militares. Con
Alejo, el partido militar y la aristocracia territorial de provincias
triunfaron sobre el partido burocrático de la capital. A la vez concluyó la
época de turbulencias.
Los tres primeros Comnenos
consiguieron mantenerse de modo duradero (un siglo) en el trono bizantino, que
se transmitieron en paz de padres a hijos.
El gobierno enérgico e
inteligente de Alejo I (1081-1118) supo proteger honrosamente al Imperio de
muchos y muy graves peligros exteriores que, a veces, amenazaron su existencia
misma. Pero la cuestión sucesoria produjo algunas dificultades. Mucho antes de
su muerte, Alejo había designado sucesor a su hijo Juan, provocando con esto el
descontento de su hija Ana, la célebre autora de la Alexiada y esposa
del César Nicéforo Brieno, historiador también. Ana combinó un plan complicado
para obtener del emperador el alejamiento de Juan y la designación de Nicéforo
para el título imperial. Pero el anciano Alejo se mantuvo firme en su propósito
y, a su muerte, su hijo Juan fue proclamado emperador. Apenas llegado al trono,
Juan II (1118-1143) tuvo que afrontar una situación penosa al descubrirse una
conjura en que participaban su hermana y su madre. La conjura fracasó. Juan
trató a los culpables con indulgencia: la mayoría sólo perdieron sus bienes.
Por su elevada personalidad moral, Juan mereció general estima, recibiendo el
sobrenombre de Kalojean (Juan el Excelente, o el Bueno).
Los historiadores griegos
y latinos están acordes en apreciar mucho su personalidad. “Fue —escribe
Nicetas Coniates— el modelo más perfecto de todos los reyes de la casa de los
Comnenos que apareciera en el trono romano”. Gibbon, tan severo en su
apreciación de los estadistas bizantinos, escribe de aquél “Comneno, el mejor y
más grande” que “el mismo filósofo Marco Aurelio no habrían menospreciado sus
virtudes naturales, que nacían del corazón y no estaban aprendidas en la
escuela”.
Enemigo del lujo superfluo
y los gastos excesivos, Juan modeló la vida de la corte según la suya propia.
En su reinado, la corte tuvo una existencia severa y económica, sin
diversiones, locas alegrías y gastos enormes. “Su reinado fue en cierto modo el
reinado de la virtud”; aquél soberano indulgente, tranquilo y moral en grado
sumo, estuvo, sin embargo, como veremos después, casi siempre al frente de sus
ejércitos.
Manuel I (1143-1180), hijo
y sucesor de Juan, señaló con éste un contraste absoluto. Admirador convencido
del Occidente, latinófilo, tuvo por ideal el tipo del caballero occidental,
deseó penetrar los secretos de la astrología y cambió por completo la vida
severa establecida en la corte por su padre. La alegría, el amor, la caza, las
recepciones y fiestas espléndidas, los torneos organizados según el modelo
occidental, se sucedían sin César en Constantinopla. Las visitas que hicieron a
Bizancio soberanos extranjeros como Conrado III de Alemania, Luis VII de
Francia, el sultán de Iconion, Kilidy-Arslan, y varios príncipes latinos de
Oriente, produjeron gastos enormes.
Muchos extranjeros
llegados del Occidente de Europa se instalaron en la corte bizantina,
obteniendo los más altos y mejores cargos del Imperio. Por dos veces casó
Manuel con princesas occidentales. Su primera mujer, Berta de Sulzbach, llamada
en Bizancio Irene, era cuñada del emperador germano Conrado III; la segunda,
una francesa de peregrina hermosura, fue María, hija del príncipe de Antioquía.
Luego veremos que a Manuel, durante todo su reinado, domináronle la pasión por
el ideal occidental y su sueño, irrealizable, de restaurar el Imperio romano
único. Se proponía, con ayuda del Papa, arrebatar la corona imperial al
soberano germánico y estaba dispuesto a restablecer la unión con la Iglesia
occidental. La opresión latina y el desprecio de los intereses nacionales
provocaron en la población general descontento. Se advertía intensamente la
necesidad de modificar aquél sistema. Pero Manuel murió antes de que se
desplomase su política.
Alejo II (1180-1183), hijo
Y sucesor de Manuel, apenas tenía doce años cuando su padre murió. Su madre,
María de Antioquía, fue nombrada regente. De hecho todo el poder pasó a manos
del sobrino de Manuel, el protosebasto Alejo Comneno, favorito de la regente.
El nuevo gobierno quiso apoyarse en el odiado elemento latino. Con esto creció
la exasperación nacional. La emperatriz María, antes tan popular, empezó a ser
considerada como una extranjera. El historiador francés Diehl compara la
situación de María a la de María Antonieta, quien, bajo la revolución francesa,
fue llamada por el pueblo “la Austriaca”.
El descontento general
hizo nacer un partido imponente contra el todo poderoso Alejo. Al frente de
aquél partido se puso Andrónico Comneno, una de las más curiosas personalidades
de la historia de Bizancio, y cuya figura ofrece igual interés al historiador y
al novelista.
Andrónico, sobrino de Juan
II y primo de Manuel I, pertenecía a la rama segundona de los Comnenos, rama
apartada del trono y que se caracterizaba por una energía extraordinaria,
aunque a menudo mal dirigida. Esa línea de Comnenos, en su tercera generación,
dio al Imperio de Trebisonda soberanos conocidos por el nombre de “Los Grandes
Comnenos”. Andrónico, aquél “futuro Ricardo III de la historia de Bizancio”,
que tenía en él “algo del alma de un César Borgia”, aquél “Alcibíades del
Imperio Medio bizantino”, fue “el tipo acabado del bizantino del siglo XII, con
todas sus cualidades y sus vicios”. “Era lo que Nietzsche llamaba un
superhombre, un hombre sin duda extraordinario en quien aparecía un continuo
contraste entre una inteligencia de primer orden y un carácter a menudo
discutible”.
Hermoso y arrogante;
atleta y soldado; instruido y seductor en sus maneras, sobre todo con las
mujeres, que le adoraban; frívolo y apasionado; escéptico, embustero y perjuro
si era necesario de acuerdo a las circunstancias; conspirador, ambicioso e
intrigante, terrible en su vejez por su crueldad, Andrónico con expresión de
Diehl, fue una naturaleza genial. Hubiera podido ser el salvador y regenerador
del agotado Imperio bizantino: para ello faltóle sólo “acaso un poco de sentido
moral”.
Su contemporáneo Niceto
Coniates, escribe sobre él: “¿Quién está hecho de tan dura piedra que no ceda a
las lágrimas de Andrónico y no se deje encantar por sus palabras insinuantes,
que él derrama como una fuente turbia?” El mismo historiador compara a
Andrónico con “Proteo multiforme”, el profético viejo, célebre por sus
metamorfosis, de la mitología antigua.
A pesar de su aparente
amistad hacia Manuel, Andrónico siempre fue objeto de las sospechas del
emperador. No hallando dónde ejercer su actividad en Bizancio, pasó la mayor
parte del reinado de su primo viajando por diversos países de Europa y de Asía.
Enviado por el emperador primero a Cilicia y luego a las fronteras húngaras,
Andrónico fue acusado de traición y de conjura contra la vida de Manuel, siendo
encerrado en una prisión de Constantinopla, donde pasó varios años. Tras una
serie de extraordinarias aventuras, pudo evadirse por una antigua cloaca
abandonada; apresado de nuevo, se le encerró en un calabozo varios años más.
Habiendo vuelto a fugarse, Andrónico huyó hacía el norte y halló refugio en
Rusia, junto a Laroslav, príncipe de Galitz. La crónica rusa mencionaba en el
año 1165: “ El hermano del emperador, el señor (Kyr) Andrónico, acudió desde
Zarigrad a Iaroslav, príncipe de Galitz habiéndole recibido con gran amor y le
dio varias ciudades para que se consolase”.
Según el testimonio de las
fuentes, bizantinas, Andrónico encontró en Iaroslav un excelente recibimiento,
vivió en su casa, comió y cazó con él y participó en consejo con sus boyardos.
Pero la estancia de Andrónico en Rusia pareció peligrosa a Manuel, porque su
pariente había entrado ya en relaciones con Hungría, contra la que Bizancio
habíaabierto las hostilidades. Manuel decidió entonces perdonar a Andrónico, el cual recibió de Iaroslav, al
partir, las mayores “muestras de honor”.
Andrónico, nombrado duque
de Cilicia, no pasó en esta región mucho tiempo. Fue por Antioquía, a
Palestina, región que constituyó el escenario de su amor hacia Teodora,
pariente de Manuel y viuda del rey de Jerusalén. El emperador, irritado, mandó
sacar los ojos a Andrónico, pero éste, advertido a tiempo del peligro que le
amenazaba, huyó al extranjero con Teodora. Durante varios años estuvo
recorriendo Siria, Mesopotamia y Armenia, e incluso pasó algunos meses en la
lejana Iberia (Georgia o Rusia, en el Cáucaso).
Al fin los enviados de
Manuel lograron apoderarse de Teodora, a la que Andrónico seguía amando con
pasión, y de los hijos que ambos habían tenido. Andrónico, no pudiendo soportar
esta pérdida, solicitó el perdón del emperador. Al obtenerlo declaró a Manuel
que se arrepentía de su borrascosa vida pasada. Fue nombrado gobernador del
Ponto, en el Asia Menor, lo que venía ser una especie de destierro honorífico
para tan peligroso pariente. En 1180, al morir Manuel y subir al trono el joven
emperador Alejo II, Andrónico contaba sesenta años.
Tal es, a pinceladas
generales, la biografía del personaje en quien la población de la capital,
irritada por la política latinófila de la emperatriz María de Antioquía y de su
favorito Alejo Comneno, puso todas sus esperanzas. Andrónico, haciéndose pasar
hábilmente por defensor de los derechos del joven Alejo II, caído en manos de
malos ayos, y presentándose como amigo de los romanos”, supo obtener la
simpatía y hasta la adoración de los bizantinos, hartos de la Regente. Según
expresión de un contemporáneo de Andrónico, Eustacio de Tesalónica, Andrónico
“era para la mayoría más querido que Dios mismo”, o al menos se le situaba
“inmediatamente después de Dios”. Ya preparados los ánimos en la capital,
Andrónico marchó hacia ella.
Al conocerse la
aproximación de Andrónico, la masa popular enardecida de la capital dio rienda
suelta a su odio contra los latinos, sobre cuyas casas se lanzó la gente con
furia, asesinándolos sin distinción de edad ni sexo. El populacho, desenfrenado,
no sólo asaltó las casas particulares, sino también las iglesias e
instituciones latinas de caridad. En un hospital fueron muertos todos los
enfermos que se encontraban en cama. El nuncio del Papa acabó decapitado
después de sufrir las mayores humillaciones, y muchos latinos fueron vendidos
como esclavos en los mercados turcos. De aquella matanza de latinos en 1182,
dice F. I. Uspenski, que, “si no sembró el germen del odio fanático que dividió
a Occidente y Oriente, contribuyó a hacerlo crecer”. El todopoderoso favorito
fue aprisionado y se le sacaron los ojos. Tras esto, Andrónico entró
triunfalmente en la capital. Para consolidar su situación hizo desaparecer
sucesivamente a los parientes de Manuel y estrangular a la propia emperatriz
María. Después proclamóse coemperador y, tras haber prometido solemnemente al
jubiloso pueblo proteger la vida del emperador Alejo, dio, días más tarde,
órdenes secretas de hacer estrangular al muchacho. Y en 1183, Andrónico, a los
63 años, se convirtió en emperador absoluto.
Andrónico, llegado al
trono con miras de que habremos de ocuparnos más adelante, sólo pudo mantenerse
en el poder por un sistema de inaudito terror y crueldad. En los asuntos externos
no mostró iniciativa ni energía. La población, se volvió contra él. En 1185
estalló una revolución que elevó al trono a Isaac Ángel. Andrónico no pudo huir
y preso y depuesto, hubo de soportar suplicios y humillaciones terribles, que
resistió con notable estoicismo. En el curso de los tremendos sufrimientos que
le infligieron, sólo repitió varias veces: “¡Señor, ten piedad de mí! ¿Por qué
te encarnizas con una caña quebrada?” El nuevo emperador no permitió que se
sepultase el cadáver mutilado de Andrónico.
Tal fue el trágico fin de
la dinastía de los Comnenos, la última realmente gloriosa que ocupó el trono de
Bizancio.
Alejo I Comneno. Relaciones con Occidente
Según expresión de Ana
Comnena, hija del nuevo emperador Alejo I y mujer culta y de buen talento
literario, Alejo, al empezar su reinado, “veía su reino en la agonía y a punto
de morir”. La situación exterior del Imperio era, en efecto, muy difícil y con
el tiempo se volvió cada vez más angustiosa y compleja.
El duque de Apulia,
Roberto Guiscardo, después de conquistar las posesiones bizantinas de la Italia
meridional, concibió planes de mayor extensión. Deseoso de alcanzar el mismo
corazón de Bizancio, llevó la guerra a la orilla balcánica del Adriático y,
dejando el gobierno de Apulia a su hijo Roger, partió con Boemundo, su hijo
menor, que más tarde debía distinguirse en la primera Cruzada. Los normandos,
empleando una flota numerosa, abrieron las hostilidades contra Alejo, con el
fin primordial de apoderarse de Dyrrachium, en Iliria. Dyrrachium, ciudad
principal del tema de su nombre, creado por Basilio II Bulgaróctonos, estaba
sólidamente fortificada y podía con razón estimarse como la llave del Imperio
en Occidente. En Dyrrachium comenzaba la célebre vía Egnatia, construida
en la época romana y que conducía a Tesalónica, continuando hacia el este en
dirección de Constantinopla. Era, pues, perfectamente natural que Roberto
hubiese vuelto sus miradas hacia ese punto. Con expresión de Hopf, aquella
expedición “fue el preludio de las Cruzadas y la preparación (Vorbereitung)
de la dominación franca en Grecia”.
Alejo, comprendiendo que
no podía resistir con sus fuerzas al peligro normando, pidió socorro a
Occidente, dirigiéndose a Enrique IV, emperador germánico, y a varios
personajes y Estados más. Pero Enrique, que luchaba con dificultades en su
propio Imperio y proseguía su lucha con el Papa Gregorio VII, no pudo apoyar al
emperador bizantino. En cambio, Venecia, examinando sus propios intereses,
resolvió favorecer a Bizancio. Alejo, que tenía una flota insuficiente, ofreció
a Venecia, a cambio de sus naves, privilegios mercantiles de que hablaremos más
extensamente después. Venecia temía que los normandos se adueñasen de los
caminos comerciales que conducían, por Constantinopla, al Oriente, caminos que
los venecianos esperaban obtener con el tiempo para sí mismos. Otro peligra
inmediato amenazaba a Venecia. Los normandos habíanse apoderado de las islas
Jónicas, entre ellas Cefalonia y Corfú, y podían cerrar la entrada del Adriático
a la flota veneciana.
Después de someter Corfú,
los normandos sitiaron Dyrrachium por tierra y mar. Las naves venecianas
levantaron el asedio marítimo, más el ejército de tierra, mandado por Alejo y
compuesto de eslavos, turcos, varegos y elementos de otras nacionalidades
sufrió un grave revés. A primeros de 1082, Dyrrachium abrió sus puertas a
Roberto. Pero la insurrección sobrevenida en Italia del sur forzó a Guiscardo a
dejar la Península balcánica, donde Bohemundo, tras algunos éxitos parciales,
fue vencido en definitiva. Otra campaña de Roberto contra Bizancio desembocó en
un nuevo fracaso. Su ejército fue azotado por una epidemia que costó la vida al
propio Roberto en 1085, en la isla de Cefalonia. El nombre de Guiscardo, que
llevan una cala y una aldea en el extremo norte de la isla, recuerdan aun aquél
suceso (el Portus Wiscardi de la Edad Media debió su calificativo al nombre de
Roberto Guiscardo). Con la muerte de Roberto concluyó el ataque normando a los
bizantinos y Dyrrachium pudo volver a manos griegas.
La política ofensiva de
Guiscardo en la Península balcánica había fracasado. En cambio la cuestión de
las posesiones bizantinas en la Italia meridional quedó definitivamente
resuelta en su tiempo. En primer lugar, Roberto consiguió reunir los diferentes
condados que fundaran sus compatriotas, integrándolos en el ducado de Apulia,
que en vida de su creador conoció un período brillante. La decadencia de aquél
ducado, iniciada a la muerte de Roberto, persistió durante medio siglo, hasta
que la fundación del reino de Sicilia inauguró una nueva era en la historia de
los normandos en Italia. En todo caso, Roberto Guiscardo, según el historiador
Chalandon, “abrió a la ambición de sus descendientes una nueva vía. Desde
entonces los normandos miraron a Oriente, y en Oriente, y a expensas del
Imperio griego, pensó Bohemundo crearse un principado para sí, doce años
después”.
Venecia, a cambio de la
ayuda de su flota, recibió de Alejo extensos privilegios mercantiles, que
aseguraron a la República de San Marcos una situación excepcional en Oriente.
Además de ricos regalos ofrecidos a las iglesias venecianas, y de los títulos
honoríficos y remunerativos concedidos al patriarca y dux de Venecia y a sus
sucesores, un decreto imperial de Alejo, o “crisóbula” (llamábanse así los
decretos garantizados por el sello de oro del emperador), concedía (1082)
derecho a los mercaderes venecianos para comprar y vender en todo el territorio
del Imperio, eximiéndolos de toda tarifa aduanera, marítima o relativa al
comercio. Los aduaneros bizantinos no podían intervenir en el tráfico
veneciano. En la propia capital, los venecianos obtuvieron una zona con
numerosos almacenes y tiendas, y tres puntos de escala en el puerto (marítima
tres escalas), donde las naves venecianas podían cargar y descargar libremente
sus mercancías.
La crisóbula de Alejo
contiene una curiosa lista de los lugares de más importancia comercial tanto en
el interior como en el litoral del Imperio, que se abrieron a Venecia en el
Asia Menor, en la Península balcánica, en Grecia, en el Archipiélago y hasta en
Constantinopla, que en ese documento se denomina Megalopolis (“la Ciudad
Grande”). Los privilegios obtenidos daban a los mercaderes venecianos una
situación más ventajosa que a los propios bizantinos.
Así quedaba, con la
crisóbula de Alejo, sólidamente fundada la potencia colonial de Venecia en
Oriente, creando condiciones tan favorables para la preponderancia económica de
Venecia en Bizancio, que parecía imposible que surgiesen competidores en mucho
tiempo. Pero la misma excepcionalidad de semejantes privilegios debía, en el
transcurso de los años, ser causa de conflictos políticos entre la República de
San Marcos y el Imperio.
La lucha del Imperio contra los turcos y los pechenegos hasta la Primera Cruzada.
El peligro turco en
Oriente y al norte —peligro debido, respectivamente, a selyúcidas y pechenegos—
era muy amenazador ya bajo los predecesores de Alejo Comneno, pero tórnose aún
más agudo bajo el reinado de este monarca. Si bien la victoria sobre los
normandos y la muerte de Roberto permitieron a Alejo ocupar de nuevo los
territorios bizantinos del oeste de los Balcanes, hasta el Adriático, en
cambio, en otras fronteras el Imperio disminuyó considerablemente a
consecuencia de los ataques de turcos y pechenegos. Ana Comnena escribe, no sin
alguna exageración, que “en aquella frontera el Imperio romano tuvo por
fronteras, al este el cercano Bósforo y al oeste Adrianópolis”.
No obstante, parecía que
en el Asia Menor, casi enteramente conquistada por los selyúcidas, las
circunstancias estaban en vías de volverse favorables al Imperio, ya que los
emires o gobernadores turcos del Asia Menor se disputaban el poder, lo que
motivó un debilitamiento del potencial turco y la creación de un estado de
anarquía en el país. Pero las invasiones de los pechenegos por el norte
impidieron al emperador aprovechar las discordias internas de los turcos.
Éstos hallaron aliados
contra Bizancio en el Imperio mismo, entre los paulicianos que moraban en la
Península balcánica. Tratábase de una secta religiosa oriental “dualista”, que
formaba una de las principales ramas maniqueas. Creada en el siglo III por
Paulo de Samosata, había sido reorganizada en el siglo VII.
Al principio los
paulicianos habitaban la frontera oriental, es decir, el Asia Menor, y como
eran también excelentes soldados, crearon muchas dificultades al gobierno
bizantino. Sabido es que uno de los métodos predilectos de éste consistía en el
traslado de poblaciones de una región a otra. Tal se hizo con los eslavos,
llevados al Asia Menor, y con los armenios, conducidos a los Balcanes. Igual
suerte sufrieron los paulicianos, quienes en el siglo VIII, reinando
Constantino V Coprónimo, fueron trasladados en gran número desde la frontera
oriental a Tracia. Lo mismo sucedió en el siglo X bajo Juan Tzimiscés. La
ciudad de Filipópolis (Piovdiv, Bulgaria), se convirtió en centro de los
paulicianos. Tzimiscés, al instalarlos allí, había alejado a aquellos
obstinados sectarios de sus ciudades de origen y de las fortalezas de la
frontera oriental, donde era difícil combatirlos, y, además, contaba que los
paulicianos opusieran un serio baluarte a las invasiones de los bárbaros
nórdicos, o “escitas”. En el siglo X el paulicianismo se extendió por Bulgaria
merced a la actividad del regenerador de la doctrina, el pope Bogomil (los
escritores bizantinos llamaron bogomilas a los secuaces de Bogomil). Más tarde
el bogomilismo se extendió a Servia y Bosnia y posteriormente a la Europa
occidental, donde los adeptos de la doctrina dualista llevaron nombres
diferentes: patarinos en Italia, cátaros en Alemania y en Italia, pablicanos (o
paulinianos) y albigenses en Francia, etc.
Las esperanzas del
gobierno bizantino respecto a la secta quedaron chasqueadas. No se había
esperado una difusión tan extensa y rápida de aquella herejía. Además, el
bogomilismo se convirtió en expresión de la oposición nacional de los eslavos a
la política despótica de Bizancio, sobre todo en las regiones búlgaras
conquistadas por Basilio II. Así, los paulicianos, en vez de defender las
fronteras, llamaron a los pechenegos para pelear juntos contra Bizancio. A los
pechenegos se unieron los kumanos (polovtses).
La lucha contra los
pechenegos fue dificilísima para Bizancio, a pesar de algunos momentáneos
triunfos. A fines de la novena década, Alejo Comneno sufrió en Dristra (Durostolus,
Silistria, Danubio inferior) una derrota terrible, y sólo a duras penas logró
evitar ser hecho prisionero. Las disputas surgidas entre pechenegos y kumanos
sobre el reparto del botín impidieron a los primeros aprovecharse por completo
de su victoria.
Tras una corta tregua con
los pechenegos, Bizancio atravesó una crisis tremenda (10901091). Los
pechenegos, invadiendo el Imperio otra vez, llegaron, entre encarnizados
combates, a las puertas de Constantinopla. Ana Comnena relata que el día del
aniversario del mártir Teodoro Tirón, los constantinopolitanos, que solían
visitar en gran número la iglesia del mártir, en las afueras de la ciudad, no
pudieron cumplir aquella ceremonia en 1091, ya que era imposible abrir las
puertas de la ciudad cuando los pechenegos acampaban al pie de los muros.
La situación del Imperio
se agravó más aun cuando la capital fue amenazada al sur por el pirata turco
Tzachas. Éste había pasado su juventud en Constantinopla, en la corte de
Nicéforo Botaniates, obteniendo un elevado título bizantino. Al llegar al trono
Alejo Comneno, Tzachas huyó al Asia Menor. Tras adueñarse de Esmirna y otras
ciudades del litoral Egeo y del Archipiélago, mediante la flota que había
creado, Tzachas concibió un vasto plan: alcanzar Constantinopla por el mar,
aislándola de los países que la aprovisionaban. Para dar más eficacia a su
propósito estratégico, pactó con los pechenegos y con los selyúcidas del Asia
Menor. Seguro del éxito de su empresa, Tzachas asumió de antemano el título de
basileo, se revistió los distintivos de su dignidad y soñó con hacer de
Constantinopla el centro de su Imperio. Los pechenegos eran turcos, como los
selyúcidas, habiendo llegado a reparar en su parentesco racial merced, a las
relaciones que tuvieron en las guerras anteriores. Bizancio halló en Tzachas un
enemigo que, según V. G. Vasilievski, “juntaba al valor audaz del bárbaro la
firmeza de la cultura bizantina y el conocimiento perfecto de todas las
relaciones políticas de la Europa oriental contemporánea. Quería generar en
vida un movimiento turco general capaz de dar un fin preciso e inteligente y un
plan armónico de acción a los movimientos y pillajes no coordinados de los
pechenegos”.
La situación de la capital
se hizo crítica. Al parecer iba a fundarse un Estado turco selyúcida-pechenego
sobre las ruinas del Imperio bizantino. “El Imperio bizantino —dice el autor
citado—, estaba sumergido por la invasión turca”. Otro bizantinólogo ruso, F.
I. Uspenski, escribe: “La situación de Alejo Comneno, en el invierno de 1090-91
no puede compararse sino a la de los últimos años del Imperio, en el momento en
que los turcos osmanlíes cercaron por todas partes Constantinopla, aislándola
de todas sus relaciones exteriores”.
Alejo comprendió la
gravedad de la situación y, ateniéndose a las reglas ordinarias de la
diplomacia bizantina, que consistía en enemistar a los bárbaros entre sí, se
dirigió a los kanes polovtzianos, aquellos “aliados de la desesperación”,
rogándoles que lo ayudasen contra los pechenegos. Los salvajes y terribles
kanes polovtzianos Tugor-Kan y Boniak fueron invitados a ir a Constantinopla,
donde recibieron una cálida bienvenida y fueron magníficamente tratados. El
emperador solicitó humildemente al apoyo de los bárbaros, que se mostraron
harto familiares con él. Pero de todos modos, los polovtzianos cumplieron las
promesas hechas. El 29 de abril de 1091 se libró una sangrienta batalla, en la
que probablemente intervinieron rusos también. Los pechenegos fueron deshechos
e irremisiblemente aniquilados. Ana Comnena escribe al respecto: “Púdose ver un
espectáculo extraordinario: un pueblo que no se contaba por decenas de
millares, sino que rebasaba todo cálculo, pereció enteramente, con sus mujeres
e hijos, en un solo día”. La batalla dejó huellas en una canción bizantina de
entonces: “Los escitas (así llamaba Ana Comnena a los pechenegos) han dejado de
ver mayo por un día”.
Con su intervención en
favor de Bizancio, los polovtzíanos prestaron un notable servicio a la
Cristiandad. Vasilievski dice: “Boniak y Tugor-Kan deben justamente ser
considerados como salvadores del Imperio bizantino”. Alejo volvió en triunfo a
la capital. Sólo una minúscula parte de los prisioneros pechenegos escapó a la
matanza. Aquellos vestigios de tan terrible horda fueron trasladados a la
región del Vardar y más tarde ingresaron, formando una especie de cuerpo
especial, en el ejército bizantino. Los pechenegos que pudieron salvarse merced
a la fuga estaban tan debilitados que en treinta años no emprendieron contra
Bizancio cosa alguna.
Tzachas, después de causar
indecible pavor en Bizancio, no pudo acudir con su flota en socorro de los
pechenegos y perdió parte de sus conquistas en las batallas que entabló contra
las fuerzas marítimas griegas. Más adelante el emperador supo ganar a su causa
al sultán de Nicea, quien, invitando a Tzachas a un festín, le asesinó con sus
propias manos. Después concluyó un tratado con Alejo. Así se desenlazó, en
ventaja de Bizancio, la crisis de 1091, y el año siguiente transcurrió en
condiciones muy diversas para el Imperio.
En los terribles días de
1091, Alejo, además de a los bárbaros, había apelado a los latinos de
Occidente. El emperador “envió a Occidente mensajes pidiendo mercenarios por doquier”.
Los historiadores citan al
propósito la célebre carta dirigida por Alejo a su viejo amigo el conde Roberto
de Flandes, que algunos años atrás, volviendo de Tierra Santa, había pasado por
Constantinopla. En su carta el emperador pinta la desesperada situación del
“muy sacro Imperio de los cristianos griegos, oprimido muy de cerca por
pechenegos y turcos”; habla de las muertes y humillaciones sufridas por los
cristianos, niños, adolescentes, mujeres y vírgenes, y cuenta que casi todo el
territorio imperial está ocupado por el enemigo. “No nos queda casi más que
Constantinopla, y los enemigos amenazan tomarla muy pronto, si no nos acude un
pronto socorro de Dios y de los fieles cristianos latinos”. El emperador “corre
ante turcos y pechenegos” de una ciudad a otra y prefiere poner Constantinopla
en manos de los latinos antes que en las de los paganos. Para acrecer el celo
de los latinos, la misiva enumera muchas santas reliquias existentes en la
ciudad y recuerda las innumerables riquezas y joyas existentes allí. “Así,
obrad con todo vuestro pueblo; trabajad con todas vuestras fuerzas para que
tales tesoros no caigan en manos de turcos y pechenegos... Obrad mientras sea
tiempo aun, para que el Imperio cristiano y, lo que es más importante, la tumba
de Cristo, no se pierdan para vos, y a fin de que podáis incurrir, no en el
reproche, sino en la recompensa celeste. Amén”.
Vasilievski, que data esa
carta en 1091, escribe: “En 1091 llegaba desde las orillas del Bósforo a la
Europa occidental un verdadero grito de desesperación, la llamada de un hombre
que se ahoga y no distingue ya si es una mano amistosa u hostil la que se le
tiende. El emperador bizantino no titubeó, en aquellas circunstancias, en
descubrir a los ojos del extranjero todo el abismo de vergüenza, deshonor y
humillación en que se había sumido el Imperio de los griegos cristianos”.
Ese documento, que pintaba
en colores tan vivos la situación crítica de Bizancio en 1091, ha motivado una
serie de obras. La causa es que no ha llegado a nosotros sino en su traducción
latina. Las opiniones de los sabios se dividen: mientras unos, y entre ellos
los eruditos rusos (V. G. Vasilievski y F. I. Uspenski), la consideran
auténtica, otros, como el francés Riant, la juzgan apócrifa. Los historiadores
contemporáneos se inclinan, con algunas reservas, a juzgar auténtico el
documento, y creen en la existencia de un original no llegado a nosotros y
dirigido por Alejo a Roberto de Flandes. El historiador francés Chalandon opina
que parte de la carta fue compuesta con ayuda del original, pero que el mensaje
latino que conocemos fue redactado por algún occidental para estimular el celo
de los cruzados poco antes de la primera Cruzada, para estimular el
instigamiento (excitatorum). El alemán Hagenmeyer, que ha estudiado
especialmente y publicado ese mensaje, se inclina, en lo esencial, a la opinión
de Vasilievski.
Por su parte, B. Leib
asegura (en 1924), que esta carta no es sino “una amplificación hecha poco
después del concilio de Clermont e inspirada sin duda en el mensaje auténtico que
el emperador enviara a Roberto para recordarle los refuerzos prometidos”. En
1928, Bréhier escribe: “Es posible, según la hipótesis de Chalandon, que, una
vez de vuelta en Flandes, Roberto olvidara su promesa. Entonces Alejo debió de
enviarle una embajada y una carta, pero de cierto muy distinta al texto que nos
ha llegado. En cuanto a ese documento apócrifo, debió de ser compuesto, quizá
con ayuda de la carta auténtica, en el momento del sitio de Antioquía, en 1098,
para pedir refuerzos a Occidente. La carta de Alejo no tiene, pues, nada que
ver con los orígenes de la Cruzada”.
Recordemos, finalmente,
que, en su historia de la primera Cruzada, Sybel consideraba la carta de Alejo
a Roberto de Flandes como un documento oficial relativo a dicha Cruzada.
Nos hemos extendido tanto
sobre la cuestión de esa carta porque a ella se vincula en parte un grave problema:
si el emperador llamó o no a Occidente en su socorro. En todo
caso, fundándonos en la indicación de la contemporánea Ana Comnena, que afirma
que Alejo envió cartas a Occidente, podemos admitir que, quizá, remitió una al
conde de Flandes y considerar probable que ese mensaje sirviera de fundamento
al más recargado texto latino que conocemos. Según toda probabilidad, esa
misiva fue enviada por Alejo en 1091, año tan crítico para Bizancio. También es
muy probable que en 1088-1089 se enviara un mensaje a Zvonímiro, rey croata,
pidiéndole que se pusiera al lado de Alejo en la lucha “contra los paganos e
infieles”.
Los éxitos obtenidos sobre
los enemigos exteriores aumentaron con otros sobre los internos. Los
conspiradores y pretendientes que querían aprovechar la difícil situación del
Imperio fueron descubiertos y castigados.
Además de los pueblos ya
mencionados, otros dos comenzaban, antes incluso de la primera Cruzada, a
desempeñar cierto papel en tiempos de Alejo Comneno: los servios y los magiares
o húngaros. En la segunda mitad del siglo XI, Servia se convirtió en
independiente, lo que de hecho se expresó al asumir el príncipe servio el
título regio (Kral). El primer reino servio tuvo por capital a Scodra (Skadar o
Escutari). Los servios lucharon al lado de Alejo en la guerra contra los
normandos y le abandonaron en el momento crítico. Al volver Dyrrachium a la
corona imperial se abrieron las hostilidades entre Servia y Bizancio. Pero la
lucha no podía ser muy feliz para el Imperio, por las circunstancias difíciles
que éste atravesaba. Poco antes de la Cruzada se ultimó la paz entre el
emperador y los servios.
Las relaciones del Imperio
con Hungría (Ugria), la cual había participado en las guerras
búlgaro-bizantinas del siglo X, bajo el reinado de Simeón, se hicieron muy
tirantes en la época de Alejo Comneno. A fines del siglo XI, la Hungría
continental, bajo los soberanos de la dinastía de Arpad, empezó a extenderse
hacia el sur y el mar, acercándose a las costas de Dalmacia, lo que descontentó
a Venecia y a Bizancio.
De modo que la política
extranjera del Imperio poco antes de la primera Cruzada tendió a ensancharse,
se complicó y hallóse ante nuevos problemas.
No obstante, hacía 1095,
Alejo, libre de los numerosos peligros que amenazaran a Bizancio, parecía haber
preparado una etapa de tranquilidad para el Imperio, y pudo consagrarse, poco a
poco, a preparar la lucha contra los selyúcidas orientales. Con esa intención,
el emperador emprendió una serie de estrategias defensivas.
En ese momento supo Alejo
Comneno que algunos destacamentos de cruzados se acercaban a las fronteras del
Imperio bizantino. Empezaba la Primera Cruzada, que modificó los proyectos de
Alejo, orientándole, así como a su Imperio, por nuevos caminos que al final
debían manifestarse desastrosos para Bizancio.
Bizancio y la Primera Cruzada.
La época de las Cruzadas
es una de las más importantes de la historia universal, sobre todo desde el
punto de vista de la historia económica y de la civilización en general.
Durante mucho tiempo, el problema religioso ha relegado a segundo plano los
otros aspectos de ese diverso y complejo movimiento. El primer país que se dio
plena cuenta de la importancia de las Cruzadas fue Francia. En 1806 la Academia
Francesa creó un premio destinado a la mejor obra sobre el siguiente tema:
“Influencia de las Cruzadas sobre la libertad civil de las naciones europeas,
su civilización y los progresos de la ciencia, el comercio y la industria”.
Desde luego a primeros del siglo XIX era prematuro querer tratar a fondo un
problema tan incierto aun. Pero sólo desde entonces dejó de hablarse de la
época de las Cruzadas desde un punto de vista exclusivamente religioso. La
Academia Francesa galardonó dos obras en 1808. Una era de un alemán, Heeren, y
se publicó simultáneamente en francés y alemán, bajo el título de Ensayo
sobre la influencia de las Cruzadas en Europa. La otra se debía a un
francés, Choiseul-Daillecourt. Esta última se denominaba Influencia de las
Cruzadas sobre el estado de las naciones europeas. Juzgando con nuestro
criterio moderno, ambos libros están anticuados, pero no les falta interés,
sobre todo al primero.
En verdad, las Cruzadas
son el episodio capital de la lucha de dos religiones universales, cristianismo
e islamismo, lucha iniciada el siglo VII Pero las causas religiosas del
movimiento no fueron las únicas que lo motivaron. Ya en la primera Cruzada, la
que refleja más por entero los “ideales” del movimiento —la liberación de
Tierra Santa de manos de los infieles— advertimos intereses terrenos y
profanos. Kugler dice: “Había en la Cruzada dos partidos: el de las personas
piadosas y el de los políticos”. Chalandon, citando esa frase de Kugler, la
califica de perfectamente exacta. Cuanto más nos adentramos en el conocimiento
de las condiciones interiores de la vida de la Europa occidental en el siglo
XI, cuanto más estudiamos, sobre todo, el desarrollo de las ciudades italianas
de aquella época, más llegamos a la convicción de que los motivos económicos
influyeron radicalmente en la preparación y ejecución de la primera Cruzada. A
cada nueva Cruzada, la corriente profana se hacía más clara y fuerte,
terminando por lograr una victoria completa sobre los ideales primitivos en
1204, cuando los Cruzados tomaron Constantinopla y fundaron el Imperio latino.
Bizancio cumplió papel tan
importante en aquél período, que es absolutamente indispensable estudiar el
Imperio de Oriente si se quiere comprender de manera plena y entera el origen y
desarrollo de las Cruzadas. Además, conviene observar que la mayoría de los que
han estudiado las Cruzadas lo han hecho tratando el problema desde un punto de
examen puramente “occidental”, tendiendo a convertir el Imperio griego en
“cabeza de turco a quien cargar todas las faltas de los Cruzados”.
Los árabes, desde su
primera aparición en el escenario de la historia universal, hacia 630, habían
conquistado con fulminante rapidez Siria, Palestina, Mesopotamia, las regiones
orientales del Asia Menor, los países vecinos del Cáucaso, Egipto, el litoral
de África del Norte y muy gran parte de España. En la segunda mitad del siglo
VII y a comienzos del VIII asediaron dos veces Constantinopla, de donde fueron
rechazados, no sin dificultad, merced a la energía y talento de Constantino II
y de León III el Isáurico. En el 732, los árabes, que habían invadido la Galia
por los Pirineos, fueron detenidos en Poitiers por Carlos Martel. En el siglo
IX conquistaron Creta y a principios del X ocuparon Sicilia y la mayor parte de
las posesiones bizantinas del sur de Italia. Estas conquistas árabes ejercieron
una acción importantísima sobre la situación política y económica de Europa. La
centelleante ofensiva de los árabes “cambió la faz del mundo”, con frase de H.
Pirenne. “Su repentina invasión trastornó la antigua Europa. Puso fin a la
unión mediterránea que le daba su fuerza... El Mediterráneo había sido un lago
romano. En su mayor parte se convirtió en un lago musulmán”.
Pero no debe aceptarse
esta afirmación sin algunas reservas. Las relaciones mercantiles no cesaron del
todo entre la Europa occidental y los países orientales conquistados por los
musulmanes. Mercaderes y peregrinos continuaron recorriendo el mundo y los
productos exóticos de Oriente siguieron llegando a Europa, como, por ejemplo,
llegaban a Galia.
El islamismo primitivo se
distinguía por su notable tolerancia. En las regiones conquistadas a los
cristianos, los árabes dejaban subsistir la mayoría de las iglesias y oficios
religiosos y nunca pusieron obstáculos a la beneficencia cristiana. En la época
de Carlomagno, a principios del siglo IX, había en Palestina hospicios y
hospitales para los peregrinos, se construían conventos y templos y se
restauraban otros. El mismo Carlomagno envió a ese efecto a Palestina
abundantes limosnas. Se organizaban bibliotecas en las iglesias y los
peregrinos visitaban los Santos Lugares sin ser molestados en nada.
Ciertos historiadores,
considerando las relaciones existentes entre Palestina y el Imperio franco de
Carlomagno, y también cierto intercambio de embajadas que hubo entre el
emperador de Occidente y Harun-Al-Raschid, han llegado a la conclusión de que
debía de haber, bajo Carlomagno, una especie de protectorado franco en
Palestina, protectorado no ejercido, desde luego, sino en lo que afectaba a lo
religioso, dejando intacta la autoridad política del califa. En cambio, un
grupo de historiadores afirma que ese protectorado no existió y constituye “un
mito análogo a la leyenda de la Cruzada de Carlomagno a Tierra Santa”. El
título de uno de los trabajos más recientes sobre esa cuestión, es
precisamente: La leyenda del protectorado de Carlomagno sobre Tierra Santa.
No nos pararemos a
discutir el sentido de la palabra “protectorado franco” que, como otros
términos, es harto convencional y vago. A nuestro juicio lo importante es que
desde comienzos del siglo IX el Imperio franco tuvo muy importantes intereses
en Palestina, hecho de extrema trascendencia en el desarrollo ulterior de las
relaciones internacionales que precedieron a las Cruzadas. En el siglo X se
produjeron casos aislados de ataques a cristianos y peregrinos, ataques casi
siempre sin causa religiosa. Pero semejantes hechos eran accidentales y
momentáneos.
En la segunda mitad del
siglo X, las brillantes victorias obtenidas por los bizantinos, bajo Nicéforo
Focas y Juan Tzimiecés, sobre los árabes de Oriente, hicieron de Alepo y
Antioquía Estados vasallos del Imperio. A continuación es probable que el
ejército de Bizancio entrara en Palestina. Tales victorias repercutieron en
Jerusalén y el historiador francés Bréhier cree posible hablar de un
protectorado bizantino sobre Tierra Santa, protectorado que habría substituido
al franco.
La ocupación de Palestina
por la dinastía egipcia de los fatimitas, en la segunda mitad del siglo X
(969), no parece que introdujera modificaciones desfavorables para los
cristianos de Oriente ni para los peregrinos. Pero en el siglo XI cambiaron las
circunstancias. El califa fatimita Alhakem, aquél loco “Nerón egipcio”, abrió
crueles persecuciones contra los cristianos y judíos en toda la extensión del
Imperio que regía. En 1009 hizo destruir la iglesia de la Resurrección y el
Gólgota, en Jerusalén. Sólo frenó su rabia destructora por temor a represalias
sobre las mezquitas construidas en tierra cristiana.
Bréhier, en su tesis de un
protectorado bizantino sobre Tierra Santa, se apoya en un historiador árabe del
siglo XI Yahía, de Antioquía. Éste relata que en 1012 un jefe beduino se
levantó contra el califa Alhakem, se apoderó de Siria, obligó a los cristianos
a restablecer la iglesia de la Resurrección, nombró patriarca de Jerusalén a un
obispo elegido por él, “le ayudó a reconstruir la iglesia de la Resurrección y
restauró muchos lugares en la medida de lo posible”. Rosen, interpretando ese
texto, observa que el beduino obró así “probablemente para ganarse las buenas
gracias del emperador griego”. Bréhier se funda en Rosen al aplicar su
hipótesis al texto de Yahía. En tales condiciones, encontramos imposible
afirmar el buen fundamento de la teoría de Bréhier con tanta certeza como su
autor.
De todos modos aquél no
era sino el principio de la restauración de los Santos Lugares. A la muerte de
Alhakem (1021) se inauguró una era de tolerancia con los cristianos. Se convino
un acuerdo entre Bizancio y los fatimitas, y los emperadores pudieron
reconstruir la iglesia de la Resurrección. Los trabajos concluyeron a mediados
del siglo XI, reinando Constantino Monómaco. El barrio cristiano quedó rodeado
de una recia muralla. Los peregrinos obtuvieron de nuevo libre acceso a Tierra
Santa. Las fuentes indican, entre otros personajes célebres, a Roberto el
Diablo, duque de Normandía, que murió en Nicea, de regreso de Palestina, en
1035. Acaso hacia la misma época, sobre 1030, llegase a Jerusalén el célebre
Haraldo Hardrada.
Pero pronto se reanudaron
las vejaciones contra los cristianos. En 1056 fue cerrado el Santo Sepulcro y
se expulsó de Jerusalén a más de 300 cristianos.
A lo que parece, la
iglesia de la Resurrección fue restaurada con toda la oportuna magnificencia,
como se desprende, por ejemplo, del testimonio de un peregrino ruso, el
higúmeno Daniel, que visitó Palestina a comienzos del siglo XII, es decir, al
principio de la fundación del reino de Jerusalén, establecido en 1099, después
de la primera Cruzada. Daniel enumera las columnas de la iglesia, habla de un
pavimento ornado de mármoles, nos informa de la existencia de diez puertas y da
interesantes detalles sobre los mosaicos. Hallamos en él noticias sobre varias
iglesias y objetos sacros, así como sobre lugares santos de Palestina
mencionados en el Nuevo Testamento.
Según palabras de Daniel y
también de su contemporáneo el peregrino anglosajón Saewulf, los “sarracenos
eran belicosos, porque se ocultaban en montes y cavernas y a veces atacaban de
improviso, para robarles, a los peregrinos que pasaban por los caminos”.
La tolerancia musulmana
con los cristianos se manifestaba de igual modo en Occidente. Cuando, a fines
del siglo XI, los españoles reconquistaron Toledo, hallaron, con gran
extrañeza, iglesias cristianas en la ciudad. Aquellas iglesias habían
subsistido intactas y los Oficios se celebraban en ellas regularmente. Hacia la
expiración del mismo siglo, al conquistar Sicilia los normandos, encontraron
allí muchos cristianos que practicaban con libertad su religión, aunque la
dominación árabe se remontaba a doscientos años ya.
Por eso impresionó
dolorosamente al Occidente cristiano la destrucción de la iglesia de la
Resurrección y del Gólgota en 1009. Otro acontecimiento grave en semejante
sentido se produjo en la segunda mitad del siglo XI.
Ya sabemos que los turcos
selyúcidas, al adquirir poder en el siglo X, fundaron, algunos años después de
la derrota causada a los bizantinos en Mantzikert (1071), el sultanado de Rum o
Iconio, en Asia Menor, extendiéndose en todas direcciones. El general turco
Atzig marchó sobre Palestina y se adueñó de Jerusalén. A poco la ciudad se
sublevó y Atzig hubo de cercarla de nuevo. Al recuperar los turcos Jerusalén,
causaron en ella terribles depredaciones. A continuación tomaron Antioquía. en
Siria, se establecieron en Nicea, en Cízico y en Esmirna (Asia Menor), mientras
en el Egeo ocupaban las islas de Quío, Lesbos, Samos y Rodas. La situación de
los peregrinos europeos que iban a Jerusalén y a otros lugares, empeoró. Aun
admitiendo que las vejaciones y persecuciones infligidas por los turcos a los
cristianos hayan sido exageradas por muchos historiadores, parece difícil
adherirse a la opinión de W. Ramsay, quien habla de la blandura de los turcos
con los cristianos y escribe: “Los sultanes selyúcidas gobernaron con dulzura y
tolerancia. Los mismos historiadores bizantinos, tan parciales, hacen algunas
alusiones a la predilección varias veces manifestada hacia los turcos por los
cristianos, quienes a menudo preferían el gobierno de los sultanes al yugo de
los emperadores. Los cristianos sometidos al yugo selyúcida fueron más felices
que los de Bizancio, y los más miserables de todos fueron los bizantinos de las
fronteras, expuestos a continuas invasiones. En cuanto a persecución religiosa,
no hay traza de ella en el período selyúcida”.
De manera que la
destrucción del templo de la Resurrección en 1009 y la toma de Jerusalén por los
turcos en la octava década del siglo XI fueron los dos hechos esenciales que
obraron profundamente sobre los sentimientos religiosos de las masas en la
Europa occidental, suscitando en ellas un potente impulso de entusiasmo
religioso. Muchos europeos comprendieron que si Bizancio caía bajo el ataque
turco, todo el Occidente cristiano corría grandísimo peligro. Un historiador
francés dice al propósito: “Después de tantos siglos de terror y devastación,
¿iba el mundo mediterráneo a sucumbir de nuevo al asalto de los bárbaros? Tal
era la angustiosa pregunta que se planteó hacia 1075. La Europa occidental,
lentamente reconstituida en el curso del siglo XI, se encargó de responder. Al
ataque en masa de los turcos contestó con la primera Cruzada”. Pero los emperadores
bizantinos comprendieron mejor que nadie la inminencia del peligro dimanado del
creciente poderío del poder de los turcos. A partir de la derrota de Mantzikert
reconocieron que no podían defenderse solos contra el ímpetu arrollador de los
selyúcidas. Volvieron, pues, las miradas a Occidente, y sobre todo al Papa,
quien, como jefe espiritual de la Europa de Occidente, podía, con su influjo,
obligar a los pueblos occidentales a socorrer a Bizancio según sus fuerzas. A
veces, como ya vimos en el caso de la carta de Alejo Comneno a Roberto de
Flandes, los emperadores también se dirigían individualmente a los príncipes
seglares de Occidente. Pero Alejo pensaba sólo en tropas auxiliares y no en
ejércitos poderosos y bien organizados.
Los papas acogieron muy
favorablemente las demandas de los basileos orientales. Aparte el aspecto
puramente ideal —la ayuda a Bizancio y a la vez al mundo cristiano, y la
liberación de los Santos Lugares—, los papas, como era natural, miraban también
los intereses de la Iglesia católica, ya que, en caso de triunfar la empresa,
los pontífices debían esperar ver acrecida su influencia en Oriente y acaso
lograr volver la Iglesia oriental al seno de la católica. Los papas no podían
olvidar el cisma religioso del 1084. La idea que los emperadores bizantinos
albergaron al principio —no recibir de Occidente sino destacamentos auxiliares
de mercenarios—, se modificó fuera de Bizancio progresivamente, en gran parte
merced a la predicación pontifical, y así se llegó a la idea de una Cruzada de
la Europa occidental en Oriente, es decir, de un movimiento de masas de los
pueblos occidentales dirigidos por sus soberanos y al mando de jefes militares
distinguidos.
En la segunda mitad del
siglo XIX los eruditos creían aún que la primera idea de Cruzada había sido
emitida y la primera exhortación lanzada a fines del siglo X por el célebre
Gerberto, más tarde Papa con el nombre de Silvestre II. Pero hoy los mejores
especialistas de la cuestión —el francés Havet y el ruso N. Bubnov—, ven en la
epístola de “la iglesia de Jerusalén, arruinada, a la Iglesia universal”
—escrito que se halla en la colección de cartas de Gerberto y donde la iglesia
de Jerusalén se dirige a la universal pidiendo ayuda a su munificencia—, por
una parte un documento auténtico de Gerberto, escrito por éste antes de ser
Papa (en lo que contradicen a los sabios que juzgan ese mensaje una
falsificación posterior), y por otra, no un proyecto de Cruzada, sino una
simple carta circular dirigida a los fieles estimulándoles a enviar limosnas
para lo conservación de los establecimientos cristianos de Jerusalén. A fines del siglo X., además, la situación de los cristianos en Palestina no
era tan grave que pudiese motivar una Cruzada.
Ya antes de la época de
los Comnenos, el emperador Miguel VIII Ducas, ante la inminencia del peligro
selyúcida y pechenega, había dirigido una carta al Papa Gregorio VII pidiéndole
socorro y prometiéndole a cambio la unión de las Iglesias. El Papa envió muchos
mensajes sugiriendo a las potencias que enviasen ayuda al amenazado Imperio. En
la carta pontificia al duque de Borgoña se lee: “Esperamos que... después de la
sumisión de los normandos pasemos a Constantinopla para prestar ayuda a los
cristianos que, sufriendo frecuentes “mordeduras” de los sarracenos, nos piden
vivamente que les tendamos una mano socorredora”. En otra misiva, Gregorio VII
menciona “la suerte miserable de tan gran Imperio”. En su carta a Enrique IV,
emperador de Alemania, el Papa escribe: “Gran parte de los cristianos de
ultramar está en camino de ser aniquilada por los paganos en una serie de
inauditas derrotas. Diariamente son muertos como reses, y la raza cristiana
está en vías de ser exterminada!”. Pide luego socorro “para que la fe cristiana
no perezca definitivamente en nuestra época”. Obedeciendo a la sugestión del
Papa, los italianos y otros europeos (ultramontani) preparaban un ejército de
más de cincuenta mil hombres que se proponían marchar, dirigidos por el Papa,
contra los enemigos de Dios, llegando hasta la tumba de Cristo. “Lo que más me
decide todavía a esta resolución, es que la Iglesia de Constantinopla, que está
en desacuerdo con nosotros sobre la cuestión del Espíritu Santo, desea un
entendimiento con la Iglesia apostólica”. En estos mensajes se advierte que no
se trata sólo de una Cruzada para liberar Tierra Santa. Gregorio VII diseña el
plan de una expedición a Constantinopla a fin de salvar a Bizancio, piedra
fundamental del cristianismo en Oriente. El socorro procurado por el Papa
tendría como recompensa la unión de las dos Iglesias, es decir, el retorno de
la Iglesia cismática de Oriente al seno de la católica, conduciendo
espiritualmente como consecuencia, ambas iglesias. Leyendo esos escritos se
recibe la impresión de que se trata más de defender Constantinopla que de
reconquistar Tierra Santa, tanto más cuanto que dichos documentos fueron
redactados antes de 1078, fecha en que Jerusalén pasó a manos turcas y la
situación de los cristianos de Palestina empeoró. Así, cabe suponer que en los
proyectos de Gregorio VII la guerra santa contra el islamismo pasaba a segundo
plano y que el Papa, al armar al cristianismo occidental para la lucha contra
el Oriente musulmán, pensaba, sobre todo, en el Oriente cismático. Esta
cismaticidad era para Gregorio VII más terrible que el islamismo. En una carta
en que habla de los territorios ocupados por los moros de España, el Papa dice
francamente que preferiría dejar esos lugares en manos de los infieles antes
que verlos caer en manos de los “hijos insumisos de la Iglesia”. Si han de
considerarse las cartas de Gregorio VII como el primer proyecto de Cruzada,
debe a la vez notarse el vínculo que hay entre tal proyecto y el cisma de 1054.
Como Miguel VII, Alejo
Comneno, bajo el influjo de los terribles sucesos 1091, se dirigió al Occidente
pidiendo la ayuda de destacamentos de mercenarios. Pero ya vimos antes que la
intervención de los paulianos y la muerte violenta del turco Tzachas apartaron
de la capital el inminente peligro que la amenazaba. Por tanto, en 1093
aquellos elementos occidentales de ayuda eran, a juicio de Alejo, inútiles para
Bizancio.
Pero el movimiento
provocado en Occidente por Gregorio VII había adquirido grandes proporciones,
merced sobre todo al activo Urbano II, hombre lleno de fe. Ya no se trataba de
los modestos auxiliares pedidos por Alejo Comneno, sino de un movimiento de
masas, conducidos por militares organizados y profesionales.
A partir de H. Sybel
(1841), la ciencia histórica asigna a las Cruzadas, como causas principales
desde el punto de vista occidental los fenómenos siguientes:
1). Es estado de ánimo religioso
característico de la Edad Media y fortalecido en el siglo XI merced al
movimiento de Cluny. Se notaba, en efecto, en la sociedad, abrumada por la
consciencia del pecado, una tendencia clara al ascetismo, a la vida eremítica,
a las gestas morales, a las peregrinaciones. La teología y la filosofía se
hallaban bajo aquellos influjos. Este estado de ánimo fue el que levantó a las
gentes, incitándolas a la reconquista del Santo Sepulcro.
2). El crecimiento del
poderío pontifical en el siglo XI, bajo Gregorio VII, cuyas ideas sobre la
Cruzada conocemos ya. El Papado veía en las Cruzadas un modo de ensanchar sus
horizontes. De triunfar la empresa de que los Papas serían instigadores y jefes
espirituales, la influencia papal se extendería sobre nuevos países, y hasta se
podría hacer volver a los cismáticos al seno del catolicismo. Las aspiraciones
ideales de los Papas, sus esfuerzos para socorrer a los cristianos de Oriente y
liberar Tierra Santa, se combinaban así con su deseo de aumentar el poder y la
influencia pontificios.
3). Los intereses profanos
y laicos desempeñaron también un importante papel en las diferentes clases
sociales. La nobleza feudal, los barones y caballeros que participaban en el
impulso religioso general, veían a la vez en él una excelente ocasión de satisfacer
su ambición y su amor de los combates, así como un medio de aumentar sus
recursos. Los campesinos, oprimidos por el peso de las cargas feudales y
arrastrados por el sentimiento religioso, veían en la Cruzada una liberación
momentánea que les eximía de las abrumadoras obligaciones de feudo, les
dispensaba del pago de sus deudas, les garantizaba la seguridad de sus familias
y de sus pecados, que serían perdonados por su actuación en la empresa de la
liberalización de los Santos Lugares.
No obstante, con
posterioridad a Sybel los historiadores han hecho resaltar otros hechos
concatenados con el origen de la primera Cruzada.
En el siglo XI eran muy
numerosos los peregrinos occidentales a Tierra Santa. A veces los peregrinos
hacían el viaje en grupos considerables. Junto a las peregrinaciones
individuales existían verdaderas expediciones a Tierra Santa. En 1026-27,
setecientos peregrinos encabezados por un abad francés y llevando en sus filas
numerosos caballeros normandos, visitaron Palestina. En el mismo año,
Guillermo, conde de Angulema, hizo un viaje a Jerusalén en compañía de varios
abades del oeste francés y muchos señores. En 1033 hubo en el Santo Sepulcro
tanta abundancia de visitantes como no se viera jamás. Pero la peregrinación
más famosa fue la de 1064-1065, en que participaron más de siete mil personas
(ordinariamente suele decirse más de doce mil). Aquellas multitudes, conducidas
por Gunther, obispo de Bamberg, partieron de Alemania, pasaron a
Constantinopla, atravesaron el Asia Menor y llegaron a Jerusalén tras numerosas
aventuras. Según las fuentes, “de los siete mil partidos volvieron menos de dos
mil”, y éstos “muy empobrecidos”. El propio Gunther murió prematuramente y fue
“una de las numerosas vidas perdidas en la aventura”.
A propósito de esas
peregrinaciones pacíficas anteriores a las Cruzadas, se ha formulado la
pregunta de si no podría considerarse el siglo XI como un período de transición
entre dichas peregrinaciones pacíficas y las expediciones militares de la época
de las Cruzadas. Muchos eruditos se han esforzado en probar que, al ocupar
Palestina los turcos, los grupos de peregrinos comenzaron a viajar armados para
defenderse de posibles agresiones. Pero hoy ha quedado admitido que las más de
las peregrinaciones del siglo XI fueron hechas por hombres no armados y por
tanto la opinión arriba expresaba es muy discutida. Desde luego, algunos de los
caballeros que emprendían la peregrinación iban con armas, pero “aunque algunos
de ellos llevasen cota de mallas, no por eso dejaban de ser peregrinos
pacíficos” y no cruzados. No obstante, desempeñaron considerable papel en la historia
del origen de las Cruzadas, porque informaron al Occidente de Europa de la
situación de Tierra Santa, suscitando primero y manteniendo después el interés
por ella. Todas las expediciones peregrinativas de que hemos hablado fueron
anteriores a la conquista de Palestina por los turcos. Pero estudiando aquellas
expediciones en detalle, hallamos que los peregrinos resultaron a veces
maltratados por los árabes mucho antes de la ocupación selyúcida, de modo que
la teoría según la cual “mientras los árabes ocuparon Jerusalén los peregrinos
cristianos de Europa no fueron inquietados”, debe considerarse afirmativa en
exceso.
No poseemos informe alguno
sobre las peregrinaciones bizantinas a Tierra Santa en el siglo XI. El monje
bizantino Epifanio, autor del primer itinerario griego de Tierra Santa,
describió Palestina en la época precedente a las Cruzadas, pero no se sabe con
exactitud en qué época vivió. Los historiadores difieren en sus apreciaciones,
dando fechas del siglo VIII al XI.
Si de Oriente pasamos a
Occidente, vemos que el siglo XI había asistido ya, con anterioridad a la
primera Cruzada, a otras Cruzadas auténticas: las guerras de España contra los
moros, la conquista de Sicilia y Apulia por los normandos y la conquista de
Inglaterra por otros normandos (1066).
Además, en el mismo siglo
XI nótase en toda Italia un movimiento político y económico digno de mención y
que tuvo su centro en Venecia. La pacificación del litoral del Adriático había
consolidado el poder marítimo de la república veneciana. La famosa carta de
1085, concedida por Alejo Comneno, abrió a los mercaderes venecianos los mercados bizantinos. “Desde ese día comenzó el comercio universal de Venecia”,
ciudad que, como otras italianas, no vaciló en traficar con puertos musulmanes.
Génova y Pisa, que en el siglo X y principios del siglo XI habían sufrido
frecuentes ataques de los piratas musulmanes, emprendieron (1015-1016) una
expedición contra los musulmanes de Cerdeña, apoderándose de esta isla y de
Córcega. Las naves de aquellas dos ciudades actuaron en las costas del litoral
africano y en 1087, a exhortaciones del Papa, tentaron un golpe de mano contra
Mehdia, ciudad de la costa septentrional de África. Esas expediciones contra
los infieles no sólo se debían a entusiasmo religioso y ánimo aventurero, sino
también a motivos económicos. En todo caso, parece poco probable que los
genoveses hicieran un comercio importante con Levante antes de la primera
Cruzada.
Debe notarse también como
uno de los hechos que afectan a la historia del origen de las Cruzadas el
aumento de población que comenzó a señalarse en ciertos países hacia el siglo
XI. Nos consta que la población de Flandes y Francia creció bastante por
entonces. De manera que el movimiento de masas de fines del siglo XI puede
considerarse en cierto sentido como una especie de expansión colonial medieval
para algunos países del occidente de Europa, sobre todo Francia.
Además, el siglo XI fue
para Francia una época de hambres frecuentes, sequías, epidemias desastrosas y
rigurosos inviernos. Estas difíciles condiciones de vida hicieron pensar a los
franceses en tierras prósperas y lejanas.
Considerando todos estos
factores, llegamos a la conclusión de que a fines del siglo XI Europa estaba
moral y económicamente dispuesta a una empresa de Cruzada en gran escala.
La situación general de
que motivó la primera Cruzada era distinta en absoluto a la que precedió a la
segunda. Los cincuenta y un años transcurridos entre 1086 y 1147 constituyeron
una de las épocas más importantes de la historia general. En esos años, el
aspecto económico y religioso, y en general la civilización de Europa,
cambiaron radicalmente. Para la Europa occidental se abrió un mundo nuevo. Las
Cruzadas siguientes no añadieron nada a lo conseguido en aquél período,
limitándose a desarrollar los procesos creados en los cincuenta y un años
transcurridos. Es verdaderamente extraño que un historiador italiano haya
podido calificar a las primeras Cruzadas de “locuras estériles” (sterili
insanie).
La primera Cruzada es la
primera ofensiva organizada del mundo occidental contra los infieles. Esa
ofensiva no se limitó a la Europa central, a Italia y Bizancio, sino que empezó
en el extremo suroeste de Europa, en España, prolongándose hasta las infinitas
estepas de Rusia.
Respecto a España, los
condes, obispos, “vice comités” y otros nobles y poderosos personajes
recibieron en 1088 una carta del Papa Urbano II autorizándoles a no marchar a
Jerusalén, y a permanecer en su país para restaurar las iglesias cristianas
destruidas por los moros. España, pues, fue el ala derecha de la
Cruzada.
Al nordeste, Rusia se
defendía desesperadamente contra las hordas bárbaras de los polianos o kumanes,
que aparecieron en las estepas meridionales del siglo XI, devastaron el país y
aniquilaron el comercio al ocupar todas las vías que llevaban desde Rusia al
sur y al este. El historiador ruso Kluchevski escribe al respecto: “Esta lucha
ruso-poliana — lucha que duró casi dos siglos—, pertenece a la historia
europea. Mientras Occidente empeñaba las Cruzadas contra las fuerzas
asiático-orientales y en la Península Ibérica se sostenía un movimiento análogo
contra los moros, los rusos cubrían el flanco izquierdo de Europa. Tal servicio
les costó caro, ya que hubieron de abandonar los lugares que ocupaban hacía
mucho en la cuenca del Dniéper. Pero toda la vida de Rusia cambió”. Rusia,
en efecto, participó a su manera en el movimiento general cruzado de la Europa
occidental, puesto que al defenderse defendía a Europa contra los bárbaros
infieles. “Si los rusos hubiesen pensado en cruzarse —dice B. Leib—, habría
sido cosa de recordarles que su primer deber era defender la Cristiandad
defendiendo su propio país, como los Papas escribían a los españoles”.
Los reinos escandinavos
participaron igualmente en la primera Cruzada, si bien aportaron al ejército
principal bandas poco numerosas. En 1097, Svein, noble danés, llevó un
destacamento cruzado a Palestina. No parece que hubiera gran entusiasmo
religioso en aquellos países del Norte, y cabe suponer que la mayoría de los
cruzados escandinavos obraron menos por celo cristiano que por amor de la
guerra, la aventura, la ganancia y la gloria.
En el Cáucaso había dos
países cristianos: Armenia y Georgia. Pero, tras la derrota de Mantzikert, en
1071, Armenia había caído en poder de los turcos, de modo que no cabía que los
armenios del Cáucaso participasen en la primera Cruzada. Y los selyúcidas se
habían apoderado de Georgia en el siglo XI. Sólo después de la toma de
Jerusalén por los cruzados, en 1099, el rey de Georgia, David el Restaurador,
expulsó a los turcos (hacia el 1100). Con frase de una crónica georgiana, luego
de “que un ejército franco se hubo puesto en marcha y, con la asistencia de
Dios, tomó Jerusalén y Antioquía, Georgia fue libre otra vez y David volvióse
poderoso”.
En 1095, el Papa convocó
en Piacenza un concilio a fin de resolver ciertas dificultades y discutir
determinadas reformas. Dirigióse a la ciudad una embajada de Alejo Comneno en
demanda de ayuda. Este hecho ha sido negado por otros historiadores, pero
recientemente los que han estudiado el problema han llegado a la conclusión de
que realmente Alejo envío aquella embajada.
Pero ése no fue el “factor
decisivo” que motivó la Cruzada, según creía Sybel. Alejo seguía pidiendo los
mismos socorros que antes. No pensaba en ejércitos cruzados ni deseaba Cruzada.
Sólo quería mercenarios para combatir a los turcos que avanzaban peligrosamente
por Asia Menor. Hacia 1095, Kilidy-Arslan había sido elegido sultán en Nicea.
“Hizo acudir a las mujeres e hijos de los hombres que estaban entonces en
Nicea, ordenóles vivir allí e hizo de aquella ciudad la residencia de los
sultanes”. O sea, que convirtió a Nicea en su capital.
Ante esos éxitos turcos,
Alejo hubo de pedir ayuda en Piacenza, pero una Cruzada a Tierra Santa no
entraba en su intención. Sólo quería socorros contra los turcos. Su solicitud
fue favorablemente acogida. Por desgracia, poseemos muy pocos informes sobre
ese episodio. “Las relaciones de Oriente y Occidente, desde el concilio de
Piacenza hasta la llegada de los Cruzados al Imperio bizantino están veladas
por tinieblas”.
En noviembre de 1095 se
reunió en Clermont (Auvernia) el famoso concilio de ese nombre. Tanta gente
acudió, que no se hallaba lugar para toda. La multitud se instaló al aire
libre. Al finalizar el concilio —que se había ocupado de las más graves
cuestiones de la época—, Urbano II dirigió al gentío una ardorosa arenga, cuyos
términos originales no nos han llegado. Algunos miembros del concilio que
transcribieron de memoria ese discurso, dan de él versiones muy diferentes.
Después de pintar con calor las persecuciones de los cristianos en Tierra
Santa, el Papa invitó a la multitud a tomar las armas para liberar el Santo Sepulcro
y a los cristianos de Oriente. Entre gritos de “¡Dios lo quiere!” (Deus lo
volt), la entusiasmada muchedumbre aclamó al Papa. A propuesta de este último,
los futuros cruzados adoptaron por emblema una cruz roja que debía llevarse en
el lado derecho. De esto provino el nombre de cruzados. Se prometió a los que
participaran en la Cruzada la remisión de sus culpas. Les fueron anuladas sus
deudas. Sus bienes quedaban bajo la protección de la Iglesia. No se forzaba a
nadie, pero el voto de los cruzados considerábase irrevocable; el violarlo
hacía incurrir en excomunión. Desde Francia el entusiasmo se propagó a Italia,
Alemania e Inglaterra. Nació un vasto movimiento encaminado a Oriente. En el
concilio de Clermont no hubieran podido preverse las proporciones y verdadera
importancia de aquél impulso.
El movimiento que, un año
después, tomó la forma de Cruzada, nació, pues, en el concilio de Clermont y
fue obra personal de Urbano II. Pero para conseguir la ejecución de esta
empresa el Papa halló condiciones favorables en la vida de la segunda mitad del
siglo XI y no sólo en la situación religiosa, sino también en el estado de las
cosas en lo político y lo económico.
La primera Cruzada, de
hecho, se decidió en Clermont. La noticia de lo acordado representó para Alejo
una desconcertante sorpresa, porque no esperaba ni quería tal género de
socorros. Al llamar mercenarios occidentales, lo hacía para defender su Estado.
La liberación de los Santos Lugares, no pertenecientes a su Imperio hacía
cuatro siglos, parecíale secundaria.
Para Bizancio, el problema
de la Cruzada no existía en el siglo XI. Ni las masas ni el emperador sentían
un profundo entusiasmo religioso, y no había en el Imperio quien predicase
Cruzada. La cuestión, a juicio de Bizancio, era política, y consistía en salvar
las fronteras orientales y septentrionales. Tal problema no tenía relación
alguna con la remota Cruzada a Tierra Santa. El Imperio oriental había
realizado sus “cruzadas” propias, tales como las brillantes expediciones de
Heraclio contra Persia en el siglo VII, ocasión en que los Santos Lugares y la
Santa Cruz habían sido recuperados por el Imperio. Luego habían existido las
victoriosas expediciones de Nicéforo Focas, Juan Tzimiscés y Basilio II contra
los árabes de Siria, ocasión en que los emperadores formaron el definido plan de
recuperar Jerusalén. El plan no se realizó y Bizancio, bajó la presión de los
éxitos obtenidos por los turcos en el Asia Menor durante el siglo XI, había
abandonado la esperanza de reconquistar los Santos Lugares. Para Bizancio el
problema palestino en aquella época era abstracto y no ligado a los intereses
vitales del Imperio. En 1090-91, hallándose Bizancio a un paso de la ruina,
Alejo había pedido refuerzos de auxiliares a Occidente, Y se le contestaba con
el envío de los cruzados. En las Musas de Alejo, escritas en versos yámbicos y
que se suponen ser una especie de testamento político dedicado a su hijo y
sucesor Juan, se leen estas interesantes observaciones a propósito de la
primera Cruzada: “¿No recuerdas lo que me ocurrió? Del movimiento del Occidente
hacía este país había de resultar un rebajamiento de la alta sublimidad de la
Nueva Roma y de la dignidad del trono. Así, hijo mío, es menester pensar en
acumularlo bastante para llenar las abiertas bocas de los bárbaros, que
respiran odio contra nosotros, para el caso de que se levantase en contra
nuestra un ejército numeroso que, en su irritación, lanzaría centellas contra
nosotros, a la vez que una gran cantidad de enemigos cercaría nuestra
ciudad”.
Podemos cotejar con ese
fragmento de Alejo el siguiente pasaje, igualmente relativo a la primera
Cruzada, de la Alexíada de Ana Comnena: “Hubo un levantamiento de hombres y
mujeres como no lo había habido jamás en memoria de hombre. Los sencillos de
espíritu estaban impulsados por el deseo sincero de adorar el sepulcro de
Nuestro Señor y visitar los Santos Lugares, pero los más astutos, sobre todo
los hombres como Bohemundo y otros de ánimo semejante, tenían otras secretas
razones, tales como la esperanza de apoderarse, en el curso de su viaje, de la
misma capital, después de encontrar un pretexto para ello”.
Estos pasajes nos muestran
claramente la actitud de Bizancio ante los cruzados y la misma Cruzada. Para
Alejo, los cruzados eran tan bárbaros como los turcos y pechenegos que
amenazaban el Imperio. Ana Comnena indicaba de pasada las personas “sencillas”
que deseaban visitar la Tierra Santa y se unían a los cruzados. La idea de una
Cruzada era absolutamente extraña a la mentalidad bizantina del siglo XI. En
los espíritus de los dirigentes sólo dominaba un propósito: alejar el inminente
peligro turco que amenazaba por el este y el norte. De modo que la primera
Cruzada fue una empresa exclusivamente occidental, que tuvo ciertas relaciones
con Bizancio en el aspecto político. Cierto que el Imperio proporcionó a los
cruzados algunas tropas, pero éstas no rebasaron el Asia Menor. Bizancio no
participó en la conquista de Siria y Palestina.
En la primavera del año
1096, después de la predicación de Pedro el Ermitaño —al que una leyenda
histórica, rechazada hoy, atribuía la iniciativa del movimiento cruzado—, se
reunió en Francia una multitud inmensa, compuesta en su mayoría de hidalgos,
gente común y desamparados vagabundos, acompañados de sus hijos y mujeres y
casi sin armas aquél grupo entusiasta atravesó Alemania, Hungría y Bulgaria,
camino de Constantinopla. Tan burdo ejército, conducido por Pedro de Amiens y
otro predicador, Gualterio el Pobre, desconocía qué países atravesaba y, no
hallándose habituado a la obediencia ni al orden, saqueaba y arruinaba los
lugares, sin ningún tipo de escrúpulos por donde pasaban. Alejo Comneno conoció
con disgusto la llegada de los cruzados, disgusto que se le convirtió en viva
inquietud al saber las ruinas y depredaciones ejecutadas por aquella hueste a
su paso. Al aparecer ante Constantinopla e instalarse en los límites de la
ciudad, los cruzados, según su costumbre, se entregaron al pillaje, provocando
estupor y desaliento de los vasallos del Imperio, que los habían recibido
esperanzados como hermanos en la fe, que acudían a socorrerlos en los momentos
de incertidumbre social que se vivían. El emperador, alarmadísimo, se apresuró
a hacerles pasar al Asia Menor, donde, en las cercanías de Nícea, fueron
exterminados casi todos por los turcos con la mayor facilidad. Pedro el
Ermitaño había vuelto a Constantinopla antes de la catástrofe definitiva.
El episodio de Pedro y sus
deplorables bandas sirvió de introducción a la primera Cruzada. La desfavorable
impresión causada en Bizancio por aquellos mercenarios, persistió en las
escaladas bélicas que sucedieron. A su vez, los turcos, tan fácilmente
victoriosos de las inexpertas masas de Pedro el Ermitaño, se persuadieron de que
conseguirían análogos triunfos sobre los demás cruzados.
En el verano de 1096
comenzó en Occidente la Cruzada de los condes, duques y príncipes, es decir, la
reunión de un verdadero ejército.
Ningún soberano occidental
participó en la expedición. El emperador de Alemania, Enrique IV, estaba
absorbido en la cuestión de las investiduras. Felipe I, rey de Francia,
hallábase excomulgado por haberse divorciado de su mujer legítima para casarse
con otra. Guillermo el Rojo de Inglaterra, se encontraba empeñado, a causa de
su tiránico gobierno, en luchas con sus vasallos, con la Iglesia y con el
pueblo y retenía con dificultad el poder en sus manos.
Entre los jefes del
ejército de los cruzados figuraba Godofredo de Bouillon, duque de la Lorena
Baja, a quien una leyenda posterior ha revestido de características tan
religiosas, que resulta arduo discernir sus rasgos verdaderos. De hecho era
soldado valiente y capaz y hombre de espíritu religioso, aparte lo cual contaba
indemnizarse en la Cruzada de las pérdidas padecidas en sus posesiones
europeas. Le acompañaban sus dos hermanos, uno de los cuales, Balduino, había
de ser más tarde rey de Jerusalén. Godofredo mandaba el ejército lorenés.
Roberto, duque de Normandía, hijo de Guillermo el Conquistador y hermano del
rey de Inglaterra, participó en la expedición, pero no por ideales religiosos o
móviles caballerescos, sino por hallarse descontento del secundario papel que
desempeñaba en su ducado, el cual, antes de partir, empeñó al rey de
Inglaterra. Hugo de Vermandois, hermano del rey de Francia, hombre ambicioso y
que buscaba gloria y nuevos bienes, gozaba de mucha consideración entre los
Cruzados. También iba con estos el rudo e irascible Roberto el Frisón, conde de
Flandes e hijo del Roberto de Flandes que ya conocemos. El Frisón recibió en la
cruzada, por sus hazañas, el sobrenombre de “Hierosilimitano”. Estos tres personajes mandaban tres ejércitos:
Hugo de Vermandois las tropas francesas del centro; Roberto de Normandía y
Roberto el Frisón dos ejércitos franceses del norte. Las tropas francesas del
Mediodía, o provenzales, iban a las órdenes de Raimundo, conde de Tolosa,
célebre por sus proezas contra los moros de España y que, sobre ser un jefe
militar talentoso, tenía mucho celo por la religión. Bohemundo de Tarento, hijo
de Roberto Guiscardo, y su sobrino Tancredo, mandaban el ejército normando de
la Italia del sur y acudían movidos, no por ideales religiosos, sino por la
esperanza de arreglar, si se presentaba ocasión, antiguas cuentas con Bizancio,
de cuyo Imperio eran encarnizados enemigos. Sin duda Bohemundo había fijado ya
su elección en la región de Antioquía. Los normandos llevaron a la Cruzada un
elemento puramente político y profano en oposición a la idea inicial del
movimiento. Las fuerzas de Bohemundo eran las mejor preparadas para la
expedición, “porque comprendían muchos hombres que habían estado ya en contacto
con los sarracenos en Sicilia y con los griegos en la Italia meridional). Cada
ejército de cruzados perseguía fines propios y no había plan general ni mando
central supremo. En esta primera Cruzada el principal papel copapel principal
correspondió a los franceses.
Parte del ejército cruzado
se dirigió a Constantinopla por tierra, mientras otra parte lo hacía por mar.
En el camino, los cruzados, como antes las turbas de Pedro el Ermitaño,
cometieron toda suerte de violencias en las regiones que atravesaban.
Teofilacto, arzobispo de Bulgaria, contemporáneo y testigo del paso de los
cruzados, explicando en una carta las causas de su silencio, lo imputa a los
cruzados y dice: “Mis labios están sellados. Primero, el paso de los francos o
su invasión, pues no sé cómo calificarlo, nos ha sorprendido y afectado de tal
modo que hemos perdido la consciencia de nosotros mismos. Hemos bebido hasta
las heces la copa amarga de la invasión... Hechos a los ultrajes de los
francos, soportamos más fácilmente a los malhechores, porque el tiempo es el
mejor de los maestros”.
Alejo Comneno debió
experimentar una natural desconfianza ante tales defensores de la causa divina.
No teniendo necesidad de socorro en aquél instante, el emperador veía con
irritación e inquietud cómo los ejércitos cruzados se acercaban por todas
partes a su capital. El número de los expedicionarios no guardaba proporción
alguna con los modestos destacamentos pedidos por el emperador a Occidente. Las
acusaciones de perfidia y deslealtad dirigida por los antiguos historiadores
contra Alejo y los griegos suelen rechazarse ahora, en especial cuando se
estudian los pillajes, depredaciones e incendios cometidos por los cruzados en
su expedición. También debe prescindirse del retrato antihistórico dado por
Gibbon al pintar a Alejo como duro e implacable; “En estilo menos grave que el
de la historia, yo quizá hubiese comparado a Alejo con el chacal, del que se
dice que sigue las huellas del león y devora las restos de su comida”.
De cierto no era Alejo
hombre para recoger humildemente lo que los cruzados le dejasen. Alejo Comneno
mostróse buen estadista y comprendió el peligro que los cruzados hacían correr
a su Imperio. Por lo tanto quiso, ante todo, hacer pasar en seguida al Asia
Menor a tan peligrosos intrusos. En Asia podrían desarrollar la obra que les
llevaba a Oriente: la lucha contra el infiel. Así se creó entre latinos y
griegos una desconfianza y animosidad recíprocas. No sólo se miraban mutuamente
como cismáticos, sino que eran también adversarios políticos, que más adelante
debían resolver sus diferencias a mano armada. Un culto patriota griego del
siglo XIX, Bikelas, escribe: “Las Cruzadas presentan un aspecto muy diferente
según se las mire desde el punto de vista occidental u oriental. Para Occidente
fueron noble efecto de un sentimiento religioso y el comienzo de la
regeneración y la civilización, y con justeza puede la nobleza europea de hoy
alabarse de ser nieta de los cruzados. Pero cuando los cristianos de Oriente
vieron aquellas hordas bárbaras que devastaban y saqueaban las provincias
bizantinas; cuando vieron a los que se llamaban paladines de la fe degollar a
los sacerdotes de Cristo, so pretexto de que eran cismáticos, olvidaron que
esas expediciones tenían primitivamente un fin religioso y un carácter
cristiano”.
Según el mismo autor, la
aparición de los cruzados “señala verdaderamente el comienzo de la decadencia
del Imperio y presagia su fin”.
Según Chalandon, que ha
estudiado especialmente el reinado de Alejo Comneno, “se podría extender en
parte a todas las otras bandas (de cruzados) el severo juicio” aplicado por
Gibbon a los compañeros de Pedro el Ermitaño: “Los bandidos que seguían a Pedro
el Ermitaño eran bestias salvajes, sin razón y sin humanidad”.
Así empezó en 1096 la
época de las Cruzadas, tan fecunda en múltiples y graves consecuencias tanto
para Bizancio y Oriente en general como para el occidente de Europa.
Cuando todos los cruzados
estuvieron en Constantinopla, Alejo Comneno, considerando a tales tropas como
mercenarios auxiliares, expresó el deseo de ser reconocido como jefe de la
expedición y quiso recibir juramento de vasallaje por parte de los cruzados,
así como la promesa de que éstos entregarían a su soberano las regiones que
conquistasen en Oriente. Los cruzados se plegaron a tal compromiso, prestando
juramento y dando promesa. Por desgracia no nos ha llegado en su forma primitiva
el texto del juramento de vasallaje rendido por los cruzados al emperador.
Según toda probabilidad, las exigencias de Alejo no eran iguales para todas las
regiones. Deseaba adquisiciones directas en las comarcas del Asia Menor
perdidas por el Imperio poco antes de la derrota de Mantzikert y que eran
indispensables a la seguridad y poderío de Bizancio y de la nacionalidad
griega. Respecto a Siria y Palestina, perdidas mucho antes por el Imperio, el
emperador no las reivindicaba de igual modo, limitándose a exponer pretensiones
de teórica soberanía.
Pasando al Asia Menor, los
cruzados abrieron las hostilidades. En junio de 1097, Nicea se les rindió tras
un largo sitio. Según el acuerdo ultimado con el emperador, debían entregarle
la ciudad. La subsiguiente victoria de los cruzados en Dorilea (hoy Eskishehir)
forzó a los turcos a retirarse al interior del país, abandonando la zona
occidental del Asia Menor, lo que dio a Bizancio posibilidad de restaurar su
poder en el litoral asiático. Venciendo los obstáculos naturales, lo
desfavorable del clima y la resistencia musulmana, los cruzados avanzaron mucho
hacia el este y sudeste. Balduino de Flandes tomó la ciudad de Edessa, en la
Alta Mesopotamia, fundando allí un principado que fue el primer Estado latino
de Oriente y constituyó un baluarte contra las invasiones turcas partidas de
Asia. Pero el ejemplo de Balduino era malo en algunos aspectos, ya que, a su
imitación, podían otros barones fundar principados, lo que perjudicaría mucho
al fin concreto de la expedición. Tales temores se realizaron después.
Tras un asedio largo y
agotador, la plaza fuerte de Antioquía, ciudad principal de Siria, se rindió a
los cruzados, dejando expedito el camino de Jerusalén. Entonces se entabló
entre los jefes cristianos una enconada lucha por la posesión de Antioquía. Al
fin, Bohemundo de Tarento tomó, a ejemplo de Balduino, el título de príncipe
reinante de Antioquía. Ni en Edessa ni en Antioquía prestaron los cruzados
juramento de vasallaje al emperador.
Con los jefes fundadores
de principados quedaba el grueso de sus tropas. De: modo que sólo llegaron a
Jerusalén restos ínfimos del ejército cruzado, en número de veinte a
veinticinco mil hombres. Iban, al alcanzar la ciudad, en estado de agotamiento
y debilidad extremos.
Por entonces, Jerusalén
había pasado de las manos de los selyúcidas a las de la poderosa dinastía de
los fatimitas de Egipto. Tras un sitio encarnizado, los cruzados tomaron al
asalto la Ciudad Santa el 15 de julio de 1099. Tal era el final decisivo de su expedición.
Los vencedores saquearon la ciudad e hicieron correr la sangre a torrentes. Los
jefes se adueñaron de muchos tesoros. La mezquita de Ornar fue incorporada al
patrimonio de los cruzados.
El país conquistado, que
comprendía una angosta faja de terreno a lo largo del litoral, recibió el
título de Reino de Jerusalén. Eligióse rey a Godofredo de Bouillon, quien
accedió a usar el título de “Defensor del Sacro Sepulcro”. El nuevo Estado se
organizó según el sistema feudal de Occidente.
La primera Cruzada,
concluida con la fundación del reino de Jerusalén y de varios principados
latinos en Oriente, produjo una compleja situación política. El Estado de
Bizancio, aunque satisfecho del debilitamiento turco en Asia Menor y del
retorno de la mayor parte de ésta al Imperio, se inquietó al ver aparecer en
Antioquía, Edessa y Trípoli principados latinos que se convertían en nuevos
enemigos políticos del propio Imperio. De tal modo creció progresivamente la
desconfianza bizantina a aquél respecto, que en el siglo XII Bizancio atacó a
sus antiguos aliados, los cruzados, no vacilando en unirse a los turcos, sus
antiguos enemigos. Por su parte, los cruzados, al instalarse en sus nuevas
posesiones, temían un crecimiento del Imperio en el Asia Menor —crecimiento
peligroso para ellos— y llegaron también a establecer alianzas con los turcos
contra los bizantinos. Este hecho muestra cómo había degenerado, ya en el siglo
XI, el ideal primitivo de las Cruzadas.
No puede hablarse de
ruptura abierta entre Alejo Comneno y los cruzados. El emperador, si bien,
manifestando su descontento por la fundación de principados latinos donde no se
le prestaba juramento de vasallaje, no se negó a ayudar a los cruzados en lo
posible, como lo hizo al darles medio de volver a sus hogares los que
quisieran. Pero sí surgió una ruptura entre el emperador y Bohemundo de
Tarento, quien había acrecido desmesuradamente su territorio, a expensas de los
débiles emires turcos cercanos y del Imperio bizantino. Alejo deseaba recuperar
Antioquía, y Raimundo de Tolosa, descontento de su situación en Oriente y
viendo también en Bohemundo un rival peligroso, se unió al emperador. La suerte
de Jerusalén tenía entonces para Alejo un interés secundario.
La lucha entre el
emperador y Bohemundo era inevitable. Bizancio creyó llegado el momento
propicio cuando Bohemundo, inopinadamente, fue apresado por el emir turco Malek
Gahzi, de la dinastía de los danischmenditas, que habían conquistado a fines del
siglo XI la Capadocia y fundado un Estado independiente al que aniquilaron, en
la segunda mitad del siglo XII, los selyúcidas. Alejo entabló tratos con el
emir para que éste le entregase a Bohemundo a cambio de dinero, más no lo
consiguió. Bohemundo, rescatado por otros, volvió a Antioquía. Alegando el
pacto hecho con los cruzados, Alejo exigió la entrega de Antioquía, pero Bohemundo
se negó a ello categóricamente.
En aquél momento (1104),
los musulmanes obtuvieron una gran victoria sobre Bohemundo y otros príncipes
latinos en Harrar, al sur de Edessa. Aun cuando esta derrota de los cruzados
hacía temer la pérdida de todas las posesiones latinas, no por ello dejó de
producir a Alejo tanto contento como a los musulmanes. Uno y otros preveían con
placer el inevitable debilitamiento de Bohemundo. En efecto, la derrota de
Harrar arruinó los planes de este jefe y le impidió crear en Oriente un Estado
normando poderoso. Reconociéndose falto de fuerzas para luchar contra los
musulmanes y su enemigo el emperador, parecióle inútil continuar en Oriente.
Procedía juntar en Europa nuevas huestes para preparar un golpe a
Constantinopla, Embarcó, pues, Bohemundo para Apulia dejando en Antioquía a su
sobrino Tancredo. Ana Comnena da un curioso relato, no exento de humorismo, del
viaje de Bohemundo, quien —según ella— para precaverse de posibles ataques de
los griegos, se fingió muerto e hizo toda la travesía metido en un ataúd. La
narración de Ana Comnena suena, desde luego, a pura fantasía.
El regreso de Bohemundo a
Italia fue acogido con gran entusiasmo. Las gentes, según un autor medieval, se
agolpaban para contemplar a B mundo “como si fuesen a ver al mismo Cristo”.
Tras reunir un ejército, Bohemundo
emprendió las hostilidades contra Bizancio. El Papa alentaba sus planes. La
expedición de Bohemundo contra Alejo, en frase de un historiador americano,
“dejaba de ser un movimiento puramente político. Había recibido la aprobación
de la Iglesia y se revestía de la dignidad de una cruzada”.
Las tropas de Bohemundo
habían sido reclutadas, en su mayor parte, en Francia e Italia, pero, según
toda verosimilitud, habla también en ellas españoles, ingleses y alemanes. El
plan consistía en repetir la campaña de 1081, tomar Dyrrachium y marchar sobre
Constantinopla por Tesalónica. Pero la expedición fue desafortunada para Bohemundo.
Derrotado en Dyrrachium (Durazzo), hubo de concluir una paz humillante con
Alejo. Las cláusulas principales del tratado eran estas: Bohemundo se declaraba
vasallo de Alejo y de su hijo Juan; se comprometía, además, a tomar las armas
contra todos los enemigos del emperador; ofrecía restituir a Alejo todos los
territorios conquistados que hubiesen pertenecido a Bizancio anteriormente; los
territorios no pertenecientes a Bizancio y que Bohemundo pudiera conquistar en
lo sucesivo a turcos o armenios, debía considerarlos concedidos por el
emperador; debía mirar a su sobrino como enemigo si se negaba a obedecer al
emperador; y, en fin, el patriarca de Antioquía sería nombrado por el emperador
escogiéndolo entre personas pertenecientes a la Iglesia oriental. Así, dejaba
de existir en Antioquía patriarca latino. Finalmente, Bohemundo juraba por la
cruz, la corona de espinas y los clavos de Cristo a cumplir el pacto. Este
fracaso dio fin a la borrascosa carrera de Bohemundo, tan fatal en ciertos
aspectos al movimiento cruzado. En los tres últimos años de su vida, Bohemundo
vivió obscuramente, muriendo en Apulia en 1111.
La muerte de Bohemundo
dificultó la situación de Alejo. Tancredo se negó a reconocer el tratado firmado
por su tío y no aceptó la soberanía imperial sobre Antioquía. Alejo estudió un
plan para ocupar la ciudad, pero resultó patente que el Imperio no podía
emprender en aquél momento una expedición tan ardua. La muerte de Tancredo, a
poco de la de Bohemundo, no facilitó tampoco la expedición contra Antioquía.
Los últimos años del
reinado de Alejo se señalaron por guerras sostenidas casi cada año contra los
turcos del Asia Menor. Tales guerras fueron a menudo venturosas para el
Imperio.
En su política exterior
puede decirse que Alejo cumplió una tarea muy dificultosa. Con harta frecuencia
se le ha juzgado sólo desde el punto de vista de sus relaciones con los
cruzados, olvidando el conjunto de su actividad exterior. Semejante criterio es
indudablemente erróneo. En una de sus cartas, el arzobispo búlgaro Teofilacto,
contemporáneo de Alejo, reproduciendo la expresión de un salmo (79, 13),
compara la provincia búlgara a un viñedo despojado por todos los que pasaban de
camino. Como justamente nota Chalandon, la analogía puede aplicarse al Imperio
en la época de Alejo. Todos sus vecinos procuraban aprovechar la debilidad del
Imperio para arrebatarle algún territorio. Normandos, pechenegos, selyúcidas y
cruzados amenazaron Bizancio. Alejo, que había recibido un Estado flaco y
turbulento, supo oponer a los enemigos la resistencia oportuna y detuvo por
largo tiempo la desmembración y decadencia de Bizancio. Bajo él, las fronteras
imperiales se adelantaron en Asía y en Europa. Los enemigos del Imperio
hubieron de retroceder en todas partes y por tanto el gobierno alejiano señaló
un progreso incontestable. Las acusaciones dirigidas tan a menudo a Alejo por
su actitud ante los cruzados deben rechazarse sí se le considera como un
emperador deseoso de defender los intereses de su imperio, para el cual los
intrusos occidentales, sedientos de sangre y lucro, ofrecían un grave peligro.
En el dominio de la política exterior, Alejo, superando todas las dificultades,
mejoró la situación internacional del Imperio, ensanchó sus fronteras y detuvo
de momento los avances de los enemigos que amenazaban por doquier sus
fronteras.
La Política de Juan II Comneno. Juan II y el Occidente.
El hijo y sucesor de
Alejo, Juan II, fue el prototipo del emperador soldado. Pasó la mayor parte de
su reinado en el ejército y en los combates. No aportó nada nuevo a la política
exterior, continuando la obra empezada por su padre, quien había sentado ya la
solución de todas las cuestiones que en Europa o Asia afectaban más al Imperio.
Juan se propuso seguir las vías políticas señaladas por su antecesor. Puesto
que éste había contenido a los enemigos que atacaban Bizancio, su hijo se
proponía “quitar a sus vecinos las provincias que habían arrancado a los
griegos, y había de soñar en devolver al Imperio bizantino su esplendor
antiguo”.
Juan II, que tenía una
visión clara de la situación, se interesó poco por los asuntos europeos. Cierto
que hubo de guerrear a veces en Europa, pero en luchas de tipo defensivo. Sólo
al fin de su reinado los sucesos europeos —progresos alarmantes de los
normandos, unión de Sicilia e Italia del sur y fundación del reino de Sicilia—
adquirieron gran importancia para Bizancio. Pero el interés esencial de la
política de Juan se concentró en Oriente, y sobre todo en Asia Menor.
Respecto a las relaciones
de Juan con Occidente, no es superfluo notar el aumento del número de Estados
occidentales con los que Bizancio debía mantener relaciones.
Ya vimos que el peligro
normando había obligado a Alejo a reaproximarse a Venecia, la cual, a cambio
del apoyo de su flota, obtuvo excepcionales privilegios mercantiles. Los
venecianos acudían en tropel al Imperio, y especialmente a Constantinopla. Sus
asuntos, prosperando por grados, hiciéronles formar en la capital una colonia
numerosa y rica que pronto se caracterizó por su excepcional influencia. Poco a
poco, los venecianos, olvidando que no estaban en su patria ni en país
conquistado, empezaron a comportarse con arrogancia e impertinencia que
provocaron hondo descontento en todos, tanto pueblo bajo como altos
funcionarios y nobles. Los restringidos privilegios comerciales que Alejo
concedió a Pisa no eran bastante para inquietar a los venecianos.
Mientras Alejo vivió, las
relaciones entre bizantinos y venecianos no fueron tensas en exceso. Pero al
morir Alejo, cambiaron las circunstancias. Sabedor que la Apulia normanda era
presa de duras luchas internas, Juan, juzgando conjurado el peligro normando,
decidió romper el tratado mercantil concluido con Venecia en vida de su padre.
Los venecianos, irritados, enviaron su flota al ataque de las islas bizantinas
del Adriático y el Egeo. Juan, considerando imposible oponer adecuada
resistencia a las naves venecianas, entabló nuevas negociaciones con la
República, y al cabo el tratado de 1082 fue mantenido íntegramente. Todo ello
transcurría en los primeros años del reinado de Juan II.
Pisa y Génova gozaron
también bajo Juan de privilegios mercantiles, si bien no cabría compararlos con
los de Venecia.
En los primeros años del
reinado de Juan se resolvió en definitiva la cuestión pechenega. Hacía treinta
años que los pechenegos, aplastados por los kumanos, no inquietaban las
fronteras bizantinas. Al iniciarse el reinado de Juan, los pechenegos,
repuestos de su fracaso hasta cierto punto, cruzaron el Danubio e invadieron
las tierras del Imperio. Pero las tropas imperiales les infligieron una derrota
aniquiladora. Para conmemorar la victoria, Juan creó una “fiesta pecheneque”
que, al decir de Nicetas Coniates, historiador bizantino, se “celebraba aún a
fines del siglo XII”. Desde la derrota causada por Juan a los pechenegos, éstos
no reaparecen más en la historia exterior de Bizancio. En el interior formaban
un cuerpo especial de las tropas bizantinas, a cuyo lado combatían.
Ya vimos que las
aspiraciones húngaras de extenderse hacia el Adriático habían descontentado al
emperador Alejo Comneno, tornando muy tirantes sus relaciones con los magiares.
Parecía que el casamiento de Juan debía mejorar aquellas relaciones. Pero, como
dice el historiador ruso K. Grote, “esa unión no podía destruir la desconfianza
recíproca y la rivalidad desarrolladas en el curso de los tiempos entre los dos
Estados vecinos”. Además de mediar la instalación de los húngaros o magiares en
el litoral de Dalmacia, cosa peligrosa para Bizancio, el Imperio veía con
prevención el acercamiento entre húngaros y servios. Éstos, obligados a
someterse a Bizancio, a la vez que los búlgaros, a comienzos del siglo XI, bajo
Basilio II Bulgaróctonos, habían comenzado a sublevarse desde mediados del
mismo siglo.
Los finales del siglo XI y
comienzos del XII fueron para Servia la época de su primera liberación. En el
reinado de Juan hubo una aproximación más estrecha entre Hungría y Servia. La
primera tendía la mano a la segunda, con miras a facilitarle la independencia.
Una princesa servia casó con un príncipe magiar. De este modo se formaba, al
finalizar el reinado de Juan, un nuevo bloque que amenazaba a Bizancio por el
noroeste. Las operaciones militares emprendidas por Juan contra búlgaros y
servios, aunque fueron muy afortunadas, no tuvieron resultados decisivos. Un
panegirista anónimo de Juan loa la actividad militar de éste en la Península
balcánica, en los siguientes pomposos términos: “¡Cuán felices son nuestras
campañas contra los pueblos europeos! Juan ha vencido a los dálmatas, llenado
de espanto a escitas y nómadas, masa inorganizada de gente moradora de carros;
ha teñido las aguas del Danubio de sangre abundante y múltiples ríos han sido
ensangrentados por él”.
En los diez últimos años
del reinado de Juan hubo un cambio completo de la situación en Italia del sur,
la cual, tras un período de enfrentamientos, conoció otro de poder y gloría.
Roger II reunió en sus manos el sur de Italia y la isla de Sicilia y el día de
Navidad del año 1130 fue solemnemente coronado rey en Palermo. Aquella reunión
de territorios convertía a Roger en uno de los más poderosos soberanos de
Europa. Era un golpe terrible para Bizancio. El emperador reivindicaba aún
teóricamente la propiedad de Italia del sur, considerando la ocupación normanda
como provisional. El restaurar la dominación bizantina en Italia había sido el
sueño favorito de los emperadores del siglo XII. Que Roger asumiera el título
regio se tuvo por una ofensa a la dignidad imperial. Reconocer aquél título era
abandonar todo derecho sobre las provincias italianas. La súbita elevación de
Roger pareció inconveniente también al emperador alemán, quien, como jefe del
Imperio romano, tenía importantes intereses en Italia. Ante el peligro común,
Juan II y el emperador germánico Lotario, tras éste Conrado III de Suabia
(Hohenstaufen), llegaron a un acuerdo que, más adelante, se convirtió en
verdadera alianza entre ambos imperios. El fin principal de aquél pacto era
destruir la potencia normanda en Italia. La alianza rindió sus principales
frutos bajo Manuel I, sucesor de Juan. En cuanto a éste, aunque no pudo abatir
el poderío de Roger, sí consiguió impedirle que atacase a Bizancio. Las guerras
posteriores de Roger contra Manuel prueban que tales proyectos de invasión no
eran ajenos al rey normando. En resumen, los aspectos más importantes de la
política occidental de Juan son, de una parte, su actitud ante la fundación del
reino de Sicilia, y de otra, su alianza con el imperio de Occidente.
Juan II y el Oriente.
En Asia Menor practicó
Juan casi todos los años expediciones generalmente felices y así, en la cuarta
década del siglo XII, logró devolver al Imperio territorios perdidos hacía
mucho. Notando después la debilidad de las fuerzas turcas, juzgó hacedero, sin
dañar los intereses del Imperio, emprender una nueva campaña en las regiones
más alejadas del sudeste, para operar contra la Cilicia armenia y el principado
de Antioquía.
La Armenia Menor o Pequeña
Armenia había sido fundada a fines del siglo XI por refugiados procedentes de
la Armenia propiamente dicha. También recibía, por el emplazamiento que
ocupaba, el nombre de Cilicía armenia. Distinguíanse allí, entre otras familias
principales, la de los Rubénidas, que empezaba a desempeñar un papel
sobresaliente en el gobierno del país. La Armenia Menor, tras crecer a expensas
de Bizancio, entró en tratos de amistad con los principados latinos, situándose
así en una posición hostil al Imperio. Juan Comneno se puso entonces en
campaña, resuelto a castigar a la rebelde Armenia Menor, y de paso a ocupar el
principado de Antioquía, que, como vimos, no había prestado juramento de
vasallaje al Imperio, negándose después a cumplir la misión acordada entre
Alejo y Bohemundo.
La campaña de Juan tuvo
completo éxito. Cilicia fue conquistada y el príncipe armenio y sus hijos
enviados a Constantinopla. El territorio bizantino, acrecentado con la Armenia
Menor, rozaba las fronteras del principado de Antioquía. También en su lucha
contra éste obtuvo Juan un triunfo absoluto. Antioquía, cercada, hubo de
implorar la paz, en la que Juan consintió a condición de que el príncipe
antioquense reconociera la soberanía del Imperio. El príncipe recibió de manos
del emperador la investidura de las tierras que el último le otorgaba y, como
prueba de la sumisión de Antioquía, se desplegó el estandarte imperial en lo
alto de la ciudadela. Al año siguiente el emperador volvió a Antioquía y, en su
calidad de soberano, efectuó una entrada triunfal en la población, rodeado de
sus hijos, cortesanos, dignatarios y numerosos soldados. Un séquito espléndido
desfiló por las calles, debidamente engalanadas para el caso. Al lado del
emperador cabalgaba, como escudero, el príncipe de Antioquía. Juan fue acogido
a las puertas de la población por el patriarca, con todo el clero, y,
acompañado por una enorme multitud, entre cantos, salmos e himnos, se dirigió
primero a la iglesia y después a palacio.
El panegirista de Juan
escribe: “(Antioquía) te recibe como al hombre que ama al Cristo, como al
paladín del Señor, como al combatiente celoso que lucha contra los bárbaros,
como a aquél que empuña la espada de Elías. Ella enjuga tu sudor y te abraza
dulcemente. Toda la numerosa población de la ciudad desborda; todas las edades
y ambos sexos están representados en esa brillante procesión. Se te otorga un
gran clamor de triunfo... Los gritos son mezclados y plurilingües; aquí
italianos; allá asirios... Aquí jefes; allí funcionarios, y en medio de todos
tú brillas como la más brillante estrella”.
El emperador concibió
proyectos más grandiosos todavía. A juzgar por las indicaciones que nos dan los
historiadores, soñaba con restaurar la dominación bizantina en el valle del
Eufrates y parece que quiso intervenir en los asuntos del reino de Jerusalén.
Acaso en el ánimo de Juan ello naciese de la idea de la posibilidad de ser
reconocido como soberano por el rey de Jerusalén, según ya lo había sido por el
príncipe de Antioquía. Aludiendo a esos proyectos, el panegirista escribe:
“¡Valor! Vosotros, los que amáis al Cristo y que sois peregrinos y extranjeros
(en la tierra) a causa del Cristo (comp. c. Hebreos, XI, 13) no temáis nada de
manos homicidas, porque el emperador que ama al Cristo las ha encadenado y ha
reducido a partículas su espada injusta. Tú les has mostrado el camino de la
Jerusalén terrestre y visible y te has abierto a ti mismo otro camino más
divino y ancho: el de la santa y celeste Jerusalén”.
Pero estos planes no
debían realizarse. Durante una expedición contra los turcos, en 1143, Juan,
cazando en los montes de Cilicia, se hirió la mano con una flecha emponzoñada y
murió de aquella herida, lejos de su capital. En su lecho de muerte designó
para sucederle a Manuel, su hijo menor.
Juan había consagrado toda
su vida a guerrear contra los enemigos de Bizancio y legaba a su hijo un
Imperio más fuerte y mayor que el que él mismo heredara de su valeroso padre.
Su panegirista le
considera superior a Aníbal y Alejandro, y escribe: “La encina céltica era
poderosa y tú la has arrancado con sus raíces; el cedro ciliciano era elevado y
tú, ante nosotros, lo levantaste y redujiste a briznas”.
La Política de Manuel I Comneno. Relaciones del Imperio Antes de la Segunda Cruzada. La Alianza de los dos Imperios
Mientras Juan, en su
política exterior, había atendido al Oriente sobre todo, Manuel, su hijo y
sucesor, impelido por sus relaciones con los normandos y por sus simpatías
personales, se inclinó hacia Occidente de un modo que debía surtir efectos
desastrosos para el Imperio. El peligro selyúcida, no hallando en Manuel un
adversario de peso, resurgió, potente, en la frontera oriental.
La frontera bizantina del
Asia Menor estuvo, pues, casi continuamente expuesta a los ataques de los
musulmanes, los cuales arruinaron, asesinaron y expulsaron a la población
cristiana. Para restablecer la tranquilidad en las regiones fronterizas, Manuel
I construyó o restauró numerosos puntos fortificados, en especial en les
lugares por donde los turcos atacaban más frecuentemente.
No puede decirse que las
campañas de Manuel contra los turcos fueran felices. En los primeros años de su
reinado se alió a los danischmenditas, emires musulmanes de Capadocia, y abrió
la ofensiva contra el sultán de Rum o Iconion. Los ejércitos imperiales
llegaron hasta la ciudad principal, Iconion (Konia), pero, probablemente
informadas de que el sultán recibía refuerzos, se batieron en retirada,
contentándose con depredar los arrabales. De regreso, los selyúcidas les
infligieron una grave derrota, que hubiera podido tener muchas consecuencias de
no ser porque el anuncio de nueva Cruzada, tan amenazadora para Bizancio como
para los turcos, llevó a unos y otros a firmar la paz.
La política occidental de
Manuel, en los primeros años de su reinado, estuvo informada, como la de su
predecesor, por la idea de una alianza con Alemania contra el peligro común de
los normandos de Italia. Las negociaciones con Conrado III, interrumpidas a la
muerte de Juan, se reanudaron bajo Manuel. Tratóse del casamiento de éste con
Berta de Sulzbach, cuñada del emperador de Alemania. En carta a Manuel, Conrado
escribía que aquél matrimonio sería prenda “de una alianza eterna, de una
amistad constante”; que el emperador de Alemania prometía ser “amigo de los
amigos del emperador y enemigo de sus enemigos” y que en caso de
que el Imperio peligrara, él acudiría en su ayuda, no sólo enviando
destacamentos de socorro, sino, en caso preciso, acudiendo en persona con todas
las fuerzas del Imperio germánico. El casamiento de Manuel con dicha cuñada de
Conrado, Berta de Sulzbach, que en Bizancio tomó el nombre de Irene, confirmó
la alianza de los dos Imperios. Esto daba a Manuel la esperanza de
desembarazarse del peligro que le amenazaba en la persona de Roger II, quien,
al hallarse ante adversarios tales como los dos emperadores, no podía abrir
hostilidades contra Bizancio con las posibilidades de éxito que en otro caso
hubiera tenido.
Pero un hecho imprevisto
desbarató las esperanzas de Manuel. La segunda Cruzada cambió por completo, al
menos durante algún tiempo, la marcha de los asuntos bizantinos, hizo perder a
Bizancio la alianza germánica y le puso en un doble peligro: el de los cruzados
y el de los normandos.
Bizancio y la segunda cruzada Tras la primera Cruzada,
los soberanos cristianos de Oriente —el emperador de Bizancio, el rey de
Jerusalén y los príncipes latinos de Antioquía, Edessa y Trípoli—, en vez de
unirse para abatir la potencia de los musulmanes, empezaron a disputar entre sí
y a mirar con desconfianza los progresos políticos de sus vecinos. La enemistad
de Bizancio con Antioquía y Edessa fue particularmente desastrosa para la obra
general. aquél estado de cosas permitió a los musulmanes, debilitados por el
empuje de los primeros cruzados, ocupar otra vez Mesopotamia y amenazar de
nuevo las posesiones cristianas.
En 1144, Zengui, atabeg de
Mossul (llamábase “atabeg” al gobernador selyúcida que se proclamaba
independiente) se apoderó de improviso de Edessa.
Una crónica siria anónima,
ha poco traducida al francés, relata con detalle el sitio y toma de Edessa por
Zengui, Éste, según el cronista, “abandonó Edessa a los cuatro días de
tomada... Los habitantes de Edessa acudieron a rescatar a mis prisioneros y la
ciudad se repobló. El gobernador, Zain-ed-Din, que no era mal hombre, les trató
bien”. Después de la muerte de Zengui (1146), Joscelin, antiguo conde de
Edessa, reconquistó la ciudad. Pero Nur-ed-Din, hijo de Zengui, volvió a tomar
Edessa sin gran esfuerzo, y esta vez los cristianos fueron acuchillados, los
hombres y niños vendidos como esclavos y la ciudad despoblada casi del todo.
Grave golpe fue aquél para los cristianos de Oriente, porque el principado de
Edessa, merced a su situación geográfica, era el bastión avanzado de los
cruzados y correspondíale rechazar el primer impulso del ataque musulmán. Ni
Jerusalén, ni Antioquía, ni Trípoli pudieron ayudar al príncipe de Edessa.
Pero, caída esta ciudad, todos aquellos Estados latinos, y en particular el de
Antioquía, se hallaron muy amenazados por los musulmanes.
La toma de Edessa produjo
viva impresión en Occidente y reanimó el interés por Tierra Santa. Eugenio III,
Papa entonces, no pudo ser promotor de una nueva Cruzada porque el movimiento
democrático que agitaba a Roma y en el que participó activamente el célebre
Arnaldo de Brescia, creaba para el Pontífice una situación inestable. Incluso
hubo de abandonar por algún tiempo la Ciudad Eterna. Parece que el verdadero
instigador de la Cruzada fue Luís VII de Francia, y el predicador que puso en
práctica la idea del rey fue Bernardo de Clairvaux, cuya inflamada palabra
levantó toda Francia. Bernardo, pasando a Alemania después, persuadió a Conrado
III de que tomase la Cruz e impelió a los alemanes a unirse a la expedición.
Pero los pueblos
occidentales, decepcionados por las consecuencias de la primera Cruzada, no
manifestaron el mismo entusiasmo de antes. En la asamblea de Vézelay, en
Borgoña, los feudales franceses incluso se mostraran hostiles a la Cruzada y no
sin trabajo pudo san Bernardo persuadirlos con su elocuencia apasionada y
convincente. Merced al espíritu de Bernardo se ampliaron los proyectos
iniciales de Luis, organizándose dos expediciones simultáneas a la Cruzada
oriental: una contra los musulmanes que ocupaban entonces Lisboa y otra contra
los eslavos paganos del norte, que dominaban los países de allende el Elba
(Laba). Los historiadores juzgan severamente el hecho de que Bernardo
arrastrase a los alemanes a la Cruzada. El sabio alemán Kugler, que ha estudiado
especialmente la segunda Cruzada, estima que fue “una idea infortunada en
máximo grado”. F. I. Uspenski la califica de “paso fatal” y “gran error de san
Bernardo”, y atribuye a la participación de los alemanes el fracaso de la
empresa. En efecto, un rasgo característico de esa nueva expedición fue la
hostilidad entre franceses y alemanes, cosa que no podía contribuir al éxito.
Las noticias de la Cruzada
inquietaron a Manuel, quien vio en ella un peligro para su Imperio y para su
influencia sobre los príncipes latinos de Oriente, los cuales —y sobre todo el
de Antioquía— al recibir refuerzos occidentales, podían desligarse de las
pretensiones del emperador de Bizancio. Además, la participación de Alemania en
la empresa privaba a Bizancio de las garantías subsiguientes a la alianza entre
los dos Imperios. El emperador de Alemania, al abandonar por largo tiempo su
país, camino de Oriente, no podía ya defender los intereses occidentales del
Imperio bizantino, el cual, así, quedaba expuesto a los ambiciosos proyectos de
Roger. Manuel, conocedor del peligro que habían hecho correr a Constantinopla
los primeros cruzados, mandó restaurar torres y murallas. Parece que no tenía
gran confianza en los lazos de parentesco y amistad que le unían a Conrado.
Según V. G. Vasilievski,
“Manuel nutría, sin duda alguna, la esperanza de ponerse a la cabeza de todo el
ejército cristiano contra los enemigos del cristianismo”. Ello entra en lo
posible, no sólo porque Bizancio era el más interesado en la suerte de los
musulmanes orientales, sino porque Manuel podía incluso alegar otros títulos.
Teóricamente no había en el mundo cristiano más que un emperador, porque
Conrado de Hohenstaufen no había sido coronado en Roma por el Papa y no llevaba
el título imperial.
En 1147, los jefes de la
Cruzada, tras entablar diversas negociaciones, resolvieron dirigirse por tierra
a Constantinopla, según hicieran ya los primeros cruzados. Conrado fue el
primero en marchar hacia Hungría y Luis VII le siguió por el mismo camino. La
marcha de los cruzados hacia Constantinopla se señaló por iguales violencias y
devastaciones que la primera Cruzada.
Cuando los ejércitos
alemanes se detuvieron ante los muros de la ciudad, Manuel esforzóse en
hacerlos pasar al Asia Menor antes de la llegada de los franceses, cosa que
logró no sin previas y vivas controversias con su aliado y pariente Conrado. En
Asía Menor los alemanes empezaron por padecer falta de víveres y, al fin,
atacados por los turcos, fueron acuchillados en masa. Sólo muy pocos lograron
volver a Nicea. Ciertos historiadores atribuyen el fracaso de la expedición
alemana a Manuel, e incluso le achacan intrigas con los musulmanes a fin de que
éstos acometiesen a las tropas de Conrado. Algunos sabios, entre ellos Sybel, y
después F. I. Uspenski, llegan a mencionar una alianza de Manuel con los
selyúcidas. Pero los eruditos contemporáneos (Chalandon) se inclinan a pensar
que tales acusaciones contra Manuel no descansan en base sólida y no consideran
al emperador responsable del fracaso de los alemanes.
Los franceses, llegados a
los alrededores de la capital a poco de partir los alemanes, inquietaron al
emperador más todavía. Luis VII, poco antes de partir, había entrado en tratos
con Roger y pasado por las posesiones italianas de éste.
El emperador sospechó, y
no sin fundamento, que Luis debía ser aliado secreto de Roger o bien “aliado de
Sicilia”.
Roger, sabiendo a Manuel
preocupado en aquél momento por la Cruzada y por sus relaciones con los
cruzados, olvidó los intereses generales del cristianismo para pensar sólo en
sus fines políticos. Apoderóse por sorpresa de la isla de Corfú y devastó otras
islas bizantinas. Luego los normandos pasaron a Grecia, adueñándose de Tebas y
Corinto, célebres entonces por sus riquezas y sus industrias sederas. No contentos
con apropiarse gran cantidad de tejidos valiosos, “los normandos lleváronse a
Sicilia muchos prisioneros y, entre otros, los más hábiles obreros sederos e
hilanderos”. Este hecho no basta para afirmar, como algunos historiadores, que
los obreros sederos e hilanderos enviados a Palermo crearan allí una industria
de sedería. La sericicultura y la industria sedera se conocían ya en Sicilia
anteriormente. Pero la llegada de los cautivos griegos dio nuevo impulso a
aquella rama industrial. Los normandos no se detuvieron tampoco ante Atenas.
Al llegar la noticia de la
victoriosa invasión normanda a oídos de los franceses, éstos, ya excitados por
los rumores que corrían sobre un acuerdo entre Manuel y los turcos, se agitaron
aún más. Algunos de los que rodeaban al rey Luis le aconsejaron que ocupara
Constantinopla. Ante tan peligrosa situación, el emperador multiplicó sus
esfuerzos para que los franceses pasaran al Asia Menor, Se esparció entonces la
voz de que los alemanes habían obtenido una victoria en Asia Menor, y Luis VII
consintió en atravesar el Bósforo e incluso prestó a Manuel juramento de
vasallaje. Mas al llegar al Asia Menor, Luis supo la dolorosa realidad: la
destrucción del ejército alemán. Los soberanos germano y francés mantuvieron
una entrevista y acordaron avanzar juntos. El ejército francoalemán, tras una
serie de reveses y malaventuras, sufrió una derrota aplastante junto a Damasco.
Conrado, abatido, en un navío griego desembarcó en Tesalónica, donde Manuel
efectuaba preparativos contra los normandos. Manuel y Conrado se entrevistaron
en Tesalónica y convinieron una acción conjunta contra los normandos, tras lo cual
Conrado regresó a Alemania.
La Cruzada no condujo a
cosa alguna. Luis VII, viendo la imposibilidad de hacer nada con las fuerzas de
que disponía, pasó algunos meses en Oriente y al cabo volvió a Francia por la
Italia del sur, donde tuvo una conversación con Roger.
De tan miserable manera
concluyó la segunda Cruzada, que se iniciara bajo muy brillantes auspicios. Los
musulmanes de Oriente, lejos de quedar debilitados, sintieron afirmarse su
valor y se prepararon a la destrucción de los Estados cristianos de Asia. Por
ende, las disputas surgidas entre franceses y alemanes y entre los cristianos
de Palestina y de Europa no habían redundado en crédito de los cruzados. Manuel
celebró ver la Cruzada terminada, lo que le dejaba las manos libres contra
Roger, ahora que se hallaba fortalecido por el pacto formal convenido con
Alemania. Pero sería injusto culpar al emperador de todo el fracaso de los
expedicionarios, que debe más bien atribuirse a deficiencias de organización y
a la general indisciplina de los cruzados. También Roger, con su incursión en
las islas bizantinas y en Grecia, había introducido muchos elementos
perturbadores en aquella expedición. En conjunto los móviles religiosos de las
Cruzadas habían pasado a segundo plano y las razones de orden laico y político
se manifestaban cada vez más claramente.
Política de Manuel después de la Cruzada.
Desde la época de la
Cruzada, Manuel adoptó medidas serias para luchar contra Roger, de quien quería
vengarse por su traidora incursión en las islas y en Grecia y que continuaba
ocupando Corfú. Como antes, Venecia miraba con alguna inquietud los éxitos de
los normandos. Consintió, pues, en apoyar con su flota al Imperio y obtuvo a
cambio nuevos privilegios mercantiles. En Constantinopla los venecianos recibieron,
además del barrio y los muelles (scalas) que poseían por antiguos tratados,
nuevas instalaciones y un nuevo muelle. Mientras duraban las negociaciones, el
emperador se preparaba con actividad a la guerra contra el “dragón de
Occidente”, “el nuevo Amalec, el dragón insular (siciliano) que quería alzar la
llama de su odio más alta que el cráter del Etna”. De tales términos se sirven
las fuentes para denominar a Roger.
Los proyectos de Manuel no
se limitaban a expulsar al enemigo del territorio bizantino, sino que quería
llevar la guerra a Italia y tratar de restaurar el antiguo dominio de Bizancio.
Durante algún tiempo
Manuel fue estorbado en sus planes por los polianos, que invadieron el Imperio
cruzando el Danubio. Pero eliminó pronto esa amenaza y entonces se apoderó de
Corfú con ayuda de la flota de Venecia. Roger, advirtiendo el peligro que podía
hacerle correr la alianza de Bizancio con Alemania, que había prometido a
Manuel un ejército de tierra, y con Venecia, que había enviado una flota,
desplegó gran habilidad diplomática para crear dificultades a Bizancio. Apoyado
por la flota siciliana y por las intrigas de Roger, el duque Welf, antiguo
enemigo de los Hohenstaufen, se sublevó en Alemania, impidiendo así al
emperador germánico marchar sobre Italia de concierto con Bizancio. Después los
servios, favorecidos por los húngaros, atacaron a Manuel, quien hubo de dirigir
su atención al norte. Para colmo, Luís VII, quien, irritado contra los griegos
y afligido por el fracaso de la segunda Cruzada, había llegado a un tratado de
amistad con Roger, preparaba otra Cruzada, la cual ponía a Bizancio en peligro
inminente. El abad Suger, gobernante de Francia en ausencia de Luis VII, había
oído hablar de los tesoros de Constantinopla y de la magnificencia de Santa
Sofía y era el instigador de la nueva empresa. El célebre Bernardo
de Clairvaux estaba dispuesto a ponerse en persona al frente de las fuerzas. Un
abad francés escribía por aquél entonces al rey de Sicilia: “Nuestros
corazones, los corazones de casi todos los franceses, sienten hacia vosotros
violento deseo y amor; nos ha impulsado a ello la traición vil, inaudita,
innoble de los griegos y de su indigno rey (regís) con nuestros peregrinos...
Levántate en socorro del pueblo de Dios... ¡Venga esas terribles ofensas!”
Roger se aproximó también al Papa. En general, Occidente veía con desagrado la
alianza del monarca alemán, ortodoxo, con el griego, cismático. En Italia se
opinaba que Conrado se había contaminado por el contacto de los disidentes
griegos y la Curia pontifical le presionaba para que entrase en las vías de la
verdad y sirviera con celo a la Iglesia católica. El Papa Eugenio III, el abad
Suger y Bernardo de Clairvaux trabajaban para destruir la alianza de los dos
Imperios. Así que a mediados del siglo XII estaba en vías de formarse, con
palabras de Vasilievski, “una potente coalición contra Manuel y Bizancio. A su
cabeza se hallaba el rey Roger; Hungría y Servia pertenecían a ella ya; Francia
se preparaba a entrar en la Liga, así como el Papa, y se trataba de atraer a
Alemania y a su rey. Si este último proyecto hubiese resultado, el suceso de
1204 habría amenazado antes Constantinopla”.
Pero el peligro no llegó a
ser tan grande para Bizancio. La proyectada expedición francesa no se realizó a
causa de la actitud poco animada de los caballeros franceses y de la muerte de
Suger, ocurrida a poco. Y Conrado permaneció fiel a su alianza con el Imperio
de Oriente.
Pero cuando Manuel podía
esperar más frutos de su amistad con Alemania, murió Conrado III (1152). Esta
muerte en el instante en que se decidía la expedición a Italia, no se juzgó
natural en Alemania, donde círculo el rumor de que el monarca había sido
envenenado por los médicos de la corte, procedentes de la famosa escuela de
Salerno, en Italia, entonces en manos de Roger. Federico I Barbarroja, sucesor
de Conrado y hombre de tendencias absolutistas, convencido de que su poder era
de procedencia divina, no se mostró dispuesto a compartirlo en Italia con el
emperador de Oriente. En el tratado que Federico ultimó con el Papa a poco de
su exaltación al trono —convenio en que llamaba a Manuel “rex” y no
“imperator”, como hiciera Conrado—, el emperador de Alemania se comprometía a
expulsar de Italia al de Oriente. Pero, no mucho después, Federico, por causas
desconocidas, modificó sus planes y quiso volver a la alianza con Bizancio.
En 1154 murió Roger II, el
tan sañudo enemigo del Imperio. Guillermo I, nuevo rey de Sicilia, se propuso
romper la alianza de Bizancio con Alemania y Venecia. La república de San
Marcos no podía aprobar los proyectos de Manuel, tendentes a instalarse en
Italia. Este hecho hubiera sido para Venecia igual que si los normandos se
establecieran en las dos orillas del Adriático. En ambos casos las dos riberas
adriáticas quedaban en unas mismas manos, que podían cerrar la ruta a las naves
venecianas. Así pues, Venecia se decidió a romper del todo sus relaciones de
amistad con Bizancio, logró obtener a poco grandes privilegios comerciales en
Sicilia y pactó con Guillermo I.
Tras algunos éxitos
bizantinos en Italia del sur —como la toma de Bari y de otras plazas— Guillermo
infligió a los ejércitos de Manuel una grave derrota en Brindisi, derrota que
destruyó de un solo golpe todos los resultados de la expedición. Bari, capital
de Apulia, que se había rendido a los griegos, fue completamente arrasada por
orden de Guillermo. Un contemporáneo escribe: “La poderosa capital de la
Apulia, célebre por su gloria, fuerte por sus riquezas, orgullosa por el origen
noble e ilustre de sus habitantes, objeto de admiración general a causa de la
belleza de sus edificios, yace ahora transformada en un montón de piedras”.
La desgraciada campaña de
Manuel en Italia indicó claramente a Barbarroja que el emperador bizantino
proyectaba la conquista de la Península itálica, y por tanto, rompió
definitivamente la alianza bizantina. Otón de Freisingen, historiador de
Barbarroja, escribe respecto a éste: “Aunque aborrecía a Guillermo, no quería,
empero, que los extraños pudiesen arrancarle territorios de su Imperio
injustamente arrebatados por la furiosa tiranía de Roger”. Manuel perdió toda
esperanza de reconciliación con Barbarroja y a la vez toda esperanza de
reconquista de Italia. Por consecuencia, en 1150 se concluyó una paz entre
Manuel y Guillermo de Sicilia. No conocemos exactamente las estipulaciones,
pero sí que significaban la renuncia de Bizancio a todos los brillantes
proyectos que acariciara, a la par que “la ruptura de la amistad y la alianza
que entre los dos Imperios se habían convenido baja Lotario de Sajonia y Juan
Comneno, y estrechádose más tarde merced a las reacciones personales de Conrado
y Manuel”. Desde entonces las tropas bizantinas no volvieron más a Italia.
En estas nuevas
condiciones, los fines de la política bizantina se modificaron. A la sazón
había que oponerse al designio de los Hohenstaufen de conquistar Italia. La
diplomacia bizantina tendía a fines nuevos. Manuel, mirando a romper la amistad
de Federico con el Papa, buscó en Roma un apoyo para la lucha ulterior contra
el emperador alemán, y al efecto procuró deslumbrar al pontífice con el
espejuelo de la unión de las dos Iglesias. Al provocar una lucha entre el Papa
y el emperador germánico, Manuel esperaba "restablecer el Imperio de
Oriente en la plenitud de sus derechos y hacer desaparecer la anomalía que a
sus ojos era el Imperio de Occidente”. Pero aquellas negociaciones no
resultaron, porque el Papa no tenía intención alguna de dejar de depender de un
emperador para pasar a la dependencia de otro. Muy al contrario, los Papas del
siglo XII, inspirados por ideales teocráticos, deseaban dominar a los
emperadores bizantinos.
Al estallar la lucha entre
Barbarroja y las ciudades del norte de Italia, Manuel ayudó activamente a
éstas, proporcionándoles recursos. Las murallas de Milán, arruinadas por
Federico, se restauraron con ayuda del emperador de Bizancio. Las relaciones
del Imperio fueron particularmente activas con Génova, Pisa y Venecia. La
última, ante el inminente peligro alemán, volvía otra vez los ojos a Bizancio.
En la batalla de Legnano (29 mayo 1176) quedó completamente derrotado Federico
Barbarroja en Italia del norte y triunfaron las ciudades italianas
septentrionales y su aliado el Papa, a la vez que parecía mejorar la posición
de Manuel en Italia. Pero Manuel, sin duda por falta de recursos, quiso
utilizar las riquezas de los mercaderes venecianos que se hallaban en
territorio bizantino, y al efecto, mandó súbitamente prender a todos los
venecianos que había en Bizancio y confiscarles los bienes. Venecia, indignada,
envió una flota contra Bizancio, si bien las naves, a causa de una epidemia,
volvieron sin haber logrado éxitos de monta. Según parece, mientras vivió
Manuel no se restablecieron las relaciones en Bizancio y Venecia.
Para prevenir los efectos
de la política bizantina en Italia, Federico Barbarroja entró en negociaciones
con el más peligroso enemigo de Bizancio en Oriente: Kilidy-Arslan, sultán de
Iconio, tratando de persuadirle de que atacase al Imperio, en la esperanza de
que las dificultades del Asia Menor apartarían a Manuel de los asuntos
europeos. En Oriente la situación se tornaba cada vez más amenazadora. En
Cilicia —conquistada por Juan Comneno— estalló una revuelta dirigida por
Thoros. Manuel envió contra éste dos ejércitos, que fracasaron. La situación se
hizo todavía más alarmante cuando Thoros pactó con Reinaldo de Chátillon,
príncipe de Antioquía y antiguo enemigo suyo, y los dos marcharon juntos contra
los griegos. En tanto que Thoros atacaba en Cilicia, Reinaldo de Chátillon
asaltaba Chipre por mar y veía sus esfuerzos coronados por el éxito. Entonces
Manuel acudió a Cilicia en
persona. Ante su repentina presencia, Thoros escapó a duras penas a la
cautividad y emprendió la fuga. En 1158, Manuel había vuelto a ser dueño de
Cilicia. Thoros se sometió al emperador y fue perdonado. Iba a llegarle la vez
a Antioquía.
Reinaldo de Chátillon,
comprendiendo que no podría resistir solo a los bizantinos, decidió acogerse
también al perdón del emperador. Hallándose el emperador en Mopsuesta (la
Mamístra de los cruzados), en Cilicia, Reinaldo “apareció suplicante ante el
Gran Comneno”. Entonces sucedió una escena de profunda humillación. Reinaldo,
descalzo, se prosternó ante el emperador, que presentó el puño de su espada y
se entregó a su merced”. A la vez —dice Guillermo de Tiro— Reinaldo pedía
gracia, y clamó tanto tiempo, que todos tuvieron náuseas y muchos franceses le
menospreciaron y censuraron”. Estaban presentes enviados de la mayoría de las
naciones orientales, incluso de los lejanos abasaos (Abkhaz) y de los iberos, y
aquella escena les causó impresión profunda, “tornando a los latinos
despreciables en toda Asía”. Reinaldo se reconoció vasallo del Imperio, y así,
más tarde (676-701 un embajador, Roberto, enviado al rey de Inglaterra,
representaba a la vez a Bizancio y Antioquía. Balduino III, rey de Jerusalén,
acudió en persona a Mopsuesta, donde fue cortésmente acogido por el emperador.
Pero Balduino fue forzado a convenir un tratado con Manuel, comprometiéndose a
suministrarle tropas. Eustacio de Tesalónica habla del rey que “acudió a
nosotros desde Jerusalén, pasmado por la reputación y altos hechos del
emperador y reconociendo a distancia su grandeza”.
En abril de 1159, Manuel
entró solemnemente en Antioquía. Escoltado por Reinaldo de Chátillon y otros
príncipes latinos, todos a pie y sin armas, y seguido del rey de Jerusalén, a
caballo, pero igualmente sin armas, el emperador avanzó por las calles “ornadas
de tapices, de colgaduras, de follaje y de flores”, “al son de las trompetas y
los tambores, al canto de los himnos”, hacia la catedral, guiado por el
patriarca de Antioquía vestido de pontifical. “Durante ocho días, las banderas
imperiales flotaron sobre la ciduadela de Antioquía”.
La sumisión de Reinaldo de
Chátillon y la entrada de Manuel en Antioquía en 1159, señalaron “el triunfo de
la política seguida por Bizancio respecto a los latinos. Era el resultado de
más de sesenta años de esfuerzos y luchas. En medio de las dificultades que
debieron superar y de las numerosas guerras que hubieron de pelear, los
basileos no perdieron nunca de vista la cuestión del principado de Antioquía,
asunto planteado durante la primera Cruzada y no resuelto jamás”.
Una inscripción de la
iglesia de la Natividad, en Belén, dice, con fecha de 1169: La presente obra ha
sido acabada por el pintor y mosaísta Efraím, bajo el reinado del emperador
Manuel Porfirogénito Comneno y bajo el gran rey de Jerusalén, Amalrico y el muy
santo obispo de la santa Belén, Raúl, en el año 677” (1169). La asociación de
los nombres de Manuel y Amalrico (Amaury de Anjou), parece indicar que, tras
los acontecimientos reseñados, se había establecido una cierta soberanía del
emperador griego sobre el reino de Jerusalén.
Por otra parte, Manuel
llevaba algunos años en buenas relaciones con Kilidy-Arslán, quien incluso
había estado en Constantinopla en 1161-62, recibiendo una solemne acogida, de
la que se hallan detalladas descripciones en las fuentes griegas y orientales.
El sultán pasó ocho días en Constantinopla. Todas las riquezas y tesoros de la
capital fueron mostrados a tan distinguido huésped. Hubo en su honor torneos,
carreras y una fiesta naval con una exhibición del célebre “fuego griego”. Dos
veces diarias se llevaban al visitante provisiones en vajillas de oro y plata
que se dejaban luego a su disposición. Un día que el emperador y el sultán
comieron juntos, toda la vajilla y ornamentos de la mesa fueron ofrecidos como
regalo a Kilidy-Arslan.
En 1171, Amalrico I, rey
de Jerusalén, estuvo en Constantinopla, siendo magníficamente recibido por
Manuel. Guillermo de Tiro da una descripción detallada de la visita. La gloria
y poder de Manuel en Oriente estaban entonces en su apogeo.
Sin embargo, los
resultados de la visita de Kilidy-Arslan no fueron trascendentales en exceso.
Hubo una especie de tratado de amistad, pero de corta duración. “Algunos años
más tarde vemos al sultán declarar a los suyos que cuantos más males había
causado al Imperio griego, más importantes regalos le había hecho éste”.
En tales circunstancias,
la paz en la frontera oriental no podía prolongarse mucho. A causa de
diferentes motivos locales, y quizá por instigación de Barbarroja, estallaron
las hostilidades. Manuel se puso al frente de sus tropas. Su objetivo era tomar
Iconion (Konia), capital del sultanato. En 1176 los ejércitos bizantinos
penetraron en las montañas de Frigia, donde, cerca de la frontera, se alzaba la
fortaleza de Miriocefalón. Los turcos les atacaron repentinamente por todas
partes y allí, el 17 de septiembre de 1176, sufrieron los imperiales un fracaso
completo. Un historiador bizantino escribe: “El espectáculo era en verdad
lacrimoso, o, mejor dicho, tan grande era el mal que no cabía llorarlo: los
fosos estaban llenos de cadáveres, en las barrancas se veían colinas de
muertos, en las espesuras montañas de víctimas...
Nadie podía pasar por allí
sin verter lágrimas y lanzar suspiros. Todos sollozaban y llamaban por sus
nombres a los amigos y parientes que habían perdido”.
El historiador
contemporáneo Guillermo de Tiro, que pasó una temporada en Constantinopla en
1179, nos pinta así la actitud de Manuel después de la derrota de Miriocefalón:
“A partir de ese día, el desastre quedó tan profundamente grabado en su memoria
que, aun cuando su humor ordinario fuese alegre, no volvió a mostrar, a pesar
de los esfuerzos de sus cortesanos, la menor alegría y en todos los días de su
vida no recobró su fuerza corporal, antes tan grande. A tal punto estaba
quebrantado por el tormento (refricatione) continuo que le causaba la idea de
aquél desastre, que no conseguía regocijarse ni calmar su ánimo ni encontrar su
ordinario humor tranquilo”.
En una larga carta
dirigida a su amigo el rey de Inglaterra Enrique II Plantagenet, Manuel le
anuncia su reciente desastre, esforzándose en atenuarlo un tanto. Allí se lee
un detallado relato del combate y, entre otras cosas, se hallan interesantes
indicaciones sobre la participación que tuvieron en la batalla los ingleses que
desde 1066 estaban al servicio 82 de las tropas de Bizancio, sobre todo en la
guardia imperial.
A pesar del funesto
desenlace de Miriocefalón, un panegirista anónimo de Manuel coloca la huida de
éste ante los turcos en el número de sus acciones brillantes: “Después de haber
chocado con la masa de los invasores ismaelitas, él (Manuel) se precipitó solo
en la huida, sin temor de tantas espadas, dardos y lanzas”. Un sobrino de
Manuel decoró su casa con un cuadro representando “los altos hechos del sultán
de Iconio, ilustrando así los muros de su residencia con un tema que, sin duda,
hubiese sido mejor dejar en tinieblas”. Según toda probabilidad,
aquél poco corriente cuadro representaba la batalla de Miriocefalón.
Por razones que
desconocemos, Kilidy-Arslan sólo usó moderadamente de su victoria, abriendo
negociaciones con el emperador y llegando a una paz razonable. Fueron
destruidas algunas fortificaciones bizantinas del Asia Menor.
La batalla de Mantzikert
en 1071 había dado ya un golpe mortal a la dominación bizantina en Asia Menor.
Pero los contemporáneos, sin advertirlo, esperaban restablecer la situación y
desembarazarse del peligro selyúcida. Las dos primeras Cruzadas no lograron
conjurar este peligro. La batalla de Miriocefalón arruinó en definitiva las
últimas esperanzas de Bizancio. Ya no se creyó posible expulsar del Asia Menor
a los turcos. El Imperio no podía pensar en una política ofensiva seria en
Oriente. Bastante era que defendiese sus fronteras contra las continuas
invasiones selyúcidas. El historiador alemán Kugler dice: “La batalla de
Miriocefalón decidió para siempre la suerte de todo el Oriente”).
A poco de aquella derrota,
Manuel escribió a Federico Barbarroja una carta en la que hablaba de la
humillación del sultán selyúcida. Más Federico conocía ya la aplastante derrota
de Manuel cuando recibió el mensaje. En su respuesta decía que los emperadores
germánicos, que habían recibido su poder de los gloriosos emperadores romanos,
no sólo debían gobernar el Imperio romano, sino también el “reino griego”. Por
consecuencia, invitaba a Manuel a reconocer la autoridad del emperador de
Occidente y someterse a la del Papa. Terminaba diciendo que en adelante él
amoldaría su conducta a la de Manuel, quien había en vano sembrado disidencias
entre los vasallos del emperador de Occidente. De modo que, a juicio del
autoritario Hohenstaufen, el emperador bizantino debía someterse a él, como
emperador de Occidente. Así, la idea de un Imperio único no había dejado de
existir en el siglo XII. Primero fue Manuel quien la favoreció y después las circunstancias
se volvieron en su desventaja, siendo Barbarroja quien soñaba en el Imperio
universal. En 1177 el Congreso de Venecia, en el que participaron Federico, el
Papa y los representantes de las victoriosas ciudades italianas, confirmó la
independencia de éstas y reconcilió al Papa con el emperador germánico. En
otras palabras, el tratado de Venecia concluyó el conflicto existente entre
Alemania, las ciudades de Lombardía y la Curia Pontifical, conflicto en que
Manuel fundaba sus esperanzas.
Según F. I. Uspenski, del
Congreso de Venecia fue para el Imperio bizantino un golpe tan terrible como el
desastre que le había infligido el sultán de Iconio en Miriocefalón. Reconcilió
en Occidente a los elementos hostiles a Bizancio y anunció así la coalición de
que debía resultar, en 1204, la toma de Constantinopla y la fundación de los
Estados latinos de Oriente”.
Para Venecia, el Congreso
de 1177 tuvo una importancia capital. Allí se reunió una brillante sociedad
europea, encabezada por el Papa y el emperador de Occidente. Más de diez mil
extranjeros llegaron a Venecia. Todos admiraron la belleza, riquezas y poder de
aquella ciudad. Se leen en un escrito contemporáneo estas palabras del autor a
los venecianos: “¡Ah, y cuan felices sois de que semejante paz haya sido
ultimada en vuestra ciudad! Vuestro nombre tendrá por ello gloria eterna”.
Poco antes de morir,
Manuel logró un postrero éxito diplomático al casar a su hijo y sucesor, Alejo,
con la hija de Luis VII de Francia, Inés, de ocho años entonces, la cual
recibió en Bizancio el nombre de Ana. Las relaciones algo tirantes existentes
entre Bizancio y Francia desde la segunda Cruzada debían mejorar con aquél
matrimonio. Eustacio de Tesalónica escribió un discurso elogioso al llegar la
imperial prometida a Megalópolis (Constantinopla).
Además, a raíz de la
famosa carta de Manuel a Enrique II de Inglaterra, hablando del desastre de
Miriocefalón, las relaciones de ambos soberanos hiciéronse más cordiales.
Poseemos testimonios acreditativos de que en los últimos años del reinado de
Manuel hubo en Westminster enviados bizantinos y de que el inglés Geoffrey de
Haie (“Galfridus de Haia”) fue encargado por Enrique II de recibir a los
embajadores griegos, siendo luego el mismo Geoffrey enviado a Constantinopla.
Enrique, bien informado, a lo que parece, de los deportes favoritos de Manuel,
le envió una jauría de perros de caza, los cuales embarcaron en una nave que
zarpó de Brema.
En resumen, la política de
Manuel difirió mucho de la prudente y reflexiva de su padre y su abuelo. El
hijo de Juan acarició el sueño irrealizable de restaurar la unidad del Imperio
y manifestó una fuerte inclinación hacia Occidente, cuya vida le atraía mucho.
Dedicó todos sus esfuerzos a luchar contra Italia y Hungría y a establecer
relaciones amistosas con Francia, el Imperio occidental, Venecia y otras
ciudades italianas. Por tanto, no prestó suficiente atención a Oriente y 110
supo impedir los progresos del sultanato de Iconio. Finalmente, vio desplomarse
todas las esperanzas del Imperio en Asia Menor después del desastre de
Miriocefalón.
La preferencia dada por
Manuel a Occidente, región totalmente extraña a Bizancio en aquella época y
cuya civilización no podía aun rivalizar con la bizantina, tuvo consecuencias
nefastas para el Imperio. Al recibir con los brazos abiertos a los extranjeros
y otorgarles los cargos más elevados y ventajosos, suscitó entre sus súbditos
una indignación de la que cabía esperar, llegada la oportunidad, choques
sangrientos. Un historiador contemporáneo, especialista en la época de Manuel,
juzga así la política de éste: “Manuel tuvo la suerte de morir antes de poder
ver las desastrosas consecuencias de su política, consecuencias ya percibidas
por los espíritus, clarividentes de algunos contemporáneos. La herencia de los
basileos era pesada de recoger y ninguno de sus sucesores podría restablecer
los asuntos del Imperio. En los años siguientes la decadencia había de
acentuarse con celeridad, pero es justo decir que había comenzado en el reinado
de Manuel”.
Quizá fuere más justo
decir que la decadencia de Bizancio había empezado mucho antes, en tiempos de
la dinastía macedonia, esto es, desde 1025, fecha de la muerte de Basilio II
Bulgaróctonos. Los dos primeros Comnenos, Alejo y Juan, supieron frenar la decadencia,
pero no detenerla del todo. La política errónea de Manuel puso de nuevo al
Imperio en la ruta de la decadencia, que esta vez ya sería definitiva.
Con Manuel, como dice
Herzberg, “el antiguo esplendor y la antigua grandeza de Bizancio descendieron
a la tumba para siempre”. A esta opinión del siglo XIX pueden añadirse la de un
célebre historiador del XII, Eustacio de Tesalónica, contemporáneo de los
Comnenos y los Ángeles y el cual escribió: “Conforme a la voluntad divina, con
la muerte del basileo Manuel Comneno pereció todo lo que todavía quedaba
intacto entre los romanos, y todos nuestros territorios se llenaron de
tinieblas, como en un eclipse”.
Los dos últimos Comnenos:
Alejo II y Andrónico I.
“El periodo de cinco años
que abarcan los reinados de los dos últimos Comnenos, Alejo y Andrónico
—escribe F. I. Uspenski—, es interesante sobre todo como época de reacción y de
reformas que tuvieron fundamentos esencialmente racionales, provocados por la
muy clara comprensión de las faltas del antiguo sistema de gobierno”. Como ya
vimos antes, a la muerte de Manuel ascendió al trono su hijo Alejo II, de doce
años (1180-1183). Su madre, María de Antioquía, fue nombrada regente, pero el
protosebasto Alejo Comneno, sobrino de Manuel y favorito de la emperatriz, fue
quien dirigió de hecho los asuntos públicos. La encarnizada lucha de los
partidos de la corte y la persistente preponderancia latina produjeron el
llamamiento del famoso Andrónico a la capital. Andrónico, animado hacía mucho
por proyectos ambiciosos, presentóse como defensor del joven Alejo II —
díciéndole rodeado de malos consejeros— y de los intereses nacionales griegos.
Poco antes de la entrada de Andrónico en la capital, hubo la matanza de latinos
(1182) de que hablamos más arriba. Las fuentes venecianas no mencionan esa
matanza. Y, sin embargo, los mercaderes venecianos fueron también en gran parte
víctimas de ella.
En el mismo 1182,
Andrónico entró en Constantinopla y pronto, a pesar de su solemne promesa,
mostró el deseo de gobernar solo. Hizo primero prender y cegar al favorito
Alejo Comneno. Luego ordenó la estrangulación de María de Antioquía y, poco
después, la del propio emperador Alejo. En 1183, Andrónico, de 63 años a la
sazón, convirtióse en dueño absoluto del Imperio. Para afirmar su situación
casó con la viuda de Alejo II, Inés (Ana), la cual, al morir su ficticio esposo
(ya que Alejo sólo tenía entonces catorce años), contaba doce años nada más. La
diferencia de edades no detuvo al triunfante Andrónico.
El entusiasmo con que la
opinión acogió a Andrónico explícase por las esperanzas que se fundaban en el
nuevo emperador. Dos tareas esenciales se presentaban ante Andrónico en el
orden interior: establecer un gobierno nacional y librar a Bizancio de la preponderancia
latina, y después debilitar a la aristocracia de los altos funcionarios y de los
grandes terratenientes, cuya supremacía provocaba la ruina de la clase de
campesinos modestos. Tal programa, cuajado de dificultades prácticas, debía
hallar en el pueblo la más favorable acogida.
El arzobispo de Atenas,
Miguel Acominatos (Coniates), cuya obra constituye una de las fuentes más
valiosas para el estudio de la situación interior del Imperio en el siglo XII,
escribe en términos elogiosos: “Y recordare ante todo cómo, en esta época
turbulenta y angustiosa, el Imperio romano apeló a su antiguo favorito, el gran
Andrónico, para derribar la opresora tiranía latina que, como una mala hierba,
se había aferrado al joven retoño del reino. No condujo (Andrónico) con él un
cuerpo de ejército marchó, ligero, hacia la ciudad que le amaba... El primer
presente que hizo a la capital para recompensarla de su puro amor, fue librarla
de la tiránica insolencia latina y limpiar el Imperio de los mismas bárbaros”.
“Con Andrónico llegó al
poder un nuevo partido”. “Aquel último representante de la dinastía de los
Comnenos —dice F. I. Uspenski— era, o al menos parecía ser, el rey de los
campesinos. El pueblo le consagraba cantos y componía acerca de él cuentos
poéticos, de los que se hallan huellas en los anales y notas manuscritas de los
documentos inéditos de la historia de Nicetas Coniates”. Nicetas escribe, entre
otras cosas, que Andrónico mandó erigir su propia estatua no lejos de la puerta
septentrional de la iglesia de los Cuarenta Mártires, y no quiso que se le
representase con atuendo imperial, sino como trabajador, muy modestamente
vestido y empuñando una hoz.
Andrónico acometió sus
tareas con ardor. Aumentó el sueldo de muchos funcionarios para volverlos menos
inclinados al cohecho. Nombró como jueces personas honradas e incorruptibles,
aligeró la carga de los impuestos y sometió a severas penas a los recaudadores
rapaces. Se adoptaron medidas implacables contra los grandes terratenientes:
muchos representantes de la aristocracia bizantina fueron ejecutados. Miguel
Acominatos escribe al respecto: “Sabemos desde ha mucho que eres blando para el
pobre, terrible para el hombre ávido de ganancias; que eres el protector del
débil y el enemigo de los violentos; que no inclinas la balanza de Temis ni a
izquierda ni a derecha; sino que tienes las manos puras de toda corrupción”.
El historiador italiano
Cognasso, que ha estudiado esa época, compara la lucha de Andrónico contra la
aristocracia a la de Iván el Terrible contra los boyardos. “Así como Andrónico
—escribe Cognasso— quería aniquilar la preponderancia de la aristocracia
bizantina, lo mismo quería hacer Iván con la potencia de los boyardos y los dos
(aunque el zar ruso en más alto grado) hubieron de recurrir por fuerza a medios
violentos. Desgraciadamente, al debilitar la aristocracia ambos debilitaron al
Estado e Iván IV se halló indefenso ante los polacos de Esteban Báthory como
Andrónico ante los normandos de Guillermo II. Iván, soberano de un pueblo joven
y pujante, logró, con medidas rápidas, salvar su obra y a Rusia, pero Andrónico
sucumbió antes de que el Imperio fuese reformado y fortalecido. El antiguo
organismo no pudo sostenerse y el nuevo cuerpo orgánico imaginado por Andrónico
fue entregado demasiado pronto a manos inexpertas”.
De todos modos Andrónico
no pudo reformar radicalmente un orden social resultante de un largo proceso
histórico. Los miembros de la perseguida aristocracia territorial no esperaban
sino un momento favorable para librarse de aquél detestado emperador,
substituyéndole por alguien que tuviese las mismas opiniones en materia social
que los tres primeros Comnenos. Andrónico, viendo por todas partes traiciones y
conjuras, implantó un régimen de terror que, al no distinguir al culpable del
inocente y al actuar en todas las clases y no sólo en las superiores, creó en
torno al emperador odio y descontento. El pueblo, que poco antes le recibía con
aclamaciones, empezó a mirarle como hombre incumplidor de sus compromisos y a
buscar otro pretendiente al trono. Nicetas Coniates pinta de manera
impresionante el variable humor de la plebe de Constantinopla en aquella época:
“En todas las otras ciudades, el populacho es irrazonable y cede a sus
desordenados movimientos; pero la muchedumbre de Constantinopla es
particularmente tumultuosa, violenta y de tortuosa conducta, porque la componen
nacionalidades diferentes... La indiferencia respecto a los emperadores es mal
innato en ellos: aquél al que elevan hoy al trono legítimo lo abaten al año
siguiente como a un criminal”.
Los fracasos de la
política exterior agravaron la difícil situación del Estado. Andrónico llegó a
la conclusión de que el Imperio no podía vivir prácticamente aislado sin
lesionar sus intereses con los menospreciados países de Occidente, de los que
se había alejado de modo tan ostensible.
En verdad, la actitud de
Occidente ante Bizancio era muy amenazadora. A la muerte de Manuel, Bizancio
hallaba en el oeste de Europa dos enemigos: Alemania y el reino de Sicilia. La
alianza de los dos imperios, fundamento durante algún tiempo de la política
occidental de Manuel, había terminado y, a la vez, la ayuda bizantina a las
ciudades lombardas en su lucha contra Barbarroja hacía a éste sentirse enemigo
del Imperio oriental. Federico adoptaba cada vez más una política de
acercamiento a Sicilia.
Por otra parte, los
latinos que escaparon a la matanza del 1182 en Constantinopla, habían vuelto a
sus respectivos países occidentales contando los horrores que presenciaran y
pidiendo venganza de los ultrajes y daños padecidos. Las repúblicas mercantiles
italianas, que habían sufrido graves pérdidas financieras, estaban irritadísimas.
Además, los representantes de algunas familias nobles perseguidas por
Andrónico, huyeron a Italia y sugirieron a los gobernantes italianos un ataque
a Bizancio. El peligro occidental crecía, pues Federico Barbarroja preparaba el
casamiento de su hijo y sucesor, Enrique, con Constancia, heredera del rey de
Sicilia. Se anunció el casamiento en Alemania el año (1184) que precedió a la
muerte de Andrónico. Era un suceso social y político muy importante, porque, a
la muerte de Federico, su sucesor podía unir Nápoles y Sicilia a las posesiones
del emperador de Alemania, y Bizancio tendría, en vez de dos enemigos
distintos, un adversario único y terrible, cuyos intereses políticos no podían
conciliarse con los de Bizancio.
Incluso es muy probable
que aquél acercamiento de Alemania a la Casa real normanda tuviera, en el ánimo
del emperador de Occidente, el fin de crear una base de operaciones contra
Bizancio, ya que la conquista del “reino” griego sería más fácil con ayuda de
los normandos. Al menos así lo indica un historiador occidental de la Edad
Media al escribir: “El emperador, hostil al reino de los griegos (regno
Graecorum infestus), se esforzó en unir la hija de Roger, rey de Sicilia, a su
hijo”.
Guillermo II de Sicilia,
contemporáneo de Andrónico, aprovechando las dificultades interiores de
Bizancio, preparó una gran expedición de ataque, cuyo fin, de cierto, no era
sólo vengar la matanza de 1182 o ayudar a un eventual pretendiente, sino
adueñarse del trono griego para sí. En tales circunstancias, Andrónico decidió
negociar a la vez con Oriente y con Occidente.
A finales del 1184 firmó,
pues, un tratado con Venecia. En ese tratado, tendiente a afirmar el Imperio,
Andrónico consentía en libertar a los venecianos presos en Constantinopla desde
la matanza de 1182 y prometía pagar cierta suma todos los años, por vía de
compensación de los daños sufridos. De hecho comenzó a cumplir ese compromiso,
abonando la primera anualidad en 1185.
También quiso Andrónico
aproximarse al Papa, dando sin duda por hecho que podría apoyarse en él a
cambio de conceder ciertos privilegios a la Iglesia católica. En todo caso, el
Papa Lucio III envió, a fines de 1182, un legado a Constantinopla. Una crónica
occidental nos da el curioso testimonio de que Andrónico hizo construir en
Constantinopla, en 1185, a pesar de la oposición del patriarca, una iglesia
dotada de ricas rentas y donde sacerdotes latinos practicaban los ritos
católicos. “Aun hoy, esta iglesia lleva el nombre de iglesia latina.
Poco antes de su muerte,
Andrónico hizo alianza formal con el sultán de Egipto, Saladino. Según frase de
un cronista occidental, Andrónico, “apremiado por el dolor y el agobio,
recurrió al consejo y socorro de Saladino”.101 Las estipulaciones de
la alianza, selladas con juramento, fueron: “Si Saladino, con los consejos y
ayuda del emperador, lograba ocupar Jerusalén, retendría para sí todo otro
territorio que ambos pudieran conquistar —quedando libres de esto Jerusalén y
Ascalón—, pero poseería sus adquisiciones bajo la soberanía de Andrónico.
El emperador tomaría
posesión de todos los territorios conquistados al sultán de Iconio hasta
Antioquía y la Armenia Menor, caso de que los nuevos aliados pudieran
apoderarse de tales comarcas”. “La muerte impidió a Andrónico realizar ese
plan”. El tratado prueba que Andrónico estaba dispuesto a ceder Palestina a
Saladino, siempre que éste reconociera la soberanía del Imperio.
Pero ni el tratado con
Venecia, ni las gestiones con el Papa, ni la alianza con el famoso Saladino
pudieron mantener el poder en manos de Andrónico.
Isaac Comneno, gobernador
de Chipre, proclamó la independencia de la isla que gobernaba. Andrónico,
carente de flota experta, no pudo dominar la rebelión.
La pérdida de Chipre fue
un duro golpe para el Imperio, ya que la isla era punto estratégico y mercantil
de importancia y producía gruesas sumas a la Tesorería a causa, sobre todo, de
su activo comercio con los Estados latinos de Oriente.
Pero el golpe mayor y
decisivo lo recibió Andrónico desde Occidente, comenzando en el momento en que
la expedición, muy bien organizada, de Guillermo II de Sicilia se hizo a la
vela rumbo al Imperio. Las hostilidades, como siempre, empezaron por Durazzo,
que pasó pronto a manos de los atacantes, quienes luego, por la vía Egnatia,
avanzaron hacia Tesalónica. La poderosa flota normanda acudió allí también.
Parece que Venecia mantuvo en esta guerra una neutralidad estricta.
Inicióse el célebre asedio
marítimo-terrestre de Tesalónica. De él escribió un relato grandilocuente, mas
no por eso menos valioso, el arzobispo de Tesalónica, Eustacio.103 En agosto de 1185, la ciudad cayó en poder de los normandos, quienes hicieron
en aquella ciudad, la segunda del Imperio, una tremenda carnicería. Así se
vengaban los latinos de la matanza de 1182. Respecto al suceso encontramos en
Nicetas Coniates estas significativas expresiones: “Así se abrió entre ellos y
nosotros un enorme abismo de hostilidad. No podemos reconciliarnos en nuestro
ánimo, y estamos en completo desacuerdo, aunque continuemos teniendo relaciones
externas y vivamos a menudo en la misma casa”.
Tras algunas jornadas de
pillajes y muertes, los normandos se dirigieron hacia Constantinopla. Al saber
la toma de Tesalónica y la aproximación de los normandos, la población de la
capital se levantó, acusando a Andrónico de indecisión y debilidad. Con rapidez
inesperada para Andrónico, Isaac Ángel fue proclamado emperador. Andrónico,
depuesto, murió entre terribles suplicios.
Con la revolución de 1185
terminaba la dinastía de los Comnenos y con Isaac Ángel empezaba la nueva
dinastía de los Ángeles.
El breve reinado de
Andrónico I, que empezó acometiendo la tarea de defender a los campesinos
contra la omnipotente arbitrariedad de los grandes propietarios, y ateniéndose
al propósito de librar al Estado de la preponderancia latina, se distingue
rotundamente, por sus caracteres, de los reinados de los otros Comnenos, hecho
por el cual merece estudio atento y hondo. En ciertos aspectos, sobre todo en
los sociales, la época de Andrónico I dista mucho de haber sido estudiada por
completo y ofrece a la ciencia un vasto campo de investigaciones.
Historia de la época de
los Ángeles. Los emperadores de la casa de los Ángeles: Isaac II, Alejo III y
Alejo IV.
La dinastía de los
Angeles, elevada al trono por la revolución de 1185 y sucesora de los Comnenos,
descendía de un contemporáneo de Alejo Comneno: Constantino Ángel. Éste,
oriundo de Filadelfia, en el Asia Menor, y descendiente de una familia bastante
obscura, había casado con la hija del emperador Alejo y era abuelo de Isaac II
Ángel, primer emperador de la Casa y emparentado a los Comnenos por línea
femenina.
Vimos que uno de los fines
de Andrónico había sido establecer un gobierno nacional. Fracasado en este
propósito, a fines de su reinado comenzó a volverse hacia Occidente. Pero,
después de su muerte, se hizo notar de tal modo la necesidad de un gobierno
nacional, que, con expresiones de Cognasso, “la revolución del 12 de septiembre
(1185) fue esencialmente nacional y aristocrática... Así, ninguna clase obtuvo
provecho de la revolución, salvo la aristocracia bizantina”.
Isaac II (1185-1195) era,
citando palabras de Gelzer, “la encarnación de la ruindad que se instaló con él
en el trono podrido de los Césares” y no tenía talento de hombre de Estado. El
lujo desmesurado de la corte, las prodigalidades excesivas, exigían exacciones
e impuestos arbitrarios e intolerables. La falta de voluntad del soberano y la
ausencia de un determinado programa gubernamental; las complicaciones externas;
el nacimiento en la Península balcánica de un nuevo poder peligroso para
Bízancio (el segundo imperio búlgaro); y, en fin, los progresos de los turcos
en Asia Menor, crearon un ambiente de descontento e irritación en el país. De
tiempo en tiempo se producían insurrecciones en favor de diversos aspirantes al
trono. Pero la causa principal del malestar general era que “la población
estaba harta de soportar los dos males justamente diagnosticados por Andrónico:
la insaciabilidad de la administración fiscal y la arrogancia de los ricos”. Al cabo, en 1195 se formó contra Isaac una conjura dirigida por su propio
hermano, Alejo, quien, ayudado por parte de la nobleza y del ejército, derribó
al emperador. Éste fue cegado y preso, substituyéndole su hermano Alejo III
Ángel, también conocido en la historia como Alejo III Ángel-Comneno
(1195-1203). A veces se le aplica el sobrenombre de Bambacoracio.
El carácter y dotes
naturales del nuevo emperador no diferían mucho del modo de ser de su hermano.
Una prodigalidad no menos insensata, una idéntica ausencia de talento político
y de interés por los asuntos del Estado, una análoga carencia de capacidad
militar, llevaron al Imperio, a largos pasos, hacia inminentes humillaciones y
desintegraciones. El historiador Nicetas Coníata, dice, no sin maligna ironía,
respecto a Alejo III: “Fuese el que fuera el papel que se presentaba al emperador,
era firmado por él, aunque se tratase de un conjunto de palabras desprovistas
de sentido, incluso si el solicitante pedía que se navegase en tierra firme, o
que se arase el mar, o que se substituyeran las montañas por mares, o hasta,
como se dice en la fábula, que se pusiera el Athos sobre el Olimpo”. El
emperador halló imitadores en la nobleza de la capital, que rivalizaba a porfía
en gastos y lujo. Surgieron insurrecciones en Constantinopla y en las
provincias. Los venecianos, písanos y otros extranjeros que habitaban
Constantinopla tenían frecuentes choques en las calles. Y la situación exterior
no era nada esplendorosa.
E1 joven príncipe Alejo,
hijo del emperador destituido, pudo huir a Italia en un buque pisano y luego
pasó a la corte del emperador alemán, Felipe de Suabia, casado con Irene, hija
de Isaac Ángel y hermana del príncipe Alejo. Este pidió a su cuñado el
emperador, así como al Papa, que ayudaran a su padre a recobrar el trono
bizantino. Tras muchas complicaciones de que hablaremos en el capítulo relativo
a la cuarta Cruzada, Alejo consiguió encaminar hacia Constantinopla a los
cruzados que, a bordo de naves venecianas, pensaban dirigirse a Egipto. Los
cruzados, en 1203, tomaron Constantinopla y, tras deponer a Alejo III,
restauraron en el trono al anciano y ciego emperador, asociándole a su hijo
Alejo IV. Pero los cruzados quedaron cerca de Constantinopla para vigilar el
cumplimiento de los compromisos asumidos con ellos por Alejo e Isaac.
La imposibilidad de
cumplir tales obligaciones y la plena dependencia de los emperadores respecto a
los cruzados, provocaron en la capital una revuelta que concluyó en la
proclamación de un nuevo emperador: Alejo V Ducas Murzuflo (1204), emparentado
con la dinastía de los Ángeles como esposo que era de una hija de Alejo III. En
el curso de los tumultos perecieron Isaac II y Alejo IV. Entonces los cruzados,
viendo desaparecer con los dos emperadores muertos su principal apoyo en la
capital, e informados de que Murzuflo se había puesto a la cabeza de un movimiento
antilatino, resolvieron apoderarse de Constantinopla por su propia cuenta. Tras
un encarnizado asalto de los latinos y una desesperada defensa de los sitiados,
Constantinopla, el 13 de abril de 1204, pasó a manos de los caballeros
occidentales, siendo sometida a un espantoso saqueo. Murzuflo pudo huir. El
Imperio bizantino se desplomaba. En su lugar se fundó un Imperio latino feudal,
con capitalidad en Constantinopla y una serie de Estados vasallos en las
diversas regiones del Imperio de Oriente. Estos sucesos, de vital importancia
para Bizancio, serán expuestos con más detalles en el capítulo dedicado a la
historia de la cuarta Cruzada.
La dinastía de los Ángeles
o Ángeles-Comnenos, griega de origen, no dio al Imperio un solo monarca de
talento. Antes bien apresuró la caída de Bizancio, que estaba debilitado por
fuera y desintegrado por dentro.
Relaciones de Bizancio con
turcos. Fundación del Imperio Búlgaro.
El Imperio, en 1185, al
ser derribado Andrónico I y elevado al trono Isaac Ángel, estaba en una
situación muy peligrosa. Los ejércitos normandos se acercaban por tierra a la
capital, ante la que ya se hallaba la flota enemiga. Pero los normandos,
envalentonados por su triunfo, dedicáronse al pillaje de las regiones ocupadas,
menospreciando al ejército bizantino, y éste entonces les infligió una derrota,
como consecuencia de la cual el enemigo hubo de abandonar Tesalónica y
Dyrrachium. El fracaso de los normandos en tierra hizo que su escuadra
abandonase las aguas de Constantinopla. Un tratado de paz entre Isaac Ángel y
Guillermo II concluyó aquella guerra, tan peligrosa para Bizancio. Isaac Ángel
pudo contener el peligro selyúcida del Asia Menor mediante ricos presentes y un
tributo anual pagado al sultán turco.
El armisticio con los
normandos, aunque transitorio, constituyó un gran éxito para Isaac Ángel. Los
primeros años del reinado de éste señaláronse, en la Península balcánica, por
sucesos de extrema importancia para el Imperio.
Bulgaria, conquistada por
Basilio II Bulgaróctonos en 1018, había sacudido, tras varias tentativas
infructuosas, el yugo bizantino, fundándose en 1186 un nuevo Imperio búlgaro.
En el éxito final del movimiento búlgaro ha de atribuirse predominante papel,
no sólo a los eslavos, sino también al elemento turco —polovtzianos o kumanos—
y al romano, es decir, valaco o rumano. Los valacos, en efecto, cooperaron
activa y eficazmente al levantamiento de los búlgaros.
Al frente del alzamiento
de Bulgaria se pusieron dos hermanos, Pedro o Kalopedro y Juan Asen, acaso
descendientes de los antiguos zares búlgaros, si bien habían crecido entre los
valacos y adoptado la lengua valaca. “En esos jefes —dice Vasilievski— se unían
y fundían las dos nacionalidades búlgara y valaca, cosa que se ve claramente en
todos los relatos que poseemos de la lucha por la independencia. Los
historiadores contemporáneos han insistido sobre este hecho”.
Hoy, ciertos historiadores
búlgaros rechazan el origen rumano de los Asen y la participación rumana en la
insurrección de 1186, viendo en la fundación del segundo reino búlgaro de
Tirnovo una obra nacional búlgara exclusivamente.
El origen del
levantamiento fue el descontento de los búlgaros contra el dominio bizantino, y
el afán nacional de obtener la independencia. El éxito parecía fácil en aquél
momento, ya que el Imperio sufría aún las repercusiones de las turbulencias de
la época de Andrónico y de la revolución de 1185 y no podía oponerse a la
insurrección con suficientes medios. Nicetas Coniates atribuye ingenuamente la
causa de la sublevación al descontento de los valacos, que se encolerizaron al
verse privados de sus reses, que se destinaron a las fiestas efectuadas con
motivo de las nupcias de Isaac Ángel con la hija del rey de Hungría.
Tras algunas derrotas
causadas a los insurrectos búlgaros por los ejércitos bizantinos, Pedro (aquel
“renegado, aquél esclavo maldito”, como decía Miguel Acominatos, metropolitano
de Atenas) y su hermano entraron en tratos con los kumanos de allende el
Danubio y los llamaron para que les auxiliasen contra el Imperio. La lucha fue
difícil para Bizancio, y como consecuencia no tardó en firmarse un tratado.
Ya desde comienzos de la
insurrección, Pedro había asumido el título y las insignias imperiales. La
capital del nuevo Estado fue Tirnovo. Inmediatamente de proclamada la
independencia política de Bulgaria, Pedro y Asen crearon una Iglesia nacional
independiente. El reino así fundado es conocido como Reino Búlgaro de Tirnovo.
A la vez que la
insurrección búlgara, se producía un movimiento análogo en los territorios
servios, donde el fundador de la dinastía de los Nemanya, el “gran zupán” (gran
jefe) Esteban Nemanya, tras poner las bases de la unificación de Servía,
entabló tratos de amistad con Pedro de Bulgaria a fin de pelear en común contra
el emperador.110
En 1189, Federico
Barbarroja atravesó como cruzado la Península balcánica, en dirección a Constantinopla.
Servios y búlgaros proyectaron aprovechar tal momento para alcanzar su fin con
ayuda de Federico. En Nisch, Federico recibió a los embajadores servios y
búlgaros y al gran zupán en persona. Servios y búlgaros ofrecieron al emperador
una alianza contra Bizancio, a condición de que Federico permitiese a Servia
anexionarse Dalmacia y conservar los territorios arrebatados a Bizancio,
dejando, además, a los Asen en posesión definitiva de Bulgaria y asegurando a
Pedro el título imperial.
Según parece, Federico
continuó su camino sin dar contestación decisiva.111 Vasilievski
observa al propósito: “Hubo un momento en que la resolución del problema eslavo
en la Península balcánica estuvo en manos del emperador de Occidente.
Barbarroja hallóse casi decidido a aceptar el concurso de los jefes servios y
búlgaros contra Bizancio, lo que 112 habría causado la ruina infalible del
Imperio griego”.
Poco después del paso de
los cruzados al Asia Menor, el ejército bizantino fue duramente batido por los
búlgaros. El emperador eludió con trabajo la cautividad. “Las numerosas
pérdidas de hombres —dice una fuente— llenaron las ciudades de lloros y las
aldeas de cantos de amargura”.
En 1195 sobrevino en
Bizancio el levantamiento que privó a Isaac del trono y de la vista y puso en
su lugar a su hermano Alejo. Éste, pensando ante todo en mantenerse en el
Poder, entabló negociaciones de paz con los búlgaros, quienes hicieron
propuestas inaceptables. Poco después (1196) Asen, y después Pedro, murieron
asesinados merced a las intrigas griegas. Juan, hermano menor de ambos, pasó a
ser emperador de Bulgaria. Había vivido en Constantinopla como rehén y conocía
perfectamente las costumbres griegas. Él fue el célebre emperador Kalojuán,
“terror de los griegos desde 1196, y más tarde de los latinos”.
Bizancio no pudo vencer al
nuevo monarca búlgaro. Éste entró en relaciones con el Papa Inocencio III,
quien le otorgó el título de rey. Los búlgaros reconocieron al Papa como jefe
espiritual. El arzobispo de Tirnovo fue promovido a la dignidad de Primado.
Así apareció, en tiempo de
los Ángeles, un nuevo y poderoso rival: el soberano búlgaro. El segundo reino
búlgaro, en continuo crecimiento durante la época de los Angeles, amenazó
también al ulterior Imperio latino.
La tercera Cruzada.
Enrique VI y sus proyectos en Oriente.
Después de la infructuosa
segunda Cruzada, la situación de los Estados cristianos de Oriente continuó
suscitando serios temores. Las luchas intestinas entre los príncipes, las
intrigas cortesanas, las disputas de las órdenes religioso-militares y los
intereses privados, constituían causas de debilidad para los cristianos y
favorecían la nueva ofensiva de los musulmanes. Antioquía y Jerusalén —los
centros más importantes de las posesiones cristianas— carecían de fuerzas
suficientes para defenderse sin ayuda ajena. Nur-ed-Din-Mahmud, enérgico
soberano de Siria, se adueñó de Damasco y en la segunda mitad del siglo XII
amenazó Antioquía. Pero el verdadero peligro provino de Egipto, donde el kurdo
Saladino, jefe de talento y político sutil y de amplias miras, había derribado
al último Fatimita, fundando la dinastía Eyubida. A la muerte de Nuredin,
Saladino conquistó Siria y gran parte de Mesopotamia, amenazando así el reino
de Jerusalén por el este, el sur y el norte.
En aquella época Jerusalén
era presa de turbulencias que Saladino no desconocía. Informado de que una
caravana musulmana, con la que viajaba su hermana, había sido atacada por los cristianos,
Saladino pasó la frontera del reino de Jerusalén y en 1187, junto al lago de
Tiberíades, en Hittin (Hattin), batió a las tropas cristianas. El rey de
Jerusalén y otros príncipes reinantes cayeron prisioneros. Saladino ocupó
varias plazas del litoral, como Beirut, Sídón, Jaffa y otras, impidiendo de
este modo la llegada de refuerzos a los cristianos. Después marchó sobre
Jerusalén, que sin gran dificultad tomó en otoño del mismo año (1187). De
manera que todos los sacrificios de Europa y todo su entusiasmo religioso no
habían servido de nada. Jerusalén había pasado de nuevo a manos de los infieles
y se imponía una Cruzada más.
El Papa la propugnó con
actividad en Occidente, logrando ganar a sus opiniones a tres soberanos: Felipe
Augusto, de Francia, Ricardo Corazón de León, de Inglaterra, y Federico
Barbarroja. La expedición, iniciada con mucha brillantez, adoleció de falta de
idea directriz. Los miembros de la Cruzada procuraron ante todo asegurarse
buenas relaciones con los monarcas de los países que debían atravesar. Felipe
Augusto y Ricardo pasaron por Sicilia, con cuyo rey debieron establecer
relaciones amistosas. Barbarroja, que fue por la Península balcánica, entabló
relación con el rey de Hungría, el gran zupán de Servia, el emperador Isaac
Ángel, e incluso con el sultán de Iconion, enemigo de Saladino. Las
combinaciones y cálculos políticos obligaban al monarca cristiano a no
despreciar la alianza de un musulmán. Los cristianos tenían delante, no fuerzas
musulmanas desunidas, como otras veces, sino un soberano valeroso y enérgico
cual Saladino, ya cubierto de gloria por sus triunfos, en especial desde la
toma de Jerusalén. Saladino reunía las fuerzas de Egipto, Palestina y Siria.
Enterado de la proyectada Cruzada, Saladino excitó a los musulmanes a luchar
contra los cristianos, “perros aulladores” e “insensatos”, según los llamaba en
las cartas que dirigía a su hermano. Organizóse una especie de Cruzada
anticristiana. Según una leyenda medieval, Saladino, antes había recorrido
Europa personalmente para informarse de la situación de los países cristianos.
Como dice un historiador, “jamás la Cruzada había revestido hasta entonces tan
netamente el carácter de un singular combate entre cristianismo e islamismo”.
Barbarroja, tras cruzar
Hungría sin tropiezo, se internó en los Balcanes, donde mantuvo con servios y
búlgaros las conversaciones que ya dijimos.
Para poder continuar su
camino, necesitaba Barbarroja establecer buenas relaciones con Isaac Ángel.
Desde la matanza de
latinos en 1182, las relaciones de Bizancio con Occidente habían sido muy
tensas. El acercamiento de Federico Barbarroja a los normandos, enemigos
permanentes del Imperio bizantino, y cuyo acercamiento se expresó con el
matrimonio del hijo de Federico con la heredera del rey de las Dos Sicilias,
aumentó la desconfianza de Isaac hacia el emperador de Alemania. A pesar del
tratado concluso en Nuremberg entre el embajador bizantino y Federico antes de
que éste partiese para la Cruzada, Isaac Ángel inició negociaciones con
Saladino, contra el que se dirigía la expedición. Aparecieron embajadores
turcos en la corte de Isaac y se acordó una alianza contra el sultán de Iconion
entre Isaac y Saladino. El emperador debía estorbar en lo posible la marcha de
Federico, y Saladino prometía devolver a los griegos los Santos Lugares. La
actitud de Isaac ante Federico hízose muy equívoca. Las negociaciones de
Federico con los búlgaros y los servios debían neCésariamente inquietar al emperador.
Los cruzados de Federico
ocuparon Filipópolis. Isaac, en la carta que escribió al emperador alemán,
llamándole “rey de Alemania” y dándose a sí mismo el título de “emperador de
los romanos”, acusaba a Barbarroja de querer conquistar el Imperio griego, no obstante
lo cual le ofrecía ayuda para cruzar el Helesponto camino del Asia Menor,
siempre que Federico le dejase en rehenes algunos nobles alemanes y se
comprometiera a entregar a Bízancio la mitad de las regiones que conquistara en
Asia. Los embajadores alemanes que había en Constantinopla fueron reducidos a
prisión y tan lejos llegaron las cosas, que Federico decidió conquistar
Constantinopla. Incluso escribió a su hijo Enrique pidiéndole que juntase una
flota en Italia y obtuviera del Papa que éste predicase Cruzada contra los
griegos. Entre tanto, las tropas de Barbarroja, tras adueñarse de Adrianópolis,
ocuparon Tracia, llegando casi a los muros de Constantinopla. Una fuente afirma
que “toda la ciudad de Constantinopla temblaba de espanto al pensamiento de que
su destrucción y el exterminio de sus moradores estaban cercanos”.
En tan difícil momento,
Isaac cedió, llegando en Adrianópolis a un acuerdo con Federico. Las
estipulaciones principales eran las siguientes: Isaac proporcionaría naves para
el transporte de las fuerzas de Federico al Asia Menor, por el Helesponto; le
daría rehenes y prometía dominar a los cruzados. En otoño de 1190, los alemanes
pasaron el Helesponto.
Sabido es que la
expedición de Federico concluyó en un fracaso completo, Tras una marcha
agotadora por el Asia Menor, los cruzados alemanes alcanzaron con trabajo las
fronteras de Cilicia, donde el emperador se ahogó en un río (1190). Con
Federico desaparecía uno de los enemigos más peligrosos de Saladino.
La expedición de Felipe
Augusto y Ricardo Corazón de León —que habían embarcado en Sicilia para arribar
a Palestina por mar— no afectaba tanto los intereses de Bizancio. Sin embargo,
al nombre de Ricardo se vincula para el Imperio de Oriente la pérdida
definitiva de Chipre, punto estratégico importante en el Mediterráneo oriental.
Durante la tiranía de
Andrónico I, Isaac Comneno se había proclamado independiente en Chipre y
entrado en tratos con el rey de las Dos Sicilias. La tentativa, de Isaac Ángel
para recuperar la isla no tuvo éxito. En el curso de su viaje, Ricardo de
Inglaterra exasperóse ante la actitud del soberano de Chipre con las naves que
conducían a la hermana y la prometida del rey inglés, naves que habían
naufragado junto a las costas chipriotas. Ricardo desembarcó en Chipre y, tras
batir y deponer a Isaac Comneno, dio la isla a Guy de Lusignan, ex rey de
Jerusalén, quien así pasó a ser, en 1192, monarca de Chipre, donde fundó la
dinastía de su nombre. Lusignan renunció a sus derechos, harto ilusorios, sobre
el reino de Jerusalén, que no estaba entonces en manos cristianas. El nuevo
Estado cristiano de Chipre debía más tarde, según parecía, desempeñar un
importante papel como base estratégica para futuras operaciones cristianas en
Oriente.
La expedición no logró
fines prácticos. Los dos reyes volvieron a Europa sin haber obtenido resultados
tangibles. Jerusalén seguía en manos musulmanas. Los cristianos sólo
conservaron una estrecha faja del litoral, desde Jaira hasta Tiro. Saladino
quedaba victorioso.
Grande había sido el
peligro que amenazara a Bizancio bajo Federico Barbarroja, pero todavía creció
con su hijo y sucesor Enrique VI. Éste, imbuido de la idea, tan grata a los
Hohenstaufen, del poder ilimitado y divino de los emperadores de Occidente, no
podía mirar con buenos ojos a otro emperador que aspiraba a igual plenitud de
poder, cual era el caso del monarca bizantino. Además, Enrique, heredero del
reino de las Dos Sicilias como esposo de la princesa Constancia, heredaba a la
par el odio de los normandos a Bizancio y sus planes de conquista. El destino
de Enrique parecía consistir en ejecutar el proyecto que su padre no tuviera
tiempo de llevar a cabo: la anexión de Bizancio al Imperio de Occidente.
Enrique envió a Constantinopla una especie de ultimátum, exigiendo la entrega
de los territorios balcánicos comprendidos entre Dyrrachium y Tesalónica, antes
conquistados por los normandos y devueltos a los bizantinos. En la misma carta
se hablaba de una indemnización pecuniaria de los daños sufridos por Barbarroja
durante la Cruzada y se pedía un auxilio naval que Enrique emplearía en una
expedición a Palestina.121 Isaac no tuvo tiempo sino de expedir una
embajada a Enrique, ya que en 1195 se vio depuesto y cegado por su hermano
Alejo.
Tras esto la actitud de
Enrique VI se tornó más amenazadora. Casó a su hermano, Felipe de Suabia, con
Irene, hija del emperador depuesto, con lo que daba a éste esperanzas de
recobrar el trono bizantino. Con Enrique VI, el nuevo emperador de Bizancio y
debía temer, no sólo a un emperador occidental, sucesor de los soberanos
normandos y los cruzados, sino también, y ante todo, “al vengador del emperador
caído y su familia”. La Cruzada que preparaba Enrique tenía por objetivo tanto
Constantinopla como Palestina. Sus proyectos tendían a ocupar todo el Oriente
cristiano, Bizancio incluso. Las circunstancias favorecían en apariencia sus
ambiciones. Por entonces llegó a Enrique una embajada del soberano de Chipre,
quien pedía el reconocimiento de su título real y deseaba ser “siempre hombre
(es decir, vasallo) del Imperio romano” (homo imperii esse romani). El soberano
de la Armenia Menor se dirigió a Enrique con la misma petición de título real.
De poder Enrique instalarse en Siria, le cabría, con ayuda de los Estados
vasallos de Chipre y la Armenia Menor, amenazar por todas partes al Imperio
bizantino.
En momento tan crítico
para los bizantinos, el Papa tomó partido por ellos, comprendiendo bien que si
se realizaban los sueños de monarquía universal (con inclusión de Bizancio)
albergados por los Hohenstaufen, el Papado veríase reducido a eterna
impotencia. En consecuencia el Papa hizo toda clase de esfuerzos para retener a
Enrique y trabar sus planes de conquista del Imperio oriental, cuya cismaticidad
no parecía molestar tanto entonces al sucesor de San Pedro. El historiador
Norden dice: “Qué podía significar para la Curia una conquista espiritual si
debía comprarse al precio de la liquidación política del Papado? Para la Santa
Sede, a fines del siglo XII, lo esencial era que Bizancio conservase su
independencia, ya fuese Estado católico o cismático, ya ocupase su trono un
emperador legítimo o un usurpador.
De todos modos, Enrique
envió a Alejo III una carta amenazadora, semejante a la enviada antes a Isaac.
Alejo no pudo comprar la paz sino a costa de pagar a Enrique una gruesa
cantidad de dinero. Para ello estableció en todo su Imperio un impuesto
especial, que fue llamado “Alamánico” y utilizó los ornamentos valiosos de las
tumbas imperiales de Constantinopla.1 Sólo a tan humillante precio
pudo obtener la paz. A fines de 1197 Enrique acudió a Mesina a fin de
presenciar personalmente la partida de la Cruzada.
Reunióse una flota, enorme
para la época. Es probable que su destino fuera Constantinopla y no los Santos
Lugares; pero en aquél momento Enrique, joven aun y pleno de energía, cayó enfermo
y murió en el otoño de 1198. Con él se desplomaron sus vastos planes. Por
segunda vez en corto tiempo, Oriente escapaba de manos de los Hohenstaufen.
Bizancio recibió con júbilo la noticia de la muerte del emperador y del fin del
“impuesto alamánico”. Y también el Papa se sintió aliviado.
La actividad de Enrique
VI, que demuestra el triunfo de los ideales políticos en las Cruzadas, tuvo la
mayor importancia en el futuro de Bizancio: “Enrique VI planteó con claridad la
cuestión del Imperio bizantino, cuya solución aparecería pronto como condición
125 previa del éxito de las Cruzadas”.
Ciertos historiadores rehúsan
hoy admitir que Enrique VI soñase en una monarquía universal, haciendo notar
que esa teoría sólo se funda en la autoridad de un historiador bizantino de la
época, Nicetas Coniates, sin que las fuentes occidentales den sobre ese punto
ningún testimonio. Pretenden, por tanto esos eruditos, que la tesis de Nicetas,
acentuada por Norden y seguida por Bréhier, carece de fundamento. Según ellos,
la Cruzada de Enrique VI era totalmente extraña a la política bizantina y el
proyecto de Enrique VI de crear una monarquía bizantina debe situarse en el
campo de la fábula.126 Pero no podemos rechazar el testimonio del
contemporáneo Nicetas Coniates, quien expone con toda precisión los planes
ofensivos de Enrique contra Bizancio. Además, tal política era continuación y
consecuencia de la de Federico Barbarroja, padre de Enrique, y bien sabemos que
Barbarroja, durante la tercera Cruzada, estuvo a punto de apoderarse de
Constantinopla. A nuestro juicio, la política de Enrique VI no fue sólo la
propia de un cruzado, sino también la de un hombre imbuido de la ilusoria idea
de crear una monarquía universal, cuya parte más importante desempeñaría
Bizancio.
La cuarta Cruzada es un
fenómeno histórico de extrema complejidad, y donde se hallan intereses y
sentimientos de variedad máxima. Tales son: un noble impulso religioso, la
esperanza de recompensas en la vida futura, el deseo de cumplir proezas morales
y la fidelidad a los compromisos contraídos con la Cruzada, todo ello
mezclándose a un deseo de aventuras y lucro, a la pasión de los viajes y a la
costumbre feudal del combate perpetuo. Pero en la cuarta Cruzada se advierte un
rasgo original que, en rigor, ya se había manifestado en las expediciones
precedentes: los intereses materiales y los sentimientos profanos tuvieron
mucha preponderancia sobre los impulsos religiosos y morales, lo que demostró
de manera rotunda la toma de Constantinopla por los cruzados y la fundación del
Imperio latino.
A fines del siglo XII, y
sobre todo en la época de Enrique VI, la influencia germánica era preponderante
en Italia, y los planes orientales de Europa se habían revelado peligrosísimos
para el Imperio de Bizancio. Tras la muerte inesperada de dicho soberano, las
circunstancias cambiaron. Inocencio III, elegido Papa en 1198, se propuso
restaurar en su plenitud la autoridad pontificia, minorada por la política de
los emperadores de Alemania, y tomar la dirección del movimiento cristiano
contra el Islam. Italia se puso al lado del Papa en su lucha contra la
dominación germánica. Inocencio III, viendo en los Hohenstaufen el principal
enemigo de la Santa Sede y de Italia, sostuvo en Alemania a Otón de Brunswick,
elegido por parte de los alemanes contra el Hohenstaufen Felipe de Suabia,
hermano de Enrique VI. Parecía que los emperadores bizantinos podían encontrar
en aquella ocasión momento excelente de aplicar los planes de los Comnenos:
crear, en vez del Imperio alemán pretendidamente universal, un Imperio
universal bizantino. Al menos, en ese sentido escribía el emperador Alejo III
al Papa Inocencio III el año de la elección de este último: “Nosotros somos los
dos poderes universales: la Iglesia romana, que es única, y el Imperio, único
también, de los sucesores de Justiniano. Debemos, pues, unirnos y esforzarnos
en oponernos al nuevo crecimiento del poderío de nuestro rival, el emperador de
Occidente”. En realidad, la difícil situación externa e interior de Bizancio no
permitía presumir la realización de tan vastos proyectos.
Pero Inocencio III quería
en Oriente un emperador no cismático. Así, abrió negociaciones con miras a la
unión de las Iglesias. Los tratos arrastrábanse con lentitud y el Papa,
irritado, amenazó a Alejo, en una carta, con apoyar los derechos imperiales de
la familia de Isaac, cuya hija, según vimos, había casado con el emperador
alemán Felipe de Suabia. Pero Alejo III no consintió en la unión. En una de sus
cartas llego a establecer el principio de que el poder imperial era superior al
espiritual. Tras esto, las relaciones de Roma y Bizancio tornáronse un tanto
tirantes.
Mientras negociaba con
Constantinopla y estimulaba combinaciones políticas en Alemania, Inocencio III
desplegaba también intensa actitud en la preparación de una Cruzada general en
que los cristianos orientales y occidentales se reuniesen para el fin común de
liberar los Lugares Santos. Se enviaron misivas pontificales a todos los
soberanos cristianos. Legados pontificios recorrieron Europa, prometiendo a los
cruzados la remisión de sus culpas y muchas ventajas profanas. Elocuentes
predicadores entusiasmaban a las masas populares. En una de sus cartas,
Inocencio, tras declarar la triste situación de Tierra Santa, expresa su
indignación contra los soberanos y príncipes de su época, que se entregaban a
sus placeres y a mezquinas querellas, añadiendo lo que los musulmanes,
“paganos”, —dice el Papa— piensan y hablan de los cristianos: “Nuestros
enemigos nos ofenden y dicen: “¿Qué es de vuestro Dios, que no puede librarse a
sí mismo ni librar a vosotros de nuestras manos? Hemos profanado vuestros
santuarios; hemos puesto las manos sobre los objetos de vuestra adoración;
hemos atacado con furor los Santos Lugares; poseemos a pesar vuestro la cuna de
la superstición de vuestros padres; hemos roto las lanzas de los francos,
detenido los esfuerzos de los ingleses, la fuerza de los alemanes, el heroísmo
de los españoles... ¿Cuál ha sido el resultado de todo el valor que habéis
desplegado contra nosotros? ¿Dónde está vuestro Dios? ¡Que se alce y os ayude!
¡Que muestre cómo sabe vengarse y defenderos!.. Ya no nos queda, después de la
matanza de los defensores que habéis dejado en el país, sino atacar vuestro
territorio, para aniquilar vuestro nombre y todo recuerdo de vosotros”. ¿Qué
podemos replicar a semejantes ataques? ¿Cómo responder a tales afrentas? Porque
lo que ellos dicen es, en parte, la misma verdad... Mientras los paganos se
esparzan impunemente por todo el país, los cristianos no osarán salir de sus
ciudades. Y no pueden permanecer en ellas sin temblar. Fuera les espera la
espada; dentro están helados de terror”.
Entre los soberanos
occidentales de alguna importancia, ninguno respondió a la llamada de Inocencio
III. Felipe Augusto de Francia estaba entonces excomulgado a causa del repudio
de su mujer; el rey inglés, Juan Sin Tierra, que acababa de subir al trono, se
veía harto ocupado por su lucha contra los barones, y el conflicto surgido en
Alemania entre Otón de Brunswick y Felipe de Suabia no permitía a ninguno de
ambos salir del país. Sólo el rey de Hungría tomó la cruz. En cambio, la flor
de la caballería occidental, sobre todo la del norte de Francia, se alistó en
la expedición. Teobaldo, conde de Champaña, Balduíno de Flandes, Luis de Blois
y muchos otros tomaron la cruz. Había “en el ejército cruzado muchos franceses,
flamencos, sicilianos, ingleses y alemanes. Pero el personaje principal de la
expedición fue el dux de Venecia, Enrique Dándolo, veneciano típico por su alma
y por su carácter. Aunque al llegar al Poder tuviese ochenta años o acaso más,
parecía un joven por su actividad desbordante, su inflamado patriotismo y su
clara comprensión de los fines esenciales, sobre todo económicos, que
interesaban a Venecia. Cuando se trataba de la grandeza y ventaja de la
República de San Marcos, Dándolo no reparaba en medios. Ducho en el arte de
manejar a los hombres, dotado de mucha prudencia y gran dominio de sí mismo,
era notable estadista, sutil diplomático y hábil mercader a la par. Al empezar
la cuarta Cruzada, las relaciones veneciano-bizantinas no eran especialmente
cordiales. La leyenda dice que Dándolo, treinta años atrás, estando en
Constantinopla como embajador, había sido cegado a traición por los griegos con
ayuda de un espejo cóncavo que reflejaba intensamente los rayos del Sol, lo que
fue causa del odio profundo de Dándolo a Bizancio. De hecho, la rivalidad y
desconfianza mutua de Bizancio y Venecia tenía causas más hondas”. Dándolo,
consciente de la importancia que los países orientales, cristianos o
musulmanes, con sus innumerables riquezas, tenían para la prosperidad económica
de la República, fijó su atención en el más inmediato rival de Venecia:
Bizancio. Exigió, pues, que todos los privilegios mercantiles obtenido” por
Venecia del Imperio y rebajados algo por los últimos Comnenos, a contar de
Manuel, fuesen restablecidos en toda su integridad. Dándolo pensaba sobre todo
en los hechos que ya conocemos: prisión de los mercaderes venecianos, embargo
de sus navíos, confiscación de sus bienes en tiempos de Manuel y matanza de
latinos en 1182. Por ende, el dux no podía aceptar la idea de que, tras largos
años de monopolio comercial veneciano en el Imperio, otras ciudades italianas
—Pisa y Génova— hubiesen obtenido privilegios también, lesionando la
prosperidad comercial veneciana. Poco a poco, el previsor y astuto Dándolo
concibió el proyecto de conquistar Bizancio, a fin de asegurar en definitiva a
Venecia el mercado oriental. Como Inocencio III, Dándolo amenazó a Alejo III
con sostener los derechos al trono del hermano del emperador, es decir, de
Isaac Ángel.
De manera que en los
preliminares de la cuarta Cruzada había dos personajes en primer plano: el Papa
Inocencio III, representante del elemento religioso de la expedición y que
deseaba vivamente arrancar los Santos Lugares de manos musulmanas así como la
unión con la Iglesia oriental; y el dux Enrique Dándolo, representante del
principio profano y que ponía ante todo los Intereses materiales y mercantiles.
Otras dos personas tuvieron gran influjo en el curso de la expedición: el príncipe
bizantino Alejo, hijo de Isaac Ángel, y que había huido de Constantinopla a
Occidente, y Felipe de Suabia, emperador de Alemania, casado con la hija de
Isaac Ángel y hermana del príncipe Alejo. Luego hablaremos del papel
desempeñado por estas dos personalidades.
Eligióse jefe del ejército
cruzado a Teobaldo de Champaña, quien gozaba de general estima, tenía gran
popularidad y era en cierto modo el alma de la empresa. Pero, con gran
desconsuelo de todos, Teobaldo murió súbitamente antes de iniciarse la Cruzada.
Entonces eligióse un nuevo jefe: Bonifacio de Monferrato. Así pasó la dirección
de la Cruzada de manos de los franceses a las del príncipe italiano.
Palestina, como sabemos,
pertenecía entonces a la dinastía egipcia de los Eyunidas. A fines del siglo
XII, muerto el gran Saladino, se habían producido entre los mahometanos luchas
y choques. Tal situación parecía deber facilitar la tarea de los cruzados. Al
comenzar la cuarta Cruzada, las bases principales de los latinos en Oriente
eran los dos grandes centros industriales de Antioquía y Trípoli y la fortaleza
costera de San Juan de Acre.
Los cruzados debían
reunirse en Venecia, cuya República, a cambio de una suma de dinero, les había
ofrecido transportarlos en sus naves. El fin inmediato de la expedición era
Egipto, del cual dependía entonces Palestina. Queríase conquistar primero
Egipto para obtener luego con más facilidad la restitución de Palestina. Pero
Venecia no accedió a transportar a los cruzados hasta que éstos no pagasen por
entero el coste de la travesía. Los cruzados no poseían dinero bastante y
entonces Dándolo les propuso librarlos del pago convenido si le ayudaban a
conquistar la ciudad de Zara (Zadr) en el litoral dálmata del Adriático. Zara
se había separado de Venecia poco antes, entregándose al rey de Hungría. Aunque
éste, como dijimos, había tomado la cruz, y aunque Zara participaba también en
la expedición, los cruzados, sin vacilar, embarcaron rumbo a Zara. De este
modo, la empresa contra los infieles empezaba por el asedio de una ciudad donde
habitaban cruzados. A pesar de la ira del Papa y de las amenazas de excomunión
que dirigió a los expedicionarios, éstos entraron en Zara por asalto,
saqueándola y entregándola a Venecia. Un crucifijo que los habitantes de la
población expusieron en las murallas no contuvo los atacantes. Un historiador
comenta: “¡Buen principio de una Cruzada!”. La toma de Zara, que asestó un
golpe sensible al prestigio de los cruzados, dio a Dándolo su primera victoria.
Sabedor de la toma de Zara
y de las quejas del rey de Hungría contra los cruzados, el Papa los excomulgó.
“En vez de ganar la Tierra Prometida —les escribía— estáis sedientos de la
sangre de vuestros hermanos. Satán, el seductor universal, os ha engañado...
Los habitantes de Zara habían expuesto crucifijos en sus muros. Sin ver al
Crucificado, asaltasteis la ciudad y la obligasteis a rendirse... Temed el
anatema, deteneos en esa obra de ruina y devolved al rey de Hungría lo que le
habéis tomado. Sabed que, cuando no, 133 incurrís en excomunión y perdéis todas
las ventajas prometidas a los cruzados”.
Las amenazas y excomunión
papales no produjeron efecto alguno a los venecianos. Pero los cruzados —los
“francos”— apelaron a todos los medios para anular la excomunión. El Papa,
compadeciéndoles, perdonólos al fin, si bien persistió excomulgando a los
venecianos. Mas, como no prohibió expresamente a los cruzados que tuviesen
relaciones con los venecianos, continuó la acción común de unos y otros.
Durante el asedio y torna
de Zara entró en acción un nuevo personaje en la historia de la cuarta Cruzada:
el príncipe bizantino Alejo Ángel, quien, tras huir de la prisión, había
marchado a Occidente en busca de socorros que restauraran en el trono a su
desgraciado padre. Tras una infructuosa entrevista con el Papa, el príncipe
pasó a Alemania, en busca de Felipe de Suabia, esposo de Irene, hermana de
Alejo. En palabras de Nicetas Coniata, Irene pidió a su marido que ayudase a su
hermano, quien “sin albergue ni patria, como las estrellas fugaces, nada tenía
con él, sino su propio cuerpo”. Felipe, ocupado entonces en la lucha contra
Otón de Brunswick, no pudo proporcionar al príncipe un socorro material
apreciable. No obstante envió a Zara una embajada pidiendo a Venecia y a los
cruzados que ayudasen a Isaac y a su hijo Alejo a reocupar el trono bizantino.
A cambio de tal socorro, el príncipe, en lo religioso, prometía someter
Bizancio a Roma y, ello aparte, pagar a los cruzados una fuerte suma de dinero
y participar personalmente en la Cruzada una vez restaurado su padre en el
trono.
Esto introducía
posibilidades de cambio en la dirección y carácter de la empresa. El dux
Dándolo comprendió enseguida las ventajas que la propuesta de Felipe podía
tener para el comercio veneciano. El dux, que debía desempeñar parte esencial
en la expedición contra Constantinopla y en la restauración del emperador
depuesto, veía abrirse ante él nuevas perspectivas. Pero los cruzados, al
principio, no consintieron en aquél desvío de propósitos y exigieron que la
expedición no se apartara de su plan primitivo. De todos modos llegóse al fin a
un acuerdo.
La mayoría de los cruzados
resolvió participar en la campaña contra Constantinopla y luego dirigirse a
Egipto. En consecuencia, Bizancio y los cruzados firmaron en Zara un pacto
concerniente a la conquista de Constantinopla. El príncipe Alejo en persona se
presentó en el campamento de Zara. En mayo de 1203, la flota que transportaba a
Dándolo, Bonifacio de Moiiferrato y el príncipe Alejo, partió de Zara y arribó,
un mes después, a las aguas de Constantinopla.
Una crónica rusa de
Novgorod, donde se conserva un detallado relato (aún no estudiado
suficientemente) de la cuarta Cruzada, de la toma de Constantinopla por los
cruzados y de la fundación del Imperio latino, observa: “Los francos y todos
sus jefes amaban el oro y la plata que les había prometido el príncipe Alejo y
olvidaron las prescripciones del emperador y del Papa”.
De manera que la opinión
rusa acusaba a los cruzados de haberse apartado de su camino primitivo. El
sabio contemporáneo P. Bitsilli, que ha estudiado ese relato de la crónica de
Novgorod, le atribuye un gran valor y nota que da una teoría particular que
explica la expedición de los cruzados contra Bizancio”. Según tal teoría, la
“expedición fue resuelta en común por el Papa y Felipe de Suabia, lo que
ninguna fuente occidental menciona”.
El problema de la
desviación de la cuarta Cruzada ha hecho correr mucha tinta. La atención de los
eruditos se ha dirigido a las causas de ese cambio de itinerario. Unos explican
el extraordinario desarrollo de la empresa por circunstancias fortuitas, siendo
así representantes de la llamada “Teoría ocasional”, mientras otros eruditos
consideran lo ocurrido una consecuencia de la deliberada voluntad de Venecia y
Alemania y apoyan, por tanto, la “teoría de la premeditación”.
Antes de 1860 no había
existido discusión sobre tal punto. Todos los historiadores se atenían más o
menos a la principal fuente occidental relativa a la cuarta Cruzada: la obra
del cronista francés Godofredo de Vilchardouin, que participó en la expedición.
En este relato los hechos se desarrollan de manera sencilla y casi accidental.
De él se desprende que los cruzados, careciendo de naves, las alquilaron a los
venecianos, lo cual les obligó a congregarse en Venecia. Una vez alquilados los
barcos no pudieron pagar su precio y tuvieron que ayudar a los venecianos a la
conquista de Zara. Tras esto apareció el príncipe Alejo, quien convenció a los
cruzados, arrastrándoles a la conquista de Constantinopla. Así, no habría
traición veneciana ni intriga política.
Pero en 1861, el historiador
francés Mas Latrie, autor de una célebre historia de Chipre, acusó por primera
vez a Venecia, que tenía importantes intereses mercantiles en Egipto, de haber
concluido un tratado secreto con el sultán de ese país, y de haber decidido a
los cruzados a abandonar su plan primitivo, dirigiéndose contra Bizancio. Luego
el bizantinólogo alemán C. Hopf pareció demostrar en definitiva que Venecia
había traicionado la causa cristiana. Hopf sostenía que el tratado de Venecia
con el sultán fue ultimado el 19 de mayo de 1202. Hopf tuvo a bien
no citar el texto ni indicar dónde se encontraba; pero la autoridad de este
historiador era tan grande que nadie opuso dudas. Sin embargo, poco después se
advirtió que Hopf no poseía documentos al propósito y había establecido la
fecha con arbitrariedad. El francés Hanotaux, estudiando de nuevo el asunto,
refutó la acusación de deslealtad dirigida a los venecianos, y con esto la
teoría “premeditatoria”. En opinión del mismo historiador, los venecianos
tuvieron fáciles motivos para desviar la Cruzada: el deseo de someter Zara a su
dominio, el de restaurar a su candidato en el trono bizantino, el de vengarse
de Bizancio y de la benevolencia de Alejo III con los písanos, y acaso la
esperanza de obtener ventajas, en caso de desintegración del Imperio. En todo
caso, la teoría de Hopf puede hoy considerarse rechazada y parece que, si los
venecianos traicionaron los fines de la expedición, no fue por tratado con el
sultán, sino con miras a sus intereses comerciales en el Imperio bizantino.
Los representantes de la
teoría premeditatoria no se han contentado con esforzarse en probar la traición
de Venecia. En 1875 apareció un nuevo motivo, aportado en especial por el
francés conde Riant, quien quiso demostrar que el principal responsable de la
Cruzada no era Dándolo, sino Felipe de Suabia, emperador alemán no reconocido
por Inocencio III. Según Riant, urdióse en territorio de Alemania una hábil
intriga, tendente a encaminar a los cruzados hacia Constantinopla. El ejecutor
de los planes de Felipe en Oriente fue Bonifacio de Monferrato. En el cambio de
objetivo de la expedición, Riant ve un episodio de la lucha secular del Papado
y el Imperio. Con su papel dirigente en la expedición, Felipe humillaba al Papa
y a su ideal de Cruzada. Además, al hallar un aliado en el reinstaurado
emperador bizantino, Felipe podía esperar una victoria en su lucha con el Papa
y contra su rival Otón de Brunswick.
Mas la teoría de Riant ha
sido refutada por el ruso V. G. Vasilievski, quien prueba que la huida del
príncipe Alejo a Occidente no se produjo en 1201, como creían todos los
historiadores, sino en 1202. No habría, pues, quedado tiempo a Felipe para “una
compleja intriga política premeditada a distancia” y “la intriga alemana quizá
sea un fantasma como la veneciana”.142 A estos trabajos científicos
ha de añadirse el concienzudo estudio escrito por J. Tessier sobre la
expedición y donde el sabio francés, fundándose en el examen crítico de las
fuentes contemporáneas, rechaza la teoría del papel exclusivo del emperador de
Alemania y torna a la opinión que da valor al relato de Villehardouin, o sea a
la teoría ocasionalista imperante antes de 1860. J. Tessier declara que la
cuarta Cruzada fue una Cruzada francesa y la conquista de Constantinopla una
empresa francesa y no veneciana ni alemana. ¿Qué queda, pues, de la teoría de
la “premeditación”, sostenida por Riant? Sólo el hecho de que Felipe de Suabia
participó en el cambio de itinerario y que, como Enrique VI, abrigó
pretensiones sobre el trono oriental. Pero las fuentes no permiten hablar de un
sutil plan director que hiciera cambiar la suerte de la cuarta Cruzada.
En 1898-1903 el
historiador alemán W. Norden refutó en definitiva la teoría “premeditatoria”,
uniéndose en principio a la “ocasionalista”. Norden ha sabido profundizar esta
última y estudiado la cuarta Cruzada dentro del cuadro de las relaciones de
Occidente con Oriente, procurando descubrir la íntima relación existente entre
la cuarta Cruzada y la historia del siglo y medio que la precedió.
En resumen, es obvio que
intervinieron diversos factores en la compleja historia de la cuarta Cruzada:
el Papado, Venecia y el Imperio, en Occidente: la situación externa e interior
de Bizancio, en Oriente. Estos diversos elementos se entremezclaron e
influyeron mutuamente, creando un fenómeno complicado y no esclarecido aun en
nuestros días. El historiador francés Luchaire dice que la verdad a ese
respecto “no se sabrá jamás, y la ciencia tiene mejores cosas que hacer en vez
de discutir un problema insoluble”.
Pero el conjunto estuvo
dominado por la fuerte personalidad de Dándolo y su inquebrantable voluntad de
acrecer la actividad mercantil de Venecia, a la que la posesión de los mercados
de Oriente ofrecía incalculables riquezas y un brillante porvenir. Dándolo,
además, se inquietaba viendo aumentar la riqueza de Génova, que empezaba a
poner pie en el Cercano Oriente y en particular en Constantinopla. La rivalidad
mercantil entre Venecia y Génova es factor que no debe omitirse al estudiar la
cuarta Cruzada. Y el no haber sido pagada la deuda bizantina a Venecia (deuda cuyo
origen estaba en la confiscación de los bienes venecianos por Manuel Comneno),
fue cosa no extraña sin duda al desviamiento de la expedición.
A fines de junio de 1203,
la flota de los cruzados apareció ante Constantinopla, que a los ojos de los
occidentales recordaba entonces “la famosa Sibaris, conocida por la molicie 148
de sus habitantes”.
El francés Villehardouin
describe así la honda impresión causada por la capital sobre los cruzados:
“Podéis imaginar la atención con que miraron Constantinopla aquellos que no la
habían visto nunca, porque no hubieran pensado jamás que pudiese haber en el
mundo ciudad tan rica cuando vieron aquellos altos muros y aquellas ricas
torres que la rodeaban, y aquellos ricos palacios y aquellas altas iglesias, de
lo cual había tanto que nadie hubiera podido creerlo de no verlo con sus
propios ojos, y la longitud y anchura de la ciudad que era soberana de todas...
Y sabed que no había hombre tan valeroso que no le temblase el cuerpo, y ello
no es maravilla, porque nunca habíase emprendido obra tan grande desde que el
mundo existe”.
La bien fortificada
capital parecía en condiciones de defenderse de los cruzados, que no eran muy
numerosos. Pero ellos, tras desembarcar en la orilla europea y apoderarse del
arrabal de Gálata, en la ribera izquierda del Cuerno de Oro, forzaron la cadena
de hierro que defendía la entrada de éste, penetraron en el puerto y quemaron
varías naves bizantinas. A la vez los caballeros asaltaban el recinto de la
ciudad. Aunque hallaron una resistencia enconada, sobre todo en los mercenarios
varengos, los cruzados tomaron la ciudad en julio. Alejo III, hombre sin
voluntad ni energía, huyó llevándose los tesoros públicos y las joyas de la
Corona. Isaac II fue libertado y restablecido en el trono y su hijo Alejo, fue
proclamado coemperador con el nombre de Alejo IV. Aquél fue el primer asedio y
toma de Constantinopla por los cruzados, y tenía por fin restaurar a Isaac en
el trono de Bizancio.
Una vez restablecido
Isaac, los cruzados, con Dándolo a su cabeza, exigieron el cumplimiento de las
promesas del hijo del emperador, es decir, el pago de una fuerte suma y la
incorporación de Alejo IV a la Cruzada. En esta última condición insistían
mucho los caballeros occidentales. Alejo IV supo persuadir a los cruzados de
que no permaneciesen en Constantinopla, sino que acamparan en el arrabal, y, no
pudiendo pagarles todo lo prometido, pidióles un aplazamiento. Esto motivó
cierta tensión entre latinos y bizantinos. En la ciudad crecía el descontento
contra la política de los emperadores, que sacrificaban a los cruzados los
intereses públicos. Estalló una rebelión y al empezar el año 1204 fue proclamado
monarca el ambicioso Alejo Ducas Murzuflo, quien depuso a Isaac II y Alejo IV.
El primero de estos murió a poco en la prisión y Alejo IV fue estrangulado por
orden de Murzuflo.
Murzuflo, conocido como
Alejo V, era hechura del partido popular, hostil a los cruzados. Éstos no
tuvieron con él relación alguna y después de la muerte de Isaac y Alejo IV se
consideraron libres de todo compromiso con el Imperio. Era inevitable un
conflicto entre griegos y cruzados. Los occidentales concibieron el plan de
apoderarse de Constantinopla, ahora por su propia cuenta. En marzo de 1204 se
firmó un tratado entre Venecia y los caballeros acerca del reparto del Imperio
una vez ocupado. El tratado empezaba con estas imponentes expresiones: “Ante
todo debemos, proclamando el nombre de Cristo, conquistar la ciudad a mano
armada”.
Las cláusulas principales
eran las siguientes: habría un gobierno latino en la ciudad tomada y el botín
se repartiría con arreglo a ciertos convenios. Un consejo de seis venecianos y
seis franceses elegiría emperador al que mejor supiese gobernar el país a
“gloria de Dios y de la Santa Iglesia romana y del Imperio”. El emperador
poseería un cuarto de las conquistas hechas en la capital y fuera de ella, así
como dos palacios en Constantinopla. Los tres cuartos restantes se
distribuirían por igual entre Venecia y los caballeros. La posesión de la
iglesia de Santa Sofía y la elección de patriarca estarían en manos del bando a
que no perteneciese el emperador. Todos los caballeros que recibiesen
territorios prestarían juramento de vasallaje al monarca. Únicamente el dux
Dándolo estaría libre de todo compromiso al efecto. Sobre tales bases debía reposar
el futuro Imperio latino.
Una vez establecidas las
condiciones de reparto del Imperio, los cruzados iniciaron el ataque por mar y
tierra. La capital defendióse varios días con desesperación. Pero el 13 de
abril de 1204 fue el día fatal en que los cruzadas “adueñaron de
Constantinopla. El emperador Murzuflo, temeroso de ser apresado y "caer
—según dice una fuente— como una golosina o postre en la boca de los latinos”,
huyó. Constantinopla pasó a manos de los cruzados. La capital del Imperio
bizantino se hundía “bajo los golpes de la cuarta Cruzada, aquella expedición
de criminales filibusteros”.
El contemporáneo Nicetas
Coniates, al escribir tales sucesos, empieza con estas palabras: “En qué estado
de ánimo debe naturalmente encontrarse el que ha de relatar las desgracias
públicas que han herido a esta reina de las ciudades durante el reinado de los
155 ángeles terrestres! (la dinastía de los Ángeles)”.
Tomada que fue la ciudad,
los latinos la sometieron durante tres días a depredaciones de crueldad
inaudita, saqueando los tesoros acumulados en Constantinopla durante siglos. Ni
los templos, ni los objetos sacros, ni los monumentos, ni las propiedades
privadas escaparon al pillaje. Además de los caballeros occidentales y sus
soldados, participaron en la rapiña monjes y abades latinos.
Nicetas Coniates, testigo
ocular de la toma y del saqueo de Constantinopla, presenta un cuadro
impresionante de los latrocinios, violencias, sacrilegios y ruinas cometidos
por los cruzados en la capital. Los mismos musulmanes habían sido menos
implacables con los cristianos al tomar Jerusalén que lo eran aquellos hombres
que se proclamaban soldados de Cristo. Poseemos otra emocionante descripción
del saqueo de Constantinopla por los cruzados, descripción debida al testigo
ocular Nicolás Mesaritas, metropolitano de Efeso e incluida en la oración
fúnebre que escribió al morir su hermano mayor.
En aquellos tres días
fueron destrozados muchos monumentos artísticos, saqueadas las bibliotecas,
destruidos numerosos manuscritos. Santa Sofía fue saqueada sin miramiento
alguno. “Nunca desde que el mundo fue creado —observa Villehardouin— se ganó
tanto (botín) en una ciudad”. Una crónica rusa de Novgorod se extiende sobre
todo en la pintura del pillaje de iglesias y monumentos. Las “cronografías”
rusas mencionan también el saqueo de 1204.
El botín fue repartido
entre eclesiásticos y seglares. A raíz de aquella rapiña toda la Europa
occidental se enriqueció con los tesoros llevados de Constantinopla. Hubo pocas
iglesias de Occidente que no recibieran sacras reliquias procedentes de
Constantinopla. La mayoría de esas reliquias, conservadas en los
conventos franceses, fueron destruidas durante la Revolución. Cuatro antiguos
caballos de bronce, el más bello ornamento del hipódromo constantinopolitano,
fueron llevados por Dándolo a Venecia, donde decoran hoy la iglesia de San
Marcos.
Nicetas Coniates dirige en
sus escritos un largo y conmovedor discurso a la ciudad caída, imitando las
“Lamentaciones de Jeremías” y los “Salmos”. Empieza así: “¡Oh, ciudad, ciudad!
¡Ojo de todas las ciudades, tú de la que se habla en todo el Universo,
espectáculo superior al mundo! Ciudad nutricia de todas las iglesias, cabeza de
la fe, guía de la ortodoxia, protectora de la instrucción, receptáculo de todos
los beneficios. Tú has bebido la copa de la cólera divina y has sido visitada
por un fuego más terrible que el que se abatió antaño sobre cinco ciudades..”.
A la toma de
Constantinopla se vincula en cierta medida un problema exterior del que no
hemos hablado aún: el de las relaciones búlgarobizantinas. Va sabemos que en
1186, Bulgaria, sacudiendo el yugo bizantino, creó el segundo reino búlgaro.
Los zares búlgaros, a fines del siglo XII, no sólo habían librado a Bulgaria de
los bizantinos, sino extendido su poder a costa del Imperio y se habían
apoderado de algunas ciudades de Tracia y Macedonia. De modo que en vísperas de
la conquista latina Bulgaria se convirtió en un peligroso y potente Estado
balcánico. Por eso Bizancio no pudo retirar de los Balcanes sus tropas europeas
y llevarlas a Constantinopla para resistir a los latinos. Las concesiones de
Isaac y su hijo Alejo a los latinos, y la diligencia con que aceptaron todas
sus condiciones pueden, en cierta medida, explicarse por la inminencia del
peligro búlgaro al norte. De modo que las relaciones eslavobizantinas desempeñaron
igualmente un papel de 162 importancia en la historia de la cuarta Cruzada.
Los vencedores se hallaban
ante una labor difícil: necesitaban organizar los territorios conquistados. Se
decidió establecer un Imperio análogo al existente antes. Y se analizó el
aspecto crucial de la elección de emperador. El candidato que parecía tener más
probabilidades era Bonifacio de Monferrato, jefe de la Cruzada, como sabemos.
Pero contra esta candidatura se levantó Dándolo, considerando a Bonifacio
demasiado poderoso y opinando que sus posesiones italianas estaban demasiado
cerca de Venecia. Bonifacio, pues, fue eliminado como candidato. Dándolo, dux
de Venecia, es decir, jefe de una República, no podía aspirar a la corona
imperial. Los electores se fijaron —influidos por Dándolo— en Balduino, conde
de Flandes, cuyas posesiones estaban lejos de Venecia y cuyo poder era menor
que el de Monferrato. Balduino fue nombrado emperador y coronado solemnemente
en Santa Sofía.
Al ascender Balduino al
trono vivían aun dos emperadores griegos: Alejo Ángel y Alejo Ducas Murzuflo, y
además, Teodoro Láscaris, déspota de Nicea. Balduino consiguió ganar a su causa
a los partidarios de los dos emperadores. Luego hablaremos de las relaciones
del Imperio latino con Teodoro Láscaris, fundador de la dinastía de Nicea.
Una vez elegido emperador,
surgió una cuestión compleja: la distribución de los territorios conquistados.
“El reparto del Imperio romano” (Partitio Romaniae, ya que latinos y griegos
llamaban así con frecuencia al Imperio oriental) se realizó, en conjunto, 163
sobre las bases del acuerdo de marzo de 1204, que ya expusimos.
Constantinopla fue
distribuida entre Balduino y Dándolo. El emperador recibió cinco octavas partes
de la ciudad y los otros tres octavos, con Santa Sofía, fueron dados a Venecia.
Además, Balduino obtuvo la Tracia meridional y una pequeña parte del norte del
Asia Menor (costas del Bósforo, mar de Mármara y Helesponto), con algunas islas
en el Egeo (Lesbos, Quío, Saraos y varias otras). De modo que entrambas riberas
del Bósforo y el Helesponto pertenecían a Balduino.
Bonifacio de Monferrato
recibió, en vez de las regiones que se le prometieran en Asia Menor como
compensación de la corona imperial, Tesalónica, la región circundante y el
norte de Tesalia. Fundó allí el reino de Tesalónica, bajo la soberanía de
Balduino.
Venecia se aseguró una
parte leonina en la distribución del Imperio romano. Consiguió algunos puntos
en el litoral Adriático, como Dyrrachium; las islas Jónicas; la mayoría de las
islas Egeas; varios lugares en el Peloponeso; Creta y algunos puertos de
Tracia, así como Gallípoli, sobre el Helesponto, y diversas plazas en el
interior de Tracia. Según toda probabilidad, Dándolo tomó el título bizantino
de “déspota”. Quedó, además, exento de vasallaje a Balduino, y se dio el nombre
de (“Señor de un cuarto y medio del Imperio romano”, es decir de sus tres octavas
partes, título que conservaron los dux hasta mediados del siglo XIV. En virtud
del acuerdo establecido, la iglesia de Santa Sofía pasó a manos del clero de
Venecia, y el veneciano Tomás Morosini fue elegido patriarca latino de
Constantinopla. Nicetas Coniates, partidario convencido de la Iglesia ortodoxa
grecooriental, traza un malévolo retrato de Morosini.
Las adquisiciones hechas
por Venecia indican que ésta ocupaba en el nuevo Imperio latino, muy débil en
comparación a la poderosa República, una situación preponderante. La parte más
rica de las posesiones bizantinas pasaba a manos de la República de San Marcos:
así, los mejores puertos, los puntos estratégicos más importantes, muchas regiones
fértiles y todo el camino marítimo de Venecia a Constantinopla se encontraron
en poder de la República. La cuarta Cruzada, al crear un “Imperio colonial”
veneciano en Oriente, dio a Venecia ventajas mercantiles incalculables y la
elevó al apogeo de su poder político y económico. Era un triunfo de la política
hábil, reflexiva, imperialista y patriótica del dux Dándolo.
El Imperio latino se
organizó sobre bases feudales. El territorio conquistado fue dividido por el
emperador en feudos más o menos extensos, cuyos posesores debían prestar
juramento de vasallaje al emperador.
Bonifacio de Monferrato,
rey de Tesalónica, cruzó Tesalia, hacía el sur, y tomó Atenas. Ésta, en la Edad
Media, era una abandonada y pequeña población de provincias, donde, sobre la
Acrópolis, en el antiguo Partenón, se hallaba un templo cristiano consagrado a
la Virgen. Al producirse la conquista latina era arzobispo de Atenas, treinta
años hacía, Miguel Acominatas, hermano del historiador y autor de una rica obra
literaria que incluye discursos, poesías y cartas que nos dan informes
preciosos sobre la historia interior del Imperio en la época de los Comnenos y
de los Ángeles, y sobre la situación de Atenas y el Ática en la Edad Media.
Tales regiones aparecen pintadas de modo muy sombrío en los escritos de Miguel:
una población bárbara —acaso eslava—, una lengua tosca en los contornos de
Atenas, el Ática abandonada, unos moradores miserables. “Habiendo vivido mucho
tiempo en Atenas, me he convertido en bárbaro”, escribe. A veces compara con el
Tártaro la ciudad de Feríeles. Celoso bienhechor de Atenas, Miguel había
consagrado muchos desvelos y años a sus míseras ovejas. Cuando comprendió la
esterilidad de toda resistencia a las tropas de Bonifacio, se alejó de su sede
y pasó el resto de sus días en una isla cercana a las costas del Ática,
viviendo en retiro y soledad. Los latinos tomaron Atenas, ciudad que Bonifacio
dio, en unión de Tebas, a condición de vasallaje, al conde de Borgoña, Otón de
la Roche, quien recibió el título de duque de Atenas y Tebas (dux Athenarum
atque Thebarum). La iglesia de la Acrópolis pasó a manos del clero latino.
Mientras en Grecia central
se fundaba el ducado tebano-ateniense, en Grecia meridional, es decir, en el
antiguo Peloponeso —a menudo llamado con el nombre, de enigmático origen, de
Morea— los franceses formaban el principado de Acaya.
Godofredo de
Villehardouin, sobrino del célebre historiador, al saber, hallándose en las
cercanías de la costa siria, la toma de Constantinopla, apresuróse a partir
hacia la capital. Pero el viento desvióle de su dirección, llevándole a las
playas meridionales del Peloponeso, donde desembarcó, conquistando parte del
país. Luego, comprendiendo que no podría mantenerse allí con sus propios
recursos, pidió ayuda a Bonifacio, rey de Tesalónica, quien, como sabemos,
estaba en el Ática. Bonifacio autorizó al francés Guillermo de Champlitte,
miembro de la familia de los condes de Champaña, a conquistar la Morea. En dos
años, Guillermo y Villehardouin sometieron todo el país. De este modo el
Peloponeso bizantino se convirtió, a principios del siglo XIII, en el
principado francés de Acaya, teniendo por jefe al príncipe Guillermo. El
dominio fue organizado feudalmente, dividiéndose en doce baronías. Después de
Guillermo, el poder pasó por algún tiempo a la familia Villehardouin. La corte
del príncipe de Acaya se distinguía por su magnificencia y, según un cronista,
“parecía más grande que la corte de cualquier gran rey”. Según otro testigo
contemporáneo, “allí se hablaba francés tan bien como en París”.
Veinte años después de la
fundación de los Estados feudales latinos en territorio de Bizancio, el Papa,
en carta enviada a Francia, menciona la creación en Oriente de una especie de
“Nueva Francia”.
Los señores feudales del
Peloponeso construyeron castillos con torres y murallas, al estilo de la Europa
occidental. El mejor conocido es el de Místra, sobre el Taigeto, en la 167
antigua Laconia, no lejos de la antigua Esparta y de la Lacedemonia medieval.
Esta majestuosa obra feudal, que desde la segunda mitad del siglo XIII se
convirtió en residencia de los déspotas grecobizantinos del Peloponeso, luego
que los Paleólogos hubieron arrebatado Mistra a los francos, sorprende aun hoy
a los sabios y turistas por las grandiosas dimensiones de sus edificios
semiarruinados y constituye uno de los más asombrosos monumentos de Europa. Sus
iglesias encierran valiosos frescos intactos (siglos XIV y XV), muy importantes
para la historia del arte bizantino bajo los Paleólogos. En la parte occidental
de la península se construyó el castillo de Clermont, aun incólume hacia 1820,
época en que fue destruido por los turcos. Un cronista griego escribía respecto
a ese castillo que, si los francos perdieran la Morea, la sola posesión de
Clermont les bastaría para reconquistar toda la península.1 Los
francos erigieron otros muchos castillos.
Los francos lograron
instalarse sólidamente en dos de las tres penínsulas meridionales del Peloponeso;
pero en el centro del país, aunque construyeron dos castillos, nunca lograron
vencer la resistencia de la tribu eslava de los Melingui, que habitaba los
montes. Los griegos de Morea, o al menos su mayoría, debieron ver en el
gobierno franco un yugo menos pesado que el de la opresión fiscal bizantina y
lo recibieron con bastante favor.1
En el sur del Peloponeso,
Venecia tuvo dos puertos importantes: Modón y Corón, que fueron para los
bajeles venecianos excelentes escalas en sus viajes a Oriente. Además, aquellos
dos puntos permitían vigilar con facilidad el tráfico marítimo de Levante.
Modón y Corón, con frase de un documento oficial, eran los “ojos esenciales de
la comunidad” (oculi capitales communis).
Sobre la época de la
dominación latina en el Peloponeso hallamos, entre otras fuentes, numerosas y
valiosas indicaciones en la crónica de Morea (siglo XIV), la cual nos ha
llegado en varias versiones: griega (en verso), francesa, española e italiana.
Si bien esa crónica no puede ser colocada en primera fila de las fuentes, en lo
que se refiere a la exactitud de los sucesos, da, en cambio, muchos informes
preciosos para el estudio de la vida en la época de la dominación franca en el
Peloponeso, de la organización feudal, de las instituciones de la sociedad y de
las costumbres, así como de la geografía de la Morea de entonces.
Es interesante notar que,
según algunos sabios,171 la dominación franca en Morea y
probablemente la crónica de Morea también, influyeron quizá en Goethe, quien,
en el tercer acto de la segunda parte de Fausto, traslada la acción a Esparta,
donde se desarrolla la historia amorosa de Fausto y Elena. Fausto, en Goethe,
aparece representado como una especie de príncipe del Peloponeso, rodeado de
feudales. El carácter del reinado fáustico recuerda el de uno de los
Villehardouin de la crónica de Morea. En el diálogo de Melistófeles-Forcias y
de Elena se trata, sin duda alguna, de Mistra, construida precisamente durante
el dominio franco en Morea. A poco, Goethe da la descripción de ese castillo,
con sus columnas, criptas, terrazas, galerías y blasones propios de un
auténtico castillo medieval. Todo ese pasaje debe de haber sido escrito bajo el
influjo de crónica de Morea. De modo que la conquista de
Morea por los francos inspiró probablemente varias escenas poéticas de la gran obra de
Goethe.
La toma de Constantinopla
por los cruzados y la fundación del Imperio latino situaron al Papa en una
situación difícil. Inocencio III se había opuesto a la desviación de la
Cruzada, excomulgando a cruzados y venecianos a raíz del asalto a Zara. Pero la
caída de Constantinopla y del Imperio bizantino colocaba a la Santa Sede ante
un hecho consumado.
El emperador Balduino
escribió al Papa una carta notificándole la toma de Constantinopla y su propia
elección para emperador. Se daba el nombre de “Emperador de Constantinopla por
la gracia de Dios y eternamente augusto” y también de “vasallo del Papa” (miles
suus). En su contestación, Inocencio III, olvidando por completo su anterior
actitud, decía que “se regocijaba en Dios (gavisi sumus in Domino) del milagro
cumplido en “alabanza y gloria de Su nombre, para honor y ventaja del trono
apostólico, para provecho y exaltación del pueblo cristiano”. El Papa exhortaba
a todo el clero y a todos los pueblos y soberanos, a defender la causa de
Balduino, y expresaba la esperanza de que después de la toma de Constantinopla,
la reconquista de los Santos Lugares fuera más fácil. Al final de su misiva, el
Papa recomendaba a Balduino que siguiera siendo hijo fiel y sumiso de la
Iglesia católica. En otra carta, Inocencio escribía: “En verdad, aunque nos sea
muy grato saber que Constantinopla ha retornado al seno de su madre, la Santa
Iglesia romana, aun nos sería más grato que Jerusalén volviese a manos del
pueblo cristiano”.
Pero la actitud del Papa
cambió cuando supo con más detalles los horrores del saqueo de Constantinopla y
el texto del tratado relativo al reparto del Imperio. El acuerdo era puramente
profano y tendía con toda claridad a limitar la intervención de la Iglesia en
Bizancio. Balduino no pedía al Papa la confirmación de su título imperial. Balduino
y Dándolo decidían, sin mediación del Papa, la cuestión de Santa Sofía, de la
elección de patriarca, de los bienes de la Iglesia, etcétera. Durante el
pillaje de Constantinopla se habían vaciado y profanado los templos y conventos
y saqueado muchos venerables objetos sacros. Todo ello llenaba al Papa de
descontento e inquietud, irritándole contra los cruzados. Escribió, pues, al marqués
de Monferrato: “Os habéis apartado desconsideradamente, cuando no teníais
derecho ni facultad para hacerlo, de la pureza de vuestro voto al dirigiros, no
contra los sarracenos, sino contra cristianos, buscando, en vez de la
recuperación de Jerusalén, la ocupación de Constantinopla y prefiriendo las
riquezas terrenas a los bienes celestiales. Pero lo más grave es que algunos
cruzados no han respetado ni la fe, ni la edad, ni el sexo”.
Así, el Imperio latino de
Oriente, establecido sobre bases feudales, aparte no poseer un poder político
fuerte, no supo entablar relaciones religiosas rápidas y satisfactorias con la
Curia pontificia.
Tampoco el objetivo de los
caballeros y de los mercaderes occidentales se alcanzó por completo, puesto que
no todos los territorios bizantinos quedaron incluidos en las nuevas posesiones
latinas de Oriente. Después de 1204 subsistieron tres Estados griegos. El
Imperio de Nicea, bajo la dinastía de los Láscaris, se extendía por la zona
occidental de Asia Menor, comprendida entre las posesiones latinas y las del
sultán de Iconion o Rum, abarcando parte del litoral del mar Egeo. Este centro
griego independiente fue el más importante y el más peligroso rival del Imperio
latino. Al oeste de la Península balcánica se formó el despotado del Epiro,
dominado por los Angeles-Comnenos. Y en la costa sureste del mar Negro se fundó
el Imperio de Trebisonda, bajo la dinastía de los “Grandes Comnenos”.
Los latinos, que no
lograron en Oriente la unidad política, tampoco lograron la religiosa. Aquellos
tres Estados griegos independientes siguieron fieles a la doctrina de la
Iglesia grecooriental, cismática a juicio del Papa. Nicea fue el foco que más
inquietudes despertó en la sede pontifical. El obispo griego de Nicea, sin
cuidarse de la existencia de un patriarca latino constantinopolitano, tomó el
título de “patriarca de Constantinopla”. Y los griegos del Imperio latino, a
pesar de su sumisión política a los conquistadores, no abrazaron el
catolicismo. La ocupación militar del país no significó la unión de las dos
Iglesias.
Las consecuencias de la
cuarta Cruzada fueron tan fatales para el Imperio bizantino como para el
porvenir de las Cruzadas mismas. Bizancio no pudo recobrarse nunca del golpe
recibido en 1204 y perdió para siempre su puesto de potencia mundial.
Desde el punto de vista
político, el Imperio oriental cesó de existir como unidad orgánica, dejando el
lugar a un conjunto de Estados feudales occidentales, y no pudo jamás, después
de la restauración de los Paleólogos, hallar su antiguo esplendor e influencia.
La importancia de la
cuarta Cruzada entre las demás cruzadas es considerable, porque: primero,
demostró claramente el lugar preponderante ocupado en el impulso de la Cruzada
por el elemento laico; y segundo dividió en dos partes el movimiento, único
antes, que impulsara hacia Oriente a los pueblos occidentales. Desde 1204 aquél
movimiento debía dirigir sus fuerzas, no sólo hacia Palestina y Egipto, sino
también hacia las posesiones latinas del Imperio de Oriente para mantener allí
el poderío occidental. Esto significó, naturalmente, una rémora en la lucha
contra los musulmanes de Tierra Santa.
La vida interior del
Imperio. Las cuestiones religiosas.
La vida religiosa de
Bizancio bajo los Comnenos y los Ángeles es particularmente importante: 1°
desde el punto de vista propiamente interior, por el esfuerzo para resolver
ciertos problemas religiosos que preocupaban a la sociedad bizantina de
entonces y presentaban un interés absolutamente vital para la época; y 2° desde
el punto de vista exterior por el problema esencial de las relaciones de la
Iglesia oriental con Roma, del patriarcado de Constantinopla con el Papa.
En sus relaciones con la
Iglesia, los emperadores de las dinastías de Comnenos y Ángeles se atuvieron al
Césaropapismo, tan grato a los emperadores bizantinos. En una de las
redacciones de la historia de Nicetas Coniates leemos las siguientes palabras
de Isaac Ángel: “No hay en la tierra diferencia alguna entre el poder de Dios y
el del emperador. Todo está permitido a los emperadores, que pueden usar los
bienes del Señor como los suyos propios, porque han recibido de Dios su poder y
entre Dios y ellos no hay nada”. El mismo escritor, hablando de la actividad
religiosa de Manuel Comneno, pinta el sentimiento general de “los emperadores
bizantinos, que se creían Jueces infalibles de los asuntos divinos y humanos”.
Este criterio de los emperadores fue sostenido por el clero en la segunda mitad
del siglo XII. El célebre canonista griego (y comentador del Nomocanon del
Seudo-Focio, colección canónica de XIV títulos), Teodoro Balsamón, patriarca de
Antioquia, que vivió bajo los últimos Comnenos y el primer Ángel, escribía:
“Los emperadores y los patriarcas deben ser venerados como Padres (de la
Iglesia) en virtud de su santa unción. De ésta proviene el poder de los muy
cristianos emperadores para enseñar a los pueblos cristianos y para, como los
sacerdotes, agitar el incensario en honor de Dios”. “Su gloria consiste en que,
semejantes al Sol, alumbran con la luz de su ortodoxia el Universo entero”. “El
poder y actividad de los emperadores conciernen al cuerpo y alma (del hombre),
mientras el poder de los patriarcas sólo concierne al alma”. El mismo autor
afirma: “El emperador no está sometido a las leyes ni a los cánones”.
La vida de la Iglesia bajo
los Comnenos y Angeles permitía a los emperadores aplicar extensamente sus
opiniones cesaropapistas. Por una parte, numerosas “doctrinas falsas” y
“herejías” agitaban en máximo grado los ánimos en el Imperio, y por otra la
amenaza de turcos y pechenegos y la aproximación de Bizancio a Occidente como
resultado de las Cruzadas empezaban a poner en peligro la existencia de
Bizancio como Estado independiente, obligando a los emperadores a estudiar con
seriedad el problema de la unión con la Iglesia católica, la cual, por
intermedio del Papa, podía desviar el grave peligro que Occidente hacía correr
a Bizancio.
Los dos primeros Comnenos
fueron, en conjunto, defensores de la fe y de la Iglesia ortodoxas orientales,
mas, impelidos por móviles políticos, hicieron concesiones en favor de la
Iglesia católica.
Entusiasmada por la obra
de su padre Alejo, Ana Comnena, en su Alexiada, le llama, con exageración
evidente, el “treceno apóstol”, añadiendo que si ese honor ha de corresponder a
Constantino el Grande, Alejo Comneno debe ser puesto a la misma altura que
aquél o, si se alega contra esto alguna objeción, ocupar el lugar
inmediatamente posterior. Pero el tercer Comneno, Manuel, sacrificó los
intereses de la Iglesia de Oriente a su irrealizable política occidental.
En el interior, los
emperadores se ocuparon en especial de los errores dogmáticos y herejías de su
época. También les inquietó mucho el crecimiento desmedido de los bienes
eclesiásticos y conventuales, contra el cual el gobierno, varias veces, había
adoptado ya disposiciones severas.
Alejo Comneno, en su
empeño de hallar fondos para la defensa nacional y para recompensar a sus
partidarios, confiscó parte de los bienes monásticos e hizo fundir, a fin de
convertirlos en moneda, cierto número de vasos sagrados.
No obstante, y para
apaciguar el descontento provocado por tal medida, el emperador indemnizó a las
iglesias abonándoles el valor de los vasos fundidos, y rectificó su actitud
mediante una Novela especial “prohibiendo emplear los vasos sagrados para las
necesidades públicas”. Manuel volvió a poner en vigor la Novela promulgada en
964 por Nicéforo Focas y abrogada después, creando así un freno al enriquecimiento
de iglesias y monasterios. Empero, más tarde suavizó aquella ordenanza, tan
severa para el clero, con otra serie de Novelas.
Los desórdenes y la
relajación del nivel moral de los clérigos orientales inquietaron no poco a
Alejo Comneno, quien en una de sus Novelas declara que la fe cristiana corre
gran peligro, porque el clero (bizantino) se hace peor de día en día”. Trazó,
pues, un plan de reformas encaminadas a elevar el nivel moral de los
eclesiásticos, regulando su vida según los principios canónigos, aumentando su
cultura, incrementando su actividad pastoral, etc. El emperador no siempre
logró realizar en la práctica sus hermosos proyectos a causa de las condiciones
generales de la vida del Imperio en aquella época.
Los Comnenos, aunque a
veces se declararan hostiles al aumento desmesurado de las propiedades
eclesiásticas, no por ello dejaron de ser con frecuencia protectores y
fundadores de conventos.
Alejo declaró el Monte
Athos exento a perpetuidad de impuestos y otras “vejaciones”. “Los funcionarios
civiles” no debían “tener relación alguna con el monte sagrado”. El Athos
seguía sin depender de ningún obispo y el “protos” o presidente del consejo de
higúmenos (abades o priores) de los conventos del Athos era investido por el
mismo emperador, bajo cuya dependencia directa quedaba así la montaña sacra.
Reinando Manuel, los rusos, entonces instalados ya en el Athos, donde tenían un
convento pequeño, recibieron en virtud de un acuerdo del “prolaton” o consejo
de higúmenos, el convento de San Pantalemón, que aun hoy goza de gran renombre.
Alejo ayudó también a San
Cristodulo a fundar en la isla de Patmos un convento en honor de San Juan
Evangelista, quien, según la tradición, había escrito allí el Apocalipsis. Ese
convento existe todavía. En la “crisobula” promulgada con aquél motivo, el
emperador donaba la isla a Cristodulo de manera eterna e inalienable,
eximiéndola de toda carga y prohibiendo el acceso a ella de todos los
funcionarios del Estado. Unas reglas muy estrictas gobernaban el nuevo
monasterio. “La isla de Patmos —escribe Chalandon— se convirtió en una pequeña
república religiosa casi independiente: sólo los monjes podían habitar allí”.
Las invasiones de los
selyúcidas en el Archipiélago forzaron a Cristódulo y sus monjes a abandonar
Patmos, refugiándose en Eugea, donde murió Cristódulo a fines del siglo XI.
Las reformas de Cristódulo
no le sobrevivieron y su tentativa de Patmos fracasó en absoluto.176
Juan Comneno erigió en
Constantínopla un convento consagrado a Dios Todopoderoso (Pantokrator),
fundando allí un hospital de cincuenta camas para los enfermos pobres. Tal
hospital estaba admirablemente organizado. Su reglamento interno, descrito con
detalle en el estatuto (Tipicón) promulgado al efecto por el emperador177 es el ejemplo “quizá más conmovedor que la historia nos ha conservado de los
conceptos humanitarios de la 178 sociedad bizantina”.
La vida intelectual en la
época de los Comnenos fue muy activa. Hay sabios que llaman a ese período la
época del Renacimiento helénico, preparado por hombres tan eminentes como
Miguel Psellos. Semejante renovación intelectual se expresó bajo los Comnenos
de diversos modos, y en especial con la aparición de nuevas doctrinas heréticas
y errores dogmáticos, contra los que los emperadores, paladines de la verdadera
fe, tenían neCésariamente que entrar en lucha.
Ese rasgo de la época de
los Comnenos se refleja bien en el “Sinodicón” o enumeración de nombres y
doctrinas anatematizados que todavía se lee todos los años en la Iglesia
oriental durante 3a semana de la ortodoxia, en cuyo curso se pronuncia anatema
contra los herejes y en general contra las doctrinas antíeclesiásticas. Muchos
de los nombres y doctrinas condenados en el Sinodicón se remontan precisamente
a la época de Alejo y Manuel Comneno. Alejo Comneno luchó especialmente contra
los paulianos y bogomilas establecidos desde hacía tiempo, según vimos antes,
en la Península balcánica y sobre todo en la región de Filipópolis. Pero ni las
persecuciones de herejes ni el suplicio del monje bogomilista Basilio en la
hoguera produjeron la desaparición de las herejías, las cuales, aunque sin
tener en verdad gran difusión en el Imperio, continuaban subsistiendo. El
emperador se dirigió al monje Eutimio Zigabeno, hombre instruido en gramática y
retórica, exégeta de los libros del Nuevo Testamento y de las Epístolas de San
Pablo, y le rogó que expusiera y refutara todas las doctrinas heréticas
existentes, apoyándose en los Padres de la Iglesia. Zigabeno, accediendo al
deseo del emperador, compuso su “Panoplia dogmática de la fe ortodoxa”, que
contenía todas las pruebas científicas aptas para rechazar los argumentos
heréticos mostrando su falta de fundamento dogmático. Aquella obra debía servir
de manual para la lucha contra los errores de los herejes. Todo lo cual no
impidió al monje Nifón predicar, en tiempos de Manuel, la doctrina bogomílica.
Hubo gran agitación en
torno al proceso —instruido bajo Alejo Comneno— de Juan ítalos, sabio filósofo,
oriundo de Italia y discípulo de Psellos, y a quien se acusaba de haber
sugerido “a sus oyentes falsas doctrinas y opiniones heréticas condenadas por
la Iglesia y contrarias a la Santa Escritura y a la tradición, y de no venerar
los santos iconos”, etc...
Las actas de la acusación
de herejía contra Juan Italos, editadas y estudiadas por F. I. Uspenski, abren
una interesante página de la vida espiritual de la época del primer Comneno. En
el concilio que examinó el caso de Italos no se juzgaba sólo a un hereje que
predicaba una doctrina peligrosa para la Iglesia, sino también a un profesor de
universidad que enseñaba ciencias a hombres ya formados y que se encontraba en
parte bajo la influencia de las ideas de Aristóteles, así como de Platón y de
otros filósofos. Se citó a varios de sus alumnos. El concilio, después de
estudiar las doctrinas de Italos, las calificó de corruptoras y heréticas. Pero
el patriarca, a quien fue entregado Italos para que aquél pusiera a éste en el
camino de la verdad, convirtióse en adepto de la doctrina del acusado, no sin
gran escándalo de la Iglesia. Por orden del emperador se compuso entonces una
lista de los errores de Italos. Al fin se pronunció anatema contra los once
puntos doctrinales de ítalos reconocidos como heréticos, anatema que se
extendió al propio Juan..
Los escritos de Italos no
se han editado aún íntegramente, lo que impide dictar juicio definitivo sobre
ellos. “Cuando —con frase de un historiador— la libertad de pensamiento
religioso estaba limitada por la superior autoridad de la Santa Escritura y las
obras de los Padres, Italos creyó factible dar en ciertos puntos preferencia a
la filosofía pagana sobre la teología, creyendo posible tener opiniones
diferentes en un campo y en otro”. Finalmente, a propósito del caso
de Italos, N. Marr plantea “una cuestión muy importante, que interesa a la vez
a la civilización y a la historia, a saber: si los instigadores del proceso de
Italos estaban al mismo nivel de cultura que aquél hombre que reclamaba la
separación de los campos de la filosofía y la teología; y si, después de acusar
al filósofo por su intrusión en el dominio de la teología, le otorgaban
libertad de pensamiento en el dominio puramente filosófico”.
Desde luego, la respuesta
ha de ser negativa. Tal libertad era entonces imposible. Pero Italos no debe
ser considerado sólo como teólogo. “Fue sobre todo un filósofo, condenado
porque su sistema filosófico no se conformaba a la doctrina de la Iglesia
(oriental)”. El especialista más reciente de la vida religiosa de la época de
los Comnenos declara que cuanto sabemos de Italos demuestra con claridad que
pertenecía a la escuela neoplatónica.
Las dudas y diferencias de
opinión de los sabios que acabamos de citar bastan para mostrar el interés del
asunto de Juan Italos desde el punto de vista de la historia de la civilización
bizantina a fines del siglo XI y principios del XII.
Pero esto no es lodo. La
ciencia ha reparado en ciertas doctrinas aparecidas en la filosofía de la
Europa occidental en la época de Juan Italos y que tuvieron puntos de semejanza
con las ideas de dicho Juan. Tal semejanza puede advertirse en la doctrina de
un célebre sabio y profesor de la Europa de la primera mitad del siglo XII.
Hablamos de Abelardo, cuya autobiografía, o Historia calamitatum, se lee aún
con vivo interés.
La influencia de la civilización
oriental sobre la occidental en aquella época es cosa complejísima y poco
estudiada. Sería, pues, temerario afirmar que la escolástica de la Europa
occidental estaba bajo la dependencia de Bizancio. Pero sí cabe decir que “el
pensamiento europeo gira en igual círculo de ideas, durante el período
comprendido entre los siglos XI y XII, que el pensamiento bizantino”.
En lo referente a las
relaciones de Bizancio con los Papas y la Iglesia occidental, la época de los
primeros Comnenos caracterizóse por una actividad muy grande. La causa
principal de ello fue, como lo vimos por la apelación de Miguel VII Parapináceo
a Gregorio VII, el peligro turco y pechenego que amenazaba las fronteras de
Bizancio, peligro que forzó a los emperadores a pedir ayuda a Occidente,
incluso a costa de una posible unión de las dos Iglesias. De modo que la
tendencia de los Comnenos a ultimar la unión con la Iglesia de Roma se explica
únicamente por motivos de política exterior.
En la época más difícil
para Bizancio —finales de la novena década y principios de la décima del siglo
XI— Alejo Comneno ofreció al Papa una reconciliación y un acuerdo,
proponiéndole convocar un Concilio en Constantinopla para discutir la cuestión
del pan ázimo y otros asuntos que dividían a las dos Iglesias. En 1089 se
reunió en Constantinopla, bajo la presidencia de Alejo I, un sínodo de obispos
griegos. Allí se discutió la moción de Urbano II, tendiente a volver a poner su
nombre en los dípticos y a nombrarle en los Oficios. A instancias del emperador,
un punto tan delicado fue resuelto en sentido afirmativo. De esta época data
probablemente la obra de Teofilacto de Bulgaria, Sobre los errores de los
latinos, obra en que V. C. Vasilievski ve un signo de los tiempos que corrían.
La idea esencial de la
obra de Teofilacto es muy notable. El autor no comparte la opinión general
sobre la separación de las Iglesias y no cree que los latinos padezcan muchos
errores ni que esos errores hagan inevitable el cisma. Además protesta contra
el espíritu de intolerancia y orgullo teológico reinante entre sus
contemporáneos instruidos. En una palabra, Teofilacto se muestra dispuesto a
hacer concesiones razonables sobre muchos puntos. Pero respecto al Credo de
Nicea no admite obscuridad ni adición alguna, o sea que se niega a admitir la
añadidura del Filioque al “Credo” de la Iglesia oriental.
La crítica situación del
Imperio y las dificultades que encontró en Roma Urbano II, a quien fue opuesto
un antipapa, impidieron la reunión del proyectado concilio. La Cruzada promovida
algunos años más tarde y las querellas y mutuas desconfianzas que surgieron como
consecuencia no podían contribuir a la aproximación de las dos Iglesias. Bajo
Juan Comneno hubo entre el emperador y los Papas Calixto II y Honorio II
negociaciones con miras a la unión. Poseemos cartas de Juan, a esos pontífices.
El Papa envió plenipotenciarios a Constantinopla,184 pero no
obtuvieron ningún resultado efectivo. Aparte esto, varios doctores latinos de
Occidente intervinieron en las controversias teológicas de Constantinopla. El
alemán Anselmo de Havelberg, que escribió hacia 1150, nos ha dejado un
interesante relato de una controversia sostenida ante Juan Comneno en 1136:
“Asistieron no pocos latinos, y entre ellos tres hombres sabios, versados en
las dos lenguas y muy doctos en las letras: el veneciano Jacobo, el pisano
Burgundio, y el tercero, el más famoso entre los griegos y entre los latinos
por su conocimiento de las dos literaturas, era un italiano de la ciudad de Bérgamo
llamado Moisés, a quien todos eligieron para ser intérprete fiel de los dos
partidos”.
Las relaciones se reanudaron
con más actividad bajo Manuel I, el tan latinófilo sucesor de Alejo, muy
esperanzado en la resurrección del Imperio romano único y convencido de que
sólo podría recibir la corona de ese Imperio de manos del Papa, ofreció a éste
la unión. Así, vemos que las negociaciones con miras a la unificación tuvieron
causas puramente políticas. El historiador alemán Norden observa con razón que
“dos Comnenos creían poder elevarse con ayuda del Papado a la dominación de
Occidente y a la vez los Papas estuvieron a veces dispuestos a tender una mano
amistosa al emperador, sobre todo Adriano IV, entonces en lucha con el rey de
Sicilia y muy irritado contra Federico Barbarroja, que se había coronado poco
antes. En carta al arzobispo Basilio de Tesalónica, el Papa Adriano IV
expresaba el deseo de “contribuir a devolver a todos sus hermanos al seno de la
Iglesia”, y compara la Iglesia oriental a una dracma perdida, a una oveja
extraviada, a Lázaro muerto.
Al poco tiempo, Manuel
propuso formalmente al Papa Alejandro III, por medio de un embajador, la unión
de ambas Iglesias, a condición de que el Papa le entregase la corona del
Imperio romano que sin derecho alguno detentaba Federico de Alemania. Si para
alcanzar ese fin el Papa necesitaba dinero o fuerzas militares, Manuel le
ofrecía proporcionarle en abundancia ambas cosas. Pero Alejandro III, cuya
situación en Italia había mejorado algo, respondió con una negativa.
Entonces el emperador
congregó un concilio en la capital, con miras a eliminar todos los puntos de
discordia existentes entre griegos y latinos y hallar medios que favorezcan la
unión de las dos Iglesias. Manuel hizo cuanto pudo para que el patriarca
compartiese su deseo de concesiones. Poseemos el texto de una “conversación”
que en el concilio mantuvieron Manuel y el patriarca, conversación del mayor
interés para caracterizar las opiniones de los miembros más eminentes del
concilio. El patriarca dio al Papa el nombre de “ser hediondo de impiedad” y
dijo preferir el yugo de los sarracenos al de los latinos.
Esta última frase del
patriarca, que refleja probablemente un cierto estado de ánimo social y
religioso propio de la época, debía repetirse más veces en el futuro. Así
sucedió en el siglo XV, en el momento de la caída de Bizancio. Manuel hubo de
ceder y declaró que se alejaría de los latinos “como del veneno de la serpiente”.
Las discusiones del concilio no trajeron, pues, un acuerdo. Incluso se decidió
romper en absoluto con el Papa y con sus partidarios.
De manera que Manuel
fracasó en su política seglar exterior y en su política religiosa, fracaso que
se explica si pensamos que el emperador, en ambos campos, sólo siguió una
política personal, carente de base real sólida y profunda en la opinión
pública. La restauración del Imperio único era imposible desde hacía mucho
tiempo y las tendencias unionistas de Manuel no encontraban ninguna clase de
eco ni simpatía en las masas populares del Imperio.
En los cinco y turbulentos
últimos años de la dinastía de los Comnenos (1180-1185), y en especial bajo
Andrónico I, los intereses de la Iglesia pasaron a segundo plano, dejando el
primero a los muy complejos de la vida interior y exterior, los cuales ya
conocemos. Andrónico, adversario de la política latinófila de sus predecesores,
no podía al principio de su reinado mostrarse partidario de una unión con la
Iglesia occidental. En el interior del Imperio trató con severidad al patriarca
de Constantinopla y no admitió discusión sobre las cuestiones atañentes a la
fe. Un “Diálogo contra los judíos”, que se atribuye a menudo a Andrónico, es de
época posterior.
En la época de los
Angeles, tan turbulenta desde el punto de vista político, la vida de la Iglesia
ofreció los mismos caracteres, ya que los emperadores de aquella dinastía se
consideraban señores absolutos. Isaac Ángel destituyó arbitraria y
sucesivamente a varios patriarcas de Constantinopla.
Bajo los Angeles hubo en
Bizancio una violentísima controversia respecto a la Eucaristía. El mismo
emperador participó en las discusiones. Según el contemporáneo Nicetas
Coniates, se trataba de saber si “el cuerpo de Cristo que se recibe en la
comunión es tan imperecedero, como lo fue después de sus sufrimientos y su
resurrección, o tan perecedero como lo fue antes de sus sufrimientos. Queríase,
pues, concretar “si la Eucaristía que recibimos sigue el proceso fisiológico
ordinario, como todo otro alimento absorbido por el hombre, o bien si la
Eucaristía no está sometida a ese proceso”. Alejo Ángel sostuvo la doctrina de
la incorruptibilidad de la Eucaristía, considerando “ultrajantemente ofensivo”
lo contrario.
La aparición de tal
controversia en Bizancio a finales del siglo XII puede explicarse por las
influencias occidentales, muy fuertes en el Oriente cristiano en la época de
las Cruzadas. Sabido es que tales discusiones habían comenzado hacía tiempo en
Occidente. Ya en el siglo XI se hallaban quienes sostenían que la Eucaristía
estaba sometida al mismo proceso que un alimento ordinario.
En cuanto a las relaciones
de los Angeles con los Papas, ya nos consta que los Papas sirvieron sus
intereses políticos proponiéndose unir las dos Iglesias, plan que no se
realizó.
La complejísima situación
internacional que precedió inmediatamente a la cuarta Cruzada puso en primer
plano al emperador de Alemania, quien parecía llamado a desempeñar un
importante papel en la resolución de la cuestión bizantina. Pero el emperador
alemán era a la vez el más peligroso enemigo del Papado. En consecuencia, el
Papa se esforzó todo lo posible en hacer fracasar al emperador de Occidente,
impidiéndole tomar posesión del Imperio oriental y sosteniendo al emperador
bizantino, aunque fuese un usurpador como Alejo III, que había destronado a su
hermano Isaac. Ya examinarnos la difícil situación del Papado durante la cuarta
Cruzada y sabemos que el pontífice, primero enérgicamente opuesto a la
desviación de la Cruzada, se vio gradualmente obligado a cambiar de criterio,
desaprobando el saqueo de Constantinopla, insólito por su cruel barbarie, dio
la sanción pontifical.
Estableciendo un balance
de la vida religiosa bajo los Comnenos y los Angeles, se advierte que ese
período de 123 años (1081-1204) señalóse por una, actividad intensa en el campo
de las relaciones exteriores y en el interior por una gran efervescencia. Tal
época ofrece, sin la menor duda, considerable importancia e interés profundo en
el aspecto de los problemas religiosos.
Gobierno del Imperio.
Ejército y marina. Las provincias.
La historia interior de
Bizancio está en lo general insuficientemente estudiada, hecho que se comprueba
sobre todo a contar desde la época de los Comnenos. En los libros de hoy sólo
se hallan, respecto a los asuntos de historia interna de ese período, capítulos
muy breves, reducidos a veces a simples glosas de principios generales, a
observaciones o digresiones accidentales, y, en los casos más favorables, a
artículos sucintos sobre aisladas cuestiones. Por tanto hemos de renunciar, al
menos provisionalmente, a formarnos un concepto integral de la historia interna
de ese período. El especialista más reciente de la época de los Comnenos,
Chalandon, ha muerto antes de haber podido dar a su libro la continuación que se
proponía en el sentido de una discusión profunda del problema de la vida
interior de Bizancio en el siglo XII. De manera que debemos limitarnos a
observaciones fragmentarias e incompletas.
No obstante, puede
establecerse como principio general que la situación interior del Imperio
bizantino y su sistema de gobierno cambiaron poco en el curso del siglo XII.
Cuando subió al trono
Alejo Comneno, hasta entonces representante de la alta aristocracia
terrateniente del Asia Menor, hallóse emperador de un Estado cuya situación
financiera estaba completamente desorganizada, tanto por las numerosas empresas
militares como por los desórdenes internos del período precedente. A pesar de
tan desastroso estado de cosas, Alejo vióse obligado, sobre todo en los
comienzos de su gobierno, a recompensar a quienes le habían ayudado a subir al
trono, haciendo además ricos donativos a sus parientes. Para colmo, las duras
guerras contra turcos, pechenegos y normandos, así como los sucesos enlazados
con la primera Cruzada, exigían gastos considerables. Para llenar las cajas del
Tesoro, Alejo hubo de recurrir a los bienes de la alta aristocracia territorial
y a los de los monasterios. A cuanto cabe juzgar por los datos fragmentarios de
las fuentes, Alejo no anduvo en muchas contemplaciones cuando se trató de
confiscar los bienes de los grandes propietarios. En el castigo de las conjuras
políticas, la confiscación de tierras substituyó a menudo a la pena de muerte.
El mismo sino sufrieron los bienes conventuales, siendo a menudo entregados, por
vía de gratificaciones perpetuas (en griego Charistikia), a ciertas personas
que recibían como consecuencia el nombre de caristicarios (charistikarioi).
El sistema (carístico)
mediante la donación y/o administración de los bienes monásticos a seglares, se
hacía por motivos de desequilibrio de las cuentas públicas por parte del Estado
(como consecuencia de su participación en conflictos bélicos). Dicho sistema
carístico, se implementaba en casos de extrema urgencia pública ante una
gravedad institucional manifiesta, a los fines de asegurar la subsistencia,
continuidad y expansión de la misión sacra y fines del Imperio. Este sistema,
no fue inventado por los Comnenos, que se limitaron a recurrir a él más
frecuentemente que otros emperadores y esto a causa de sus graves
desequilibrios patrimoniales, financieros y económicos de la hacienda pública.
Cabe comparar aquél procedimiento a la secularización de los bienes monásticos
bajo los emperadores iconoclastas y, según toda probabilidad, a ciertos
fenómenos sociales de una época más antigua aún. En los siglos X y XI se
aplicaba ya con frecuencia el método carístico. Se dieron conventos a personas
eclesiásticas y seglares, incluso mujeres. A veces se donaron a mujeres
conventos de hombres, y viceversa. Los caristicarios debían defender los
intereses de los conventos que se les otorgaban, protegiéndolos contra las
arbitrariedades de gobernadores y recaudadores de impuestos y contra toda carga
ilegal, administrando además lo mejor posible los intereses de los monasterios
(que se les conferían y guardando para sí las rentas restantes después de
cumplidas todas sus obligaciones. Desde luego en la práctica no sucedía así y
la donación de conventos significaba para los caristicarios una fuente de
ingresos y beneficios, en perjuicio de los monasterios, que se empobrecían con
tal sistema. En todo caso, las carísticas, muy ventajosas para quienes las
recibían, eran muy buscadas por los altos dignatarios bizantinos. Ya indicamos
antes que Alejo hizo convertir en moneda algunos vasos sagrados, medida que
derogó después.
Con todo, las
confiscaciones de tierras resultaban insuficientes para sanear las finanzas
públicas. Entonces Alejo Comneno recurrió al peor de su decisión de política
monetaria: la alteración del valor de la moneda, emitiendo una nueva, sin el
debido respaldo en metálico (oro puro) en la base monetaria. Los historiadores
censuran severamente esta medida de Alejo, en virtud de la cual se creaban,
junto a las antiguas monedas de oro (el “nomisma”, “hiperpiro” o “sólido”),
otras con una aleación de cobre y oro o plata y oro. La nueva moneda llamábase
“nomisma” también y tenía el mismo curso que las monedas precedentes, pero de
hecho no valía más que la tercera parte de la antigua, cuyo valor igualaba al
de doce piezas o miliarisia. De modo que la moneda nueva no valía realmente más
que cuatro miliarisia.
A la par Alejo quería
recibir los impuestos en moneda de buena ley. Tales medidas introdujeron
todavía más confusión en la hacienda imperial e irritaron a los súbditos. La crítica
situación de los asuntos exteriores y la ruina económica del país, ya casi
completa a pesar de las medidas del emperador, obligaron al gobierno a recaudar
los impuestos con rigurosa severidad. Como muchas propiedades territoriales,
tanto seglares como eclesiásticas, estaban exentas de contribuciones, toda la
carga fiscal se fundaba sobre las clases inferiores, que se sentían agotadas
bajo el peso abrumador del Fisco. Los recaudadores de impuestos, que, con frase
del arzobispo Teofilacto de Bulgaria, eran “bandidos más que perceptores de
contribuciones y despreciaban tanto las leyes divinas como los decretos
imperiales”, arruinaban a la población.
La sabia administración de
Juan Comneno (Kaloyan) mejoró algo la hacienda a despecho de las guerras
continuas. Pero su sucesor, Manuel, volvió a poner al país en crítica situación
económica. No ha de olvidarse que por entonces la población del país, y por
tanto su capacidad de pago, sufrieron una disminución notable. Ciertas regiones
del Asia Menor quedaron abandonadas como consecuencia de la invasión islámica,
y parte de los habitantes fueron llevados cautivos, mientras otros huían a las
ciudades de la costa. Los territorios abandonados no podían pagar contribución.
Análogo fenómeno se observó en la Península balcánica como resultado de las
invasiones de los húngaros, servios y pueblos transdanubianos en general.
Entre tanto los gastos
aumentaban. Fuera de los desembolsos exigidos por las necesidades militares,
Manuel obtuvo grandes sumas a los numerosos extranjeros que acudían a Bizancio
atraídos por la política latinófila del emperador. Éste, además, necesitaba
dinero para sus construcciones, para mantener el lujo desmedido de la corte y
para atender a sus favoritos y favoritas.
Nicetas Coniates nos pinta
con muy vivos colores el general descontento suscitado por la política
financiera de Manuel. Los griegos de las islas Jónicas, sintiéndose incapaces
de soportar el peso de los impuestos, se entregaron a los normandos.
Como Alejo Comneno, Manuel
se preocupó de restablecer sus finanzas mediante la confiscación de propiedades
laicas y eclesiásticas, y volvió a poner, en vigor, según sabemos, la famosa
Novela que Nicéforo Focas emitiera en 964 sobre las propiedades territoriales
de la Iglesia y los monasterios.
Andrónico I, cuyo corto
reinado fue una reacción contra el gobierno de Manuel, se declaró defensor de
los intereses nacionales y de la gente modesta, en perjuicio de la latinofilia
de Manuel y de los grandes propietarios. Entonces la situación de los
contribuyentes mejoró. Los terratenientes poderosos y los colectores de
impuestos fueron sofrenados, los gobernadores de provincias obtuvieron sueldos
más altos y cesó la venta de cargos públicos. Nicetas Coniates, contemporáneo
de Andrónico, pinta, citando al profeta, el siguiente idílico cuadro: “Cada
hombre estaba tranquilamente tendido a la sombra de su huerto y, después de
juntar las uvas y frutos de la tierra, los comía con placer y dormía
gratamente, sin miedo al recaudador de contribuciones, sin temer que sus uvas
fuesen hurtadas y sin imaginar que su casa sería robada. Por lo contrario, al
que había dado a César lo que era de César, ya nada más se le exigía; no se le
quitaba, como antes, su última camisa y no se le acosaba, como antes, hasta la muerte”.
Las fuentes bizantinas dan
un cuadro desolador de la vida interna del país bajo Manuel, cuadro que de
cierto no pudo mejorar bajo el corto y borrascoso gobierno de Andrónico.
Empero, el judío español Benjamín de Tudela, que visitó Bizancio en la octava
década del siglo XII o sea bajo Manuel, ha dejado, en la descripción de su
viaje, algunas interesantes líneas sobre Constantinopla. La descripción que da
al lector es el resultado de sus observaciones personales y de los testimonios
orales recogidos. De Constantinopla escribe: “Desde todas las partes del
Imperio llega aquí cada año un tributo; los sitios fortificados están tan
llenos de oro, de purpura y de seda, que no se puede ver parte alguna de las
construcciones que contienen tales riquezas. Se afirma que los impuestos de la
capital sola rinden anualmente veinte mil piezas de oro, suma donde entra el
impuesto sobre las casas mercantiles, impuestos aduaneros, etc. Los griegos son
muy ricos en oro y piedras preciosas; llevan ropas de seda adornadas de oro,
montan a caballo y parecen hijos de príncipes. El país es muy extenso, rico en
frutos, y el pan, la carne y el vino se encuentran en una abundancia tan grande
que ningún otro país puede jactarse de semejante riqueza. Los habitantes están
versados en la literatura griega. En una palabra, viven felices y cada uno come
y bebe bajo su parra y su higuera”.
El mismo viajero escribe
en otro lugar: “Toda clase de mercaderes llegan aquí de la tierra de Babilonia,
de la tierra de Shinar (Mesopotamia), de Persia, de Media, de toda, la
soberanía de Egipto, de la tierra de Canaán y del imperio de Rusia, de Hungría,
de pecheneguia, de Kazaria y de la tierra de Lombardía y de Sefarad (España).
Es una ciudad con una actividad a pleno y los mercaderes llegan a ella de todos
los países por tierra y por mar. No hay nada parejo en el mundo sino Bagdad, la
gran ciudad del Islam”. También en tiempos de Manuel, un viajero árabe,
Al-Harawi o El-Herewi, visitó Constantinopla, donde obtuvo del emperador una
acogida excelente. En su libro, este viajero da una descripción de los
monumentos más importantes de la capital y observa: “Constantinopla es una
ciudad más grande que lo que su reputación anuncia. Así Dios, en su gracia y
generosidad, se digne hacer de ella la capital del Islam”. Es interesante
cotejar con la descripción de Benjamín de Tudela algunos versos de Juan
Tzetzés, poeta de la época de los Comnenos, igualmente relativos a
Constantinopla. Parodiando dos versos de Homero (Iliada, IV, 437438), Tzetzés
escribe, con amargura no exenta de indignación: “Los hombres que viven en la
capital de Constantinopla son una raza de ladrones; no pertenecen ni a un solo
pueblo ni a una sola lengua; hay una mezcla de lenguas extrañas y hay hombres
muy malos, cretenses, turcos, alanos, rodiotas y quíenses... Todos, muy
ladrones y corrompidos, son considerados como santos en Constantinopla”.
La vida brillante y
bulliciosa de Constantinopla bajo Manuel recuerda al historiador Andreades la
de ciertas capitales, como París, en tiempos del Segundo Imperio y vísperas de
la catástrofe.
Es difícil fijar con
precisión la cifra de los habitantes de la capital en aquella época. Cabe
suponer —pero es sólo una pura hipótesis— que la población de Constantinopla
hacia el fin del siglo XII comprendía de ochocientos mil a un millón de almas.
Bajo los Comnenos y los
Angeles, a la vez que se acrecían las grandes propiedades, vióse a la
aristocracia terrateniente ganar fuerza y poder y hacerse cada vez más
independiente del gobierno central. El feudalismo progresaba en el Imperio. El
italiano Cognasso escribe al propósito: “Desde entonces el feudalismo recubre
todo el Imperio y el emperador debe luchar con los grandes señores
provincianos, que no siempre consienten en proporcionarle soldados con la misma
generosidad que lo hicieron, por ejemplo, para la guerra contra los
normandos... Al romperse el equilibrio de los elementos que constituían la base
social y política del Imperio, la aristocracia quedó encima y al fin el Imperio
cayó en sus manos. La monarquía se encontró privada de su poder y de su
riqueza, que pasaron a la aristocracia”. El Imperio se precipitaba hacia la ruina.
Bajo Manuel se promulgó
una interesantísima “crisobula” prohibiendo transferir toda propiedad inmueble
concedida por el emperador a cualquier persona que no fuese un funcionario de
rango senatorial o militar. Si se hacían transmisiones en desacuerdo con
aquella regla, el bien transferido revertía al Tesoro.189 Este
edicto de Manuel, al prohibir a las clases pobres pensar en, adquirir
donaciones imperiales de tierras, dio a la aristocracia inmensos territorios.
La crisobula fue abrogada en diciembre de 1182 por Alejo II Comneno, quien,
aunque firmó el edicto, lo hizo así, sin duda, a instigación del todopoderoso
regente Andrónico. Desde 1182 las donaciones imperiales pudieron transmitirse a
cualquiera, fuera el que fuese su rango social.
Juzgamos que dicha
crisobula de 1182 debe ser puesta en el número de las medidas correspondientes
a la nueva política de Andrónico, quien abrió un frente agresivo y peligroso de
batalla contra la clase privilegiada de la aristocracia bizantina y los grandes
propietarios. Al firmar el edicto, Alejo II no fue sino instrumento de
Andrónico. Nos cuesta trabajo admitir el criterio de ciertos sabios relativo a
que la prohibición de Manuel, dirigida contra los francos, tendía a entorpecer
a los comerciantes extranjeros las compras de tierras, y dudamos que la
derogación del edicto fuese un acto francófilo fruto de la 192 política
latínofílica de Alejo Comneno.
Es verdad que el gobierno
de Alejo II, niño aún, y de su madre, se inclinaba a apoyarse en el odiado
elemento latino; pero tan pronto como Andrónico entró en Constantinopla y fue
proclamado regente, las circunstancias cambiaron, el poder pasó a sus manos y
hacia fines de 1182 su política era ya abiertamente hostil a los latinos.
Las guerras, casi
continuas, hacían que el ejército costase al Estado mucho dinero. Ha de
tributarse a los Comnenos la justicia de que velaron por el crecimiento y
restauración de sus tropas. Nos consta que éstas comprendían, aparte el
elemento indígena suministrado por los temas, numerosos destacamentos
mercenarios de diversas nacionalidades. En la época de los Comnenos se advierte
un nuevo factor en el ejército: el elemento anglosajón.
El motivo de que
apareciesen anglosajones en Bizancio debióse a la ocupación de Inglaterra por
los normandos mandados por Guillermo el Conquistador. La catástrofe que cayó
sobre Inglaterra a raíz de la batalla de Hastings o Senlac (1066), hizo pasar
el país a manos de un conquistador severo y creó nuevas condiciones de vida.
Las tentativas insurreccionales de los anglosajones contra el nuevo monarca
fueron ahogadas en ríos de sangre. Así, muchos anglosajones abandonaron,
desesperados, el país. En la octava década del siglo XII” es decir, a
principios del reinado de Alejo Comneno, se hallan —como lo prueba el
historiador inglés Ereeman, autor de una célebre obra sobre la conquista de
Inglaterra por los normandos— cierto número de hechos que acreditan claramente
la existencia de una emigración anglosajona al Imperio griego.
Un cronista occidental de
la primera cincuentena del siglo XII escribe: Después de haber perdido su
libertad, los anglos fueron profundamente afligidos... Algunos de ellos,
brillantes con la flor de una hermosa juventud, se fueron a países lejanos y se
ofrecieron valerosamente para el servicio militar del emperador de
Constantinopla, Alejo”.
Aquel fue el principio de
la compañía varengo-inglesa (druina) que desempeñó en la historia de Bizancio
en el siglo XII un importante papel, análogo al que desempeñara la compañía
varengo-rusa en los siglos X y XI. Parece que no hubo nunca tantos mercenarios
extranjeros en Bizancio como durante el reinado latinófilo de Manuel.
A lo que sabemos, la
flota, muy bien organizada por Alejo, fue perdiendo paulatínamente su valor
militar y en la época de Manuel estaba en completa decadencia. Nicetas
Coniates, en su historia, censura severamente a Manuel por haber dejado
arruinarse la pujanza marítima del Imperio. Bajo los Comnenos, las naves
venecianas, como resultado del acuerdo de alianza veneciano-bizantina, ayudaron
eficazmente al Imperio, pero en perjuicio de la independencia económica de
Bizancio. Manuel restauró y fortificó algunas ciudades del Imperio, como hizo con
la importantísima posición estratégica de Attalia Satalia), en el litoral sur
del Asia Menor.194 Asimismo dispuso que se ejecutasen trabajos de
fortificación y se construyera un puente en Abydos, a la entrada del
Helesponto, donde radicaba una de las importantes aduanas bizantinas y donde, a
partir de los Comnenos, poseyeron zonas los venecianos sus rivales, los pisanos
y los genoveses.
La administración
provincial, o de los themas, bajo los Comnenos, no se ha estudiado bien
todavía. Se sabe que en el siglo XI el número de temas llegaba a 38. A raíz de
la disminución de los territorios del Imperio en los siglos XI - XII, las
fronteras de las provincias y el número de éstas se modificaron. Sobre tal
cuestión se hallan indicaciones en una Novela de Alejo III Ángel, fechada en
1198.
En ella se habla de los
privilegios mercantiles otorgados por el emperador a Venecia y se enumeran “por
sus nombres todas las provincias que se encuentran bajo la dominación del
Imperio romano y donde (los venecianos) pueden comerciar”. Esa lista de la
Novela no se ha examinado aún lo suficiente, pero en ella se da una idea
aproximada de los cambios sobrevenidos en la división del Imperio durante el
siglo XII.
La mayoría de los antiguos
temas habían sido gobernados, como sabemos, por estrategas o jefes militares.
Cuando el territorio imperial, a causa de las continuas derrotas, se halló muy
reducido, el importante título antiguo de estratega cayó en desuso, pues que no
convenía a la pequeña extensión de las provincias, y fue reemplazado por el de
dux, ya llevado en el siglo IX —e incluso antes— por los gobernadores de
algunas provincias 198 pequeñas.
En la situación mercantil
del Imperio bajo los Comnenos y los Angeles, debemos notar, en primer término,
un cambio muy trascendental producido por las Cruzadas. Oriente y Occidente
entablaron tratos mercantiles directos y Bizancio perdió su papel de corredor o
intermediarilo que asestó rudo golpe al poderío económico internacional del
Imperio. Además, en la capital y en otras ciudades, Venecia se había asegurado,
reinando Alejo Comneno, una situación de primera línea. Bajo el mismo emperador
los písanos obtuvieron importantes ventajas mercantiles en Constantinopla,
recibiendo un muelle (scala) y un barrio especial con almacenes y un barrio para
sus coterráneos. Se reservaron a los písanos lugares especiales para los
oficios divinos en Santa Sofía y los espectáculos públicos en el Hipódromo. Hacia fines del reinado de Juan Comneno, los genoveses abrieron
Algunos años después de la
terrible matanza de latinos en 1182, en tiempos de los Ángeles, la situación de
los latinos hízose muy ventajosa. En 1198, Alejo Ángel, a regañadientes,
publicó una crisobula confirmando la precedente bula expedida por Alejo Comneno
al firmar una alianza defensiva con la República de San Marcos. La crisobula de
1198 renovaba los privilegios mercantiles de Venecia y añadía cláusulas nuevas
sobre el estatuto de los venecianos en el Imperio. Los límites del barrio
veneciano siguieron siendo los mismos.
No sólo las ciudades
italianas gozaban de grandes privilegios comerciales en la capital, sino que
venecianos, pisanos y genoveses sacaron máximo provecho de sus concesiones
especiales y barrios mercantiles en muchas otras ciudades e islas del Imperio.
Tesalónica, el centro más importante del Imperio después de Constantinopla,
celebraba anualmente, a fines de octubre, con motivo de las fiestas de su
patrón San Demetrio, una famosa feria a la que concurrían en multitud, para
comprar o vender, griegos, eslavos, italianos, españoles (iberos), portugueses
(lusitanos), “celtas de allende los Alpes” (franceses) y gentes llegadas de las
remotas orillas del Atlántico.
Después de la capital de
Tesalónica, los principales centros económicos del Imperio eran Tebas, Corinto
y Patrás, famosas por sus sedas, y Adrianópolis y Filipópolis, en la Península
balcánica. Las islas del Egeo participaban también en la actividad industrial y
comercial de la época.
A medida que se acercaba
el año fatal de 1204, decaía la importancia mercantil de Bizancio, minada poco
a poco por la iniciativa y la actividad de Génova, Pisa y, sobre todo, Venecia.
La monarquía iba perdiendo “su potencia y su riqueza en provecho de la
aristocracia, lo mismo que perdía sus muchos otros derechos en provecho de la
clase mercantil cosmopolita de las grandes ciudades del Imperio).
Instrucción, ciencias, y
artes en la época de los Comnenos y los Ángeles.
La época de la dinastía
macedónica se había señalado, como sabemos, por una intensa actividad en el
campo de las ciencias, las letras, la cultura y el arte. La labor de
personalidades como Constantino Porfirogénito en el siglo X y Miguel Psellos en
el XI, el esplendor intelectual bizantino, la renovación de la escuela superior
de la capital en el siglo XI, crearon condiciones favorables al renacimiento
espiritual de la época de los Comnenos y los Ángeles.
Un rasgo característico de
ese período es el entusiasmo por la literatura antigua. Hesiodo, Hornero,
Platón, los historiadores Tucídides y Polibio, los oradores Isócrates y
Demóstenes, Aristófanes y los trágicos griegos, así como otros eminentes
representantes de los diversos aspectos de la literatura antigua, fueron
estudiados e imitados por los escritores del siglo XI y más aún por los del
XII.
Tal imitación repercutió
sobre todo el idioma, el cual, con su busca excesiva de la antigua pureza, se
volvió artificial, pomposo, difícil a veces de leer y comprender y
completamente distinto de la lengua hablada corrientemente. Resultó así una
literatura de hombres que, según frase de Bury, “eran esclavos de la tradición;
cierto que sus señores eran magníficos, pero no por ello dejaba el hecho de
significar una esclavitud”. No obstante, algunos escritores muy ilustrados en
las bellezas de la lengua clásica no dudaron a veces emplear la lengua popular
de su época, habiéndonos dejado interesantes ejemplos del idioma “vivo” del
siglo XII. Los autores de la época de los Comnenos y Angeles proclamaban la
superioridad de la civilización de Bizancio sobre la de Occidente, donde, según
una fuente, habitaban “tribus obscuras bárbaras que en su mayoría han sido, sí
no engendradas, al menos nutridas y educadas por Constantinopla”, en ninguna de
las cuales “hallan asilo las Gracias o Musas”, y en las que un canto agradable
tenía tanto valor “como el grito del buitre o el graznido del cuerzo”.
Aquella época tuvo, en el
dominio de la literatura, muchos representantes interesantes y eminentes, tanto
en los medios seglares como en los eclesiásticos. Semejante tendencia
intelectual penetró incluso en la familia de los Comnenos, muchos miembros de
la cual, influidos por el ambiente que les rodeaba, consagraron gran parte de
su tiempo a ocupaciones literarias o científicas.
Ana Dalasena, madre de
Alejo I y mujer muy instruida e inteligente —su ilustrada nieta Ana Comnena la
llama “no sólo honor de su sexo, sino también gloria de la naturaleza humana”—,
llegaba a menudo a la mesa con un libro en las manos y en el curso de la comida
comentaba las cuestiones dogmáticas propuestas por los Padres. Le gustaba sobre
todo hablar de filosofía y del mártir Máximo.
El propio Alejo Comneno
escribió disertaciones teológicas contra los herejes. En 1913 se han publicado
las Musas de Alejo Comneno, dedicadas a su; hijo y heredero Juan y escritas en
yambos. Fueron redactadas, en forma de “exhortación”, poco antes de la muerte
de Alejo. Este trabajo de Alejo es. una especie se testamento político y no
sólo trata de abstractas cuestiones de moral, sino incluso de cierto número de
sucesos históricos contemporáneos, tales como la primera Cruzada.
La hija de Alejo, Ana, y
el marido de ésta. Nicéforo Brieno, ocupan puesto de honor en la historiografía
bizantina. Nicéforo, que sobrevivió a Alejo y tuvo un papel importante en los
asuntos públicos bajo Alejo y su hijo Juan, acometió la tarea de escribir la
historia de Alejo Comneno. La muerte le impidió realizar su proyecto, y así no
pudo componer más que una especie de crónica familiar o memorias que tendían a
demostrar los motivos de la exaltación de la Casa de los Comnenos al trono,
hasta la coronación de Alejo. El muy detallado relato de Nicéforo abarca los
sucesos del período 1070-1079, o sea hasta comienzos del reinado de Nicéforo
III Botaniates. Siendo así que la obra versa en especial sobre los Comnenos, no
carece de cierta parcialidad. La dicción de Brieno es muy sencilla y carece de
la artificiosidad característica, por ejemplo, de su culta esposa. En los
escritos de Brieno se nota mucho la influencia de Jenofonte. Esa obra es de
gran importancia, tanto para la historia de la corte como para la historia
exterior, proyectando luz especialmente sobre el progreso del peligro turco.
La esposa de Nicéforo, es
decir, la talentosa y muy ilustrada Ana, hija mayor de Alejo, escribió la
Alexiada, poema épico en prosa, según expresión de algunos eruditos, y primer
monumento importante del renacer literario de la época de los Comnenos. La
escritora se propone en su obra describir el excelente reinado de su padre, “el
gran Alejo, la antorcha 207 del universo, el sol de Ana”.
En los quince libros de su
gran obra, Ana describe la época de 1069 a 1118, traza el cuadro de la
progresiva elevación de la familia de los Comnenos desde antes de la coronación
de Alejo, y lleva su exposición hasta la muerte de éste. El libro de Ana
completa y continúa el de su marido. En todo el libro de Ana se nota la
tendencia panegirista de la autora, que exalta a su padre, llamándole “treceno
apóstol” y procura mostrar al lector la superioridad de Alejo sobre todos los
demás miembros de su familia. Ana había recibido una instrucción excelente y
leído muchos escritores de los más eminentes de la antigüedad, tales como
Hornero, los líricos, los trágicos y Aristófanes; Tucídides y Polibio entre los
historiadores; Isócrates y Demóstenes entre los oradores, y Aristóteles y
Platón entre los filósofos. Estas lecturas influyeron en el lenguaje de la Alexíada,
donde Ana adopta las formas externas de la antigua lengua helénica, “lengua
escolástica, casi completamente momificada y opuesta del todo la lengua hablada
en la época”.
Ana llega a excusarse ante
los lectores cuando ha de citar los nombres bárbaros de los jefes occidentales
o rusos (escitas), que “afean y rebajan la sublimidad de la historia”. A pesar
de su parcialidad, Ana nos. ha legado una obra histórica muy importante, que no
sólo se funda en sus propias observaciones y en los testimonios orales, sino
también en los documentos de los Archivos de Estado, la correspondencia
diplomática y los decretos imperiales. Respecto a la primera Cruzada, la
Alexíada es una de las fuentes más principales. Gíbbon juzga así la obra de
Ana: “En vez de tener la sencillez de estilo y de exposición que se ganan
nuestra credulidad, una elaborada afectación de retórica y ciencia delata a
cada página la vanidad femenina de la autora”. Los historiadores modernos miran
a Ana Comnena, y con razón, de modo diferente, reconociendo que, “a pesar de
todos sus defectos, esas memorias de la hija sobre su padre persisten siendo
una de las obras más eminentes de la historiografía medieval griega”, y serán
siempre uno de los testimonios más altos del reinado de Alejo Comneno,
restaurador del Imperio griego. La más reciente biógrafa de Ana, escribe: “Ana
Comnena tuvo en verdad excelentes disposiciones científicas; poseyó ciertamente
talento literario... A buen seguro no se requiere más para que reciba en el
Parnaso el lugar que su época le concedió: el de décima Musa”.
Ignoramos si Juan, hijo y
sucesor de Alejo y hombre que pasó toda su vida en expediciones militares,
compartió las inclinaciones literarias de quienes le rodeaban. Pero sí sabemos
perfectamente que su hermano menor, el sebastocrátor Isaac, a más de ser hombre
instruido y promotor por las actividades culturas y en especial por las letras,
escribió dos ensayos sobre la historia de la transformación de la epopeya
homérica, y la introducción al Código llamado de lo Ocho Libros (Octateuco).
Los más recientes estudios nos permiten suponer que la actividad literaria de
Isaac fue mucho más diversa de lo que nos cabe juzgar dado el estado actual de
nuestros conocimientos, reducidos a los dos o tres pequeños textos editados.
Probablemente tenemos en él un escritor bizantino nuevo, interesante desde
diversos puntos de vista.
El emperador Manuel, muy
amante de la astrología, escribió una apología de la Ciencia astronómica., esto
es, de la astrología, defendiéndola contra los ataques del clero. Fue, además,
autor de varias obras teológicas y discursos públicos imperiales. Considerando
los estudios teológicos de Manuel, el panegirista de éste, Eustacio de
Tesalónica, designa al gobierno de entonces como un “sacerdocio imperial” o un
“reino de sacerdotes” (Éxodo 19:6). Manuel no se interesó sólo por la
literatura, sino también por la teología. Envió al rey de Sicilia a título de
regalo, el famoso Almagesto de Ptolomeo. Otros manuscritos de la biblioteca de
Manuel pasaron también a Sicilia. La primera redacción latina del Almagesto se
escribió hacia 1160. Irene, cuñada de Manuel, se distinguió por su amor a las
ciencias y su talento literario. Teodoro Pródromo, que fue su poeta oficial y
probablemente su maestro, consagró a Irene varias trabajos poéticos y
Constantino Manases compuso en honor a Irene su crónica versificada. En “el
prólogo de la crónica Irene aparece calificada de “una verdadera amiga de la
literatura”. Cierto Diálogo contra los judíos atribuido a veces a Andrónico I,
pertenece, según ya dijimos, a una época más reciente.
Este breve resumen indica
lo mucho que las inclinaciones literarias penetraron en los Comnenos. Pero de
seguro esta familia no hacía sino reflejar el impulso intelectual general que
halló su principal expresión en el desarrollo literario característico de la
época de los Comnenos.
Los historiadores, poetas,
escritores religiosos y literatos diversos, así como los áridos cronistas
contemporáneos, nos han dejado obras que nos permiten profundizar en la vida
literaria de la época de los Comnenos y los Ángeles.
El historiador Juan
Cinnamo o Cinnamus, contemporáneo de los Comnenos, siguió las huellas de
Herodoto y Jenofonte y sufrió además la influencia de Procopio. Nos ha legado
una historia de los reinos de Juan y Manuel (1118-1176), que continúa la
historia de Ana Comnena. En el centro de esta exposición, notoriamente inacabada,
Cinnamus sitúa la personalidad de Manuel, con lo que su obra tiene en algún
modo tendencia panegírica. Defensor acérrimo de los derechos del emperador
romano de Oriente y adversario declarado de las pretensiones pontificias y del
poder imperial de los soberanos germánicos, Cinnamus, aparte de hacer héroe de
su libro a Manuel —pagando así la benevolencia que el emperador le demostró—,
nos da un relato histórico concienzudo, fundado en el estudio de fuentes
excelentes y escrito en muy buen griego, empleando “el tono franco de un
soldado lleno de un natural y no disimulado entusiasmo por el emperador”.
Los dos hermanos
Acominatos —Miguel y Nicetas—, oriundos de la ciudad frigia de Konia o Chonia
(por lo que a menudo se les apellida Coniatess o Choniatas) fueron figuras
eminentes en las letras del siglo XI y de comienzos del XII”. Miguel, el
hermano mayor, había recibido una excelente instrucción en Constantinopla junto
a Eustacio, obispo de Tesalónica, de quien hablaremos luego. Miguel escogió la
carrera eclesiástica y fue arzobispo de Atenas durante cerca de treinta años.
Era ardiente admirador de la antigüedad helénica.
Vivió en su residencia
arzobispal de la Acrópolis. (Ya sabemos que en la Edad Media había en el
antiguo Partenón un templo consagrado a la Virgen.) Parecíale al principio muy
seductor tener su sede en la Acrópolis. Miguel miraba a la ciudad y sus
habitantes con los ojos de un contemporáneo de Platón, y por tanto le espantada
el tremendo abismo que separaba a los atenienses contemporáneos de los helenos
de la antigüedad. El idealista Miguel no reparaba en el fenómeno general que se
había producido en toda Grecia, transformando la nacionalidad griega. Su
concepción ideal chocó en seguida con la dura realidad .
El discurso de
presentación de Miguel ante los atenienses reunidos en el Partenón, fue, según
el autor, un modelo de estilo sencillo. Recordó a sus oyentes la antigua
grandeza de la ciudad, madre de la elocuencia y la sabiduría; expresó la firme
certidumbre que albergaba de la continuidad genealógica del pueblo ateniense
desde la antigüedad hasta entonces; sugirió a los atenienses que siguieran los
nobles ejemplos de sus antepasados y citó como ejemplos los nombres de
Arístides, Diógenes, Pericles y Temístocles. aquél discurso, compuesto en
realidad con un estilo enfático, plagado de citas antiguas y bíblicas, lleno de
y metáforas, resultó obscuro e incomprensible para los auditores del nuevo
metropolitano, porque tales expresiones estaban por encima de la comprensión de
los atenienses del siglo XII Miguel lo notó. En uno de sus siguientes sermones
dijo con profunda amargura:
“¡Oh, ciudad de Atenas,
madre de la Sabiduría, y en qué grado de ignorancia has recaído! Cuando me
dirigí a vosotros en mi discurso de presentación, que era tan sencillo, tan
desprovisto de artificio, pareció que hablaba una lengua incomprensible,
obscura y extranjera, persa o escita”.
El sabio Miguel Acominatos
dejó pronto de ver en sus contemporáneos atenienses a los descendientes
directos de los antiguos helenos. “Quedan —escribía— el encanto del país; el
Himeto, rico en miel; el tranquilo Pirco; Eleusis, antes misteriosa; la llanura
de Maratón; la Acrópolis; pero aquella culta generación amante de las ciencias
ha desaparecido y su lugar tomado por una generación inculta, pobre de cuerpo y
de espíritu. Rodeado de bárbaros, Miguel temía convenirse él mismo en grosero y
bárbaro. Se quejaba de la alteración de la lengua griega, evolucionada ahora en
una especie de dialecto bárbaro, el cual no llegó a comprender hasta después de
pasar tres años en Atenas. Miguel habitó en la Acrópolis hasta principios del
siglo XIII. A raíz de la conquista de Atenas por los francos, hubo de ceder su
sede a un obispo latino y pasó la última parte de su vida en la pequeña isla de
Ceos, junto al litoral del Ática, y allí murió y fue enterrado en 1220.
Miguel Acominatos dejó una
rica herencia literaria que incluye sermones y discursos sobre temas diversos,
muchas epístolas y algunos poemas. El conjunto nos da indicaciones preciosas
sobre las condiciones políticas, morales y literarias de la vida de su tiempo.
Entre sus poemas ha de colocarse, en primer término, una elegía yámbica en
honor de Atenas, “primera y única lamentación llegada a nosotros sobre la ruina
de la antigua y gloriosa ciudad”. Gregorovius califica a Miguel Acominatos de
rayo de sol en las tinieblas de la Atenas medieval, y de “último gran ciudadano
y última gloria de aquella ciudad de la sabiduría”.
En la tosquedad que rodeaba a Atenas y de que habla Miguel, así como en la alteración del idioma, han de verse, ante todo, ciertas huellas de la influencia eslava. Algunos sabios, como E. I. Uspenski, creen posible, fundándose en los escritos de Miguel, afirmar la existencia en el siglo XII, cerca de Atenas, de una comunidad eslava y de una propiedad campesina libre, cosas muy importantes en la historia interior de Bizancio. Nicetas Acominatos o
Coniates, hermano menor de Miguel, ocupó el primer puesto entre los
historiadores del siglo XII y comienzos del XIII. Nicetas nació, promediado el
siglo XII, en la ciudad frigia de Konia, como su hermano, y siendo niño aun fue
enviado a Constantinopla, donde estudió bajo la dirección de Miguel. Mientras
éste se consagraba al sacerdocio, Nicetas eligió la carrera laica de
funcionario. Probablemente a raíz de los últimos años del reinado de Manuel, y
en especial bajo los Ángeles, fue agregado a la corte y alcanzó los grados
superiores de la jerarquía administrativa. Forzado a huir de la capital durante
el saco que de esta practicaron los cruzados en 1204, Nicetas huyó a Nicea,
buscando refugio junto al emperador de este último país, Teodoro Láscaris:
Teodoro le acogió con mucha benevolencia, le otorgó todos los honores y
distinciones perdidos y le dio la posibilidad de consagrar los últimos años de
su vida a sus trabajos literarios favoritos, así como de terminar su gran obra
histórica. Nicetas murió en Nicea poco - después de 1210. Su hermano Miguel,
que le sobrevivió, dedicóle una emocionante oración fúnebre, muy importante
para la biografía de Nicetas.
La obra principal de
Nicetas Coniates es su gran obra histórica en veinte libros, que abarcan los
sucesos comprendidos entre la exaltación de Juan Comneno y los primeros años
del Imperio latino (1118-1206). Esa obra es fuente inestimable para la época de
Manuel, el interesante reinado de Andrónico, la época de los Ángeles y la
cuarta Cruzada y toma de Constantinopla por los cruzados en 1204. El principio
de la historia —el período de Juan Comneno— está expuesto con brevedad. La obra
de Nicetas suele pararse en, seco sobre accidentes fortuitos y no presenta una
unidad acabada. F. I. Uspenski supone que no se ha publicado aun en su forma
íntegra. Nicetas sólo se servía de dos fuentes en su trabajo: los relatos de
testigos oculares y sus observaciones propias. Los sabios están divididos sobre
la cuestión de si se sirvió de Juan Cinnamus como una fuente. La historia de
Nicetas Acominatos está escrita en estilo ampuloso, elocuente y pintoresco y su
exposición revela extensos conocimientos en literatura antigua y en teología.
El autor forma sobre su lenguaje un juicio muy diferente del nuestro. En la
introducción de su trabajo, dice, entre otras cosas: “No me he curado de hacer
un relato pomposo, salpicado de palabras obscuras y de expresiones hinchadas,
aunque otros aprecien esto mucho...
Lo que más detesta la
historia, como yo digo, es un lenguaje obscuro e incomprensible, pues ama, al
contrario, un estilo sencillo, natural y fácil de entender”.
A pesar de cierta
tendenciosidad en su exposición de los sucesos de ciertos reinados, Nicetas,
persuadido de la superioridad de la civilización romana sobre la del “bárbaro
Occidente”, merece como historiador gran confianza y atención profunda.
Uspenski escribe: “Nicetas merece ser estudiado aunque sólo fuera por el hecho
de que en su historia se ocupa en una época muy importante de la Edad Media, en
la cual las relaciones hostiles de Oriente y Occidente alcanzaron su mayor
grado de intensidad y dieron nacimiento a las Cruzadas y a la fundación de un
Imperio latino en Constantinopla. La opinión de Nicetas sobre los Cruzados
occidentales y sobre las relaciones recíprocas de Oriente y Occidente se señala
por su justeza profunda y por un afinado sentido histórico que no hallamos en
los mejores escritos de la literatura occidental de la Edad Media”.
Aparte su Historia, acaso
se deba a Nicetas Acominatos un corto tratado sobre las Estatuas destruidas por
los latinos en Constantinopla en 1204, y varias obras retóricas, como cierto
número de panegíricos de los diversos emperadores y un tratado teológico no
dado a luz íntegramente: el Tesoro de la Ortodoxia, continuación de la Panoplia
de Eutimio de que hablamos antes. El Tesoro, resultado de un estudio hondo de
numerosos escritores, se propone refutar los errores heréticos.
Entre las figuras
eminentes del siglo XII cabe contar igualmente al maestro y amigo de Miguel
Acominatos, a “la más brillante luminaria del mundo sabio bizantino después de
Miguel Psellos”, es decir, el arzobispo Eustacio de Tesalónica. Eustacio
educóse en Constantinopla y allí, en su calidad de diácono de Santa Sofía, fue
profesor de oratoria y escribió la mayoría de sus brillantes trabajos. Pero su
obra histórica, y otras ocasionales se redactaron en Tesalónica. La morada de
Eustacio en Constantinopla era una especie de academia para los estudiantes
jóvenes y se convirtió en un centro en torno al que se reunían los mejores
intelectos de la capital y la juventud deseosa de instruirse. Eustacio, pastor
supremo de la segunda ciudad del Imperio, desplegó gran celo por elevar el
nivel moral e intelectual de los monjes, lo que a veces le generó la hostilidad
de algunos miembros del clero regular. Son muy interesantes, desde el punto de
vista de la historia de la civilización, las incesantes exhortaciones de
Eustacio a los monjes para que no echasen a perder los tesoros de las
bibliotecas. Al respecto, escribió en su obra sobre el monaquismo palabras
siguientes: “¡Guay de ti! ¿Por qué quieres, ignorante, identificar una
biblioteca monacal con tu alma? Tú, que no posees conocimiento alguno, ¿quieres
también quitar a la biblioteca sus recursos científicos? Déjala que conserve
esos tesoros. Tras de ti vendrá algún conocedor o amante de esas ciencias y el
primero se volverá más instruido después de pasar algún tiempo en la
biblioteca; el segundo, avergonzado de su completa ignorancia, encontrará en el
estudio de los libros lo que buscaba”. Eustacio murió a fines del siglo XII. Su
discípulo y amigo Miguel Acominatos, metropolitano de Atenas, honró la memoria
del difunto con una conmovedora oración fúnebre.
Eustacio, sin duda, fue
una de las personalidades más importantes de fa vida intelectual de Bizancio en
el siglo XII. Señálase como atento observador de la vida política de su tiempo,
como teólogo despierto y experimentado que era criticó valerosamente la
corrupción monacal, y como un sabio notable fijó su posición al respecto. Su
conocimiento de la literatura antigua, y sobre todo de los Comentarios de
Homero, le han valido un lugar de honor, no sólo en la historia de la
civilización bizantina, sino también en el de la filología clásica. Su legado
literario abarca dos partes: en la primera han de situarse los vastos y
profundos comentarios sobre la Iliada y la Odisea que compuso en
Constantinopla, un valioso comentario de Píndaro y algunas otras cosas; en la
segunda, las obras escritas en Tesalónica, es decir, su historia de la toma de
Tesalónica por los normandos en 1185, obra de que ya hemos hablado antes; una
correspondencia muy importante para su época; una célebre disertación sobre la
necesidad de reformar la vida monástica, un discurso sobre la muerte del
emperador Manuel, etc. Los escritos de Eustacio no se han utilizado aun con la
debida amplitud en relación al estudio de la vida política e intelectual de Bizancio.
A fines del siglo XI y
principios del XII vivió el eminentísimo teólogo Teofilacto, arzobispo de
Achrida (Ochrida), en Bulgaria. Nació en la isla de Eubea y fue durante algún
tiempo diácono en Santa Sofía. Recibió una excelente instrucción y tuvo por
maestro al célebre Miguel Psellos. Fue nombrado arzobispo de Achrida
probablemente bajo Alejo I. Bulgaria estaba entonces sometida al dominio de
Bizancio. La vida ruda y bárbara de aquél país no pudo hacer a, Teofilacto
olvidar a Constantinopla, ciudad a la que deseaba, con todo su corazón,
regresar. Pero no lo logró y terminó su vida en Bulgaria. Si bien se desconoce
la fecha exacta de su fallecimiento, se estima que murió hacía el 1108.
Escribió algunas obras teológicas. Se conocen en especial sus Comentarios sobre
los libros del Antiguo y Nuevo Testamento. Pero desde nuestro punto de vista
sus obras capitales son su correspondencia y su libro Sobre los errores de los
latinos. Casi todas sus cartas, escritas entre 1091 y 1108, nos dan un cuadro
muy interesante de la vida provinciana en el Imperio. Las cartas de Teofilacto,
no estudiadas con profundidad en lo que se refieren a la historia interna de
Bizancio, merecen particular atención. Ya hablamos antes de su libro Sobre los
errores de los latinos, que se señala por sus tendencias conciliadoras al
respecto de la Iglesia romana.
Reinando Manuel, vivió y
escribió como Miguel de Tesalónica, quien comenzó su carrera como diácono y
profesor de exégesis de los evangelios en Santa Sofía de Constantinopla,
recibiendo después el título de “Maestro de los retóricos” y siendo, al fin,
condenado como sectario de la herejía de Sotérico Panteugeno y privado de sus
títulos. Compuso varios discursos en honor de Manuel: cinco de ellos
han sido publicados. El último fue pronunciado, como una oración fúnebre, pocos
días después de la muerte del emperador. Los discursos de Miguel dan algunos
detalles interesantes sobre los sucesos históricos de la época. Los dos últimos
no han sido utilizados todavía por ningún historiador.
A mediados del siglo XII
se escribió una de las numerosas imitaciones bizantinas de los diálogos de
Luciano: el Timarión. Esa obra suele ser considerada anónima, pero acaso el
autor se llamase Timarión realmente. Timarión relata el supuesto viaje que hizo
a los infiernos y reproduce las conversaciones que tuvo con los muertos en los
Campos Elíseos. Dice haber visto al emperador Romano Diógenes, a Juan Italos, a
Miguel Psellos, al emperador iconoclasta Teófilo, etc. Literariamente, el
Timarión, obra llena de humorismo y talento, es la mejor imitación bizantina de
Luciano. Fuera de sus cualidades de estilo, el libro tiene para nosotros el
interés de que nos da algunas descripciones de la vida real, como la de la
feria de Tesalónica. Es una fuente histórica de primer orden para la historia
interior de Bizancio.
Otro contemporáneo de los Comnenos,
Juan Tzetzés, muerto probablemente hacia 1180, tiene una considerable
importancia en el sentido de la literatura, de la historia de la civilización y
de la antigüedad clásica. Este autor, tras haber recibido una buena instrucción
filológica, fue durante cierto tiempo profesor de gramática y después se
entregó a la literatura, ocupación que aseguró su pan de cada día. En sus
escritos Juan Tzetzés no desperdicia ocasión alguna de hablar de las diferentes
circunstancias de su existencia, las cuales nos muestran un hombre del siglo
XII que vive de su actividad literaria y se queja sin César de su pobreza y
miserias, busca las buenas gracias de los ricos y nobles, les dedica sus
escritos, se indigna ante la idea de que no sean debidamente reconocidos sus
méritos y cae un día en tal miseria que de todos sus libros sólo le resta un
ejemplar de Plutarco. Como, por falta de dinero, no podía procurarse las obras necesarias
y debía confiar principalmente en su memoria, cometió en sus escritos muchos
errores históricos elementales. En una de sus obras escribe: “Para mí, mi
biblioteca es mi cabeza. Dada la gran penuria en que estamos, no tenemos libros
en casa. Así, no puedo nombrar exactamente al autor”. En otra obra escribe
respecto a su memoria; “Dios no ha creado nunca y nunca creará un hombre que
tenga una memoria semejante a la de Tzetzés”. La erudición de Tzetzés en
materia de literatura clásica antigua y bizantina era muy notable. Había leído
innumerable cantidad de poetas, escritores dramáticos, historiadores, oradores,
filósofos, geógrafos y novelistas, sobre todo a Luciano. Las obras de Tzetzés
están escritas en un estilo retórico, cargadas de citas mitológicas, literarias
e históricas y llenas de autoelogios. Son, pues, difíciles de leer y poco
interesantes. Citaremos sólo unos cuantos de sus numerosos escritos. La
colección de sus cartas, ciento siete en total, aparte los defectos que hemos
señalado, tiene cierta importancia, tanto para la biografía del autor como para
las de sus corresponsales. El Libro de las historias, escrito en versos
llamados “políticos” (esto es, populares)229 es una obra poética de
carácter históricofilológico, que abarca más de doce mil versos. A partir de la
primera edición, donde, para comodidad, la obra se dividió en doce partes de a
mil versos, se llama ordinariamente a este libro las Quiliadas (es decir, los
Miles). Las Misionas o Quilíadas de Juan Tzetzés, no son, según Krumbacher, más
que “un enorme comentario versificado de sus propias cartas, que allí se
explican la una tras la otra. Las relaciones de las cartas y las Quiliadas son
tan íntimas, que las primeras pueden considerarse como un resumen detallado de
las segundas”. Este solo hecho quita a las Quilíadas todo valor literario. Otro
sabio (V. G. Vasilievski), nota con severidad que las Quilíadas “representan
desde el punto de vista literario un absurdo completo; pero a veces explican lo
que queda obscuro en la prosa”, o sea en las cartas.
Otra gran obra de Juan
Tzetzés, también escrita en versos políticos —las Alegorías sobre la Iliada y
la Odisea— está dedicada a la esposa del emperador Manuel, Berta-Irene, llamada
por el autor la reina “más homérica”; es decir, la mayor admiradora del “muy
sabio Homero, ese lago de palabras”, la “luna clara, no bañada por las olas del
Océano, sino que sale del lecho de púrpura de su sol”. El fin de Tzetzés era exponer
el contenido de los cantos de Hornero, explicándolos, en especial, desde el
punto de vista de la exégesis alegórica del mundo de los dioses descrito por
Hornero. Al principio de sus Alegorías, Tzetzés dice, con no poca presunción:
“Póngome a la tarea y, tras tocar a Hornero con la varilla mágica de mí
palabra, lo haré más accesible a todos y sus profundidades invisibles
aparecerán a plena luz ante nosotros”. Según Vasilievski, esa obra de Tzetzés
está desprovista “no sólo de gusto, sino también de sentido común”. Además de
las obras citadas, Juan Tzetzés nos ha dejado otras sobre Homero y Hesíodo,
escolios (notas críticas o explicativas al margen de los manuscritos) sobre
Hesíodo y Aristófanes, algunos poemas, etc. Las obras de Juan Tzetzés no han sido
editadas aun en nuestros días y algunas probablemente se han perdido.
Después de todo lo dicho,
el lector dudará probablemente de la valía intelectual de Juan Tzetzés. Pero el
extraordinario celo del autor y su interés por compilar documentos hacen que sus
escritos sean una fuente de valiosos informes sobre la antigüedad, teniendo
extrema importancia para el conocimiento de la literatura clásica. Además, la
labor de este autor y sus vastos conocimientos nos permiten extraer algunas
conclusiones sobre el carácter del “renacimiento” literario de la época de los
Comnenos.
Podríamos prescindir de
hablar de Isaac Tzetzés, hermano del anterior y que se ocupó en filología y
métrica, si no fuera porque la filología menciona frecuentemente a los hermanos
Tzetzés”, como si confiriera a entrambos un valor casi igual. En realidad Isaac
no se distinguió por nada y sería lógico abandonar la expresión “hermanos
Tzetzés”.
Un interesante y típico
personaje de la época de los tres primeros Comnenos —y sobre todo de Juan y
Manuel— es el muy sabio poeta Teodoro Pródromo, o Ptochoprodromo, es decir, el
Pobre Pródromo, como se llamaba a veces, ya para excitar compasión o por falsa
humildad. Sus diversas obras procuran una rica documentación tanto al filólogo
como al filósofo, al historiador como al teólogo. Aunque sean numerosas las
obras publicadas que se atribuyen a este autor con más o menos fundamento, hay
inéditas todavía muchas entre los manuscritos de las bibliotecas de Oriente y
Occidente. Hoy la personalidad de Pródromo suscita graves discusiones entre los
críticos, que se preguntan a quién pertenecen en realidad las muchas obras
atribuidas a este autor. Hay quien cree en dos personajes con el nombre de
Pródromo; otros creen en tres; varios en uno. La cuestión no está resuelta ni
se podrá resolver mientras no se edite toda la herencia literaria vinculada al
nombre de Pródromo.
El período principal de la
actividad de Pródromo coincide con la primera mitad del siglo XII. Su tío,
conocido por el nombre monástico de Juan, fue metropolitano de Kiev, y de él
dice la crónica rusa de 1080 que era un “hombre instruido en los libros y en
las ciencias, generoso con los pobres y las viudas”, etc, Según toda
probabilidad, Pródromo murió hacia 1150.
Diehl opina que Pródromo
fue uno de los representantes “del proletariado de las letras, que vegetaba en
Constantinopla y se componía de hombres inteligentes, instruidos, incluso
distinguidos, pero a los que los rigores de la vida habían humillado
singularmente, sin contar el vicio, que, uniéndose a la miseria, los había a
veces desviado y rebajado singularmente”.
No obstante, los míseros
escritores que frecuentaban la corte y se relacionaban con la familia imperial
y los grandes, hallaban a veces, si bien a menudo con trabajo, un protector que
proveía generosamente a sus necesidades. Toda la vida de Pródromo transcurrió
en busca de un protector y en lamentaciones de su miseria, de su estado
enfermizo, de su vejez... En su petición de socorros ninguna adulación,
exageración ni bajeza le atajaba, y no elegía las personas a quienes dedicaba
sus encomios. Pero en honor de Pródromo ha de decirse que siempre permaneció
fiel a una persona: Irene, la nuera de Manuel, incluso en los momentos de
desgracia de ésta. La situación de los escritores como Pródromo era muy difícil
a veces. Así, en una de las obras antes atribuidas a Pródromo, el autor lamenta
no ser remendón, panadero, picapedrero o pintor de brocha gorda, ya que éstos
al menos tienen qué comer, y hace a un tercero decir, irónico: “Cómete tus
escritos y aliméntate con ellos, amigo mío. Aliméntate de literatura, pobre
hombre”.
Ya dijimos que nos han
llegado muchas y diversas obras atribuidas a Pródromo. Hallamos a este
novelista, hagiógrafo, epistolista, orador, autor de un poema astrológico, de
otros religiosos, de escritos filosóficos, de sátiras y de obras humorísticas.
Varios de esos escritos son trabajos circunstanciales, escritos con motivo de
una victoria, un nacimiento, un óbito o un matrimonio, y tienen mucho valor por
las alusiones dispersas que contienen sobre personas y sucesos. También son
interesantes por las noticias que nos dan sobre la vida general del pueblo
bajo. Pródromo ha sido a menudo severamente censurado por los eruditos. Se ha
mencionado la “Mísera pobreza de contenido de sus poemas, la forma ruda de sus
realizaciones poéticas” y se ha dicho que “de tales autores, que sólo escriben
para ganarse el pan, no cabe esperar verdadera poesía”. Esto se explica porque
durante mucho tiempo Pródromo ha sido juzgado por sus trabajos más ínfimos, y
por desgracia más difundidos, como, verbigracia, su novela versificada Rodanfé
y Dosicles, obra larga y pomposa, cuya lectura, según ciertos historiadores, es
penosa y produce un tedio mortal. Pero tan desfavorable opinión sobre Pródromo
no está justificada. Si se consideran sus ensayos en prosa, sus diálogos
satíricos, sus panfletos, sus epigramas, donde imita las mejores modelos de la
antigüedad, y sobre todo a Luciano, nos vemos obligados a emitir un juicio más
favorable sobre la obra literaria de este autor.
En sus escritos hallamos
observaciones agudas y divertidas sobre la vida contemporánea, y esas
observaciones prestan a su obra indiscutible interés para el estudio de la
historia de la sociedad y, sobre todo, de los círculos literarios de la época
de los Comnenos. Además, Pródromo abandona en algunos de sus trabajos la
artificial lengua clásica y recurre al griego hablado corrientemente, sobre
todo en sus obras humorísticas, habiéndonos así dejado curiosos ejemplos del
lenguaje popular del siglo XII. El gran mérito de Pródromo consiste,
precisamente, en haberse decidido a introducir en la literatura el lenguaje
común. Sin duda alguna, Pródromo es, con todos sus defectos, uno de los más
notables representantes de la literatura bizantina, según opinión de los
mejores bizantinistas contemporáneos, “una personalidad literaria e histórica
tal como pocas en Bizancio”.
Bajo los Comnenos y los
Ángeles vivió también el humanista Constantino Stilbes, del cual sabemos muy
poco. Recibió una buena instrucción, fue profesor en Constantinopla y más tarde
obtuvo el título de maestro en literatura. Nos han llegado treinta y cinco
obras de Stilbes, casi todas en verso y ninguna publicada aún. El más conocido
de sus poemas es el que describe el gran incendio que se produjo en
Constantinopla el 25 de julio de 1197. Trátase del primer documento que
menciona semejante suceso.
Ese poema comprende 938
versos y da documentación abundante sobre la topografía, el aspecto exterior y
las costumbres de la capital del Imperio de Oriente. En otro poema, Stilbes
describe un nuevo incendio sobrevenido en la ciudad en 1198.
La obra literaria de
Stilbes, dispersa en las bibliotecas europeas, merece, así como su
personalidad, un estudio detenido.
La árida crónica bizantina
tuvo también en la época de los Comnenos varios representantes que comenzaron
sus relatos desde el principio del mundo. Jorge Cedreno, contemporáneo de Alejo
Comneno, extiende su historia hasta la iniciación del reinado de Isaac Comneno
(1057). Lo que dice del período que comienza el 811 es casi literalmente
idéntico al texto del cronista Juan Scilitas (segunda mitad del siglo XI). El
original griego de las crónicas de este último no ha sido editado aun. Juan
Zonaras (siglo XII) escribió, no una crónica árida, sino “un manual de historia
universal que tendía manifiestamente a fines más elevados”, y que se apoya en
muy buena documentación. Zonaras lleva su relato hasta la exaltación de Juan
Comneno (1118).
La crónica de Constantino Manases,
escrita en versos políticos (primera mitad del siglo XII) está dedicada a la
nuera de Manuel, la erudita Irene, y alcanza hasta la coronación de Alejo
Comneno (1081). Hace algunos años se ha publicado una breve continuación de la
obra de Manases, también en verso (setenta y nueve versos en total), abarcando
la época comprendida entre Juan Comneno y Balduino, primer emperador latino de
Constantinopla. Cerca de la mitad de este trabajo está consagrada a Andrónico
I. Manases escribió asimismo un poema yámbico, probablemente titulado
Itinerarium que se ha publicado en 1904 y trata de algunos hechos de la época.
Finalmente Miguel Glica (siglo XII) escribió una crónica universal que concluye
con la muerte de Alejo Comneno (1118).
Ya hablamos antes del
movimiento religioso y filosófico producido bajo los Comnenos y al que está
vinculado el nombre de Juan Italos.
En el aspecto artístico,
la época de los Comnenos y los Ángeles fue la continuación de la Segunda Edad
de Oro, cuyo principio fijan la mayoría de los historiadores a mediados del
siglo IX, es decir, cuando el advenimiento de la dinastía macedónica. Desde
luego, el período de perturbaciones del siglo XI, período que precedió a la
llegada de la dinastía de los Comnenos al trono, interrumpió por algún tiempo
el surgimiento de las espléndidas obras de arte de esa Segunda Edad de Oro. Con
la dinastía de los Comnenos, el Imperio conoció una renovación de gloria y
prosperidad y pareció que el arte bizantino iba a continuar la brillante
tradición de la época macedónica. Pero aquél arte quedó señalado por cierta
inmovilidad y formalismo. “En el siglo XI vemos ya declinar el sentimiento de
la antigüedad: la libertad y la naturaleza ceden el lugar al formalismo; el fin
teológico se convierte claramente en el fin del artista. Una trabajada
iconografía caracteriza ese período”. En otra de sus obras Dalton escribe: “Las
fuentes de progreso se han agotado; la potencia creadora orgánica no existe
ya...
A medida que avanza el
período de los Comnenos, el arte sacro se convierte en una especie de ritual...
cumplido, por decirlo así, sin que la conciencia creadora del artista guíe sus
facultades. Ya no hay fuego ni fervor: se resbala insensiblemente hacia el
fomalismo”.
Sin embargo, el arte
bizantino no conoció bajo los Comnenos un estado de decadencia. La arquitectura,
en particular, se distinguió por muchos monumentos notables.
En Constantinopla se
erigió el magnífico palacio de las Blajernas y los Comnenos abandonaron la
antigua residencia imperial, el “Gran Palacio” y se establecieron en otro nuevo
situado sobre el Cuerno de Oro. De la nueva residencia imperial, nada inferior
en esplendidez a la antigua, nos han dejado entusiastas descripciones los
contemporáneos. El Gran Palacio, abandonado, cayó pronto en
decrepitud y en el siglo XV era sólo un montón de ruinas, que los turcos
acabaron de destruir.
El nombre de los Comnenos
está asociado igualmente a la edificación o reconstrucción de varias iglesias:
así la del Pantocrátor, en Constantinopla, donde fueron enterrados Juan II y
Manuel I Comneno y después, en el siglo XV, los emperadores Manuel II y Juan
VIII Paleólogo. La famosa iglesia de Hora (“del campo”, por hallarse fuera del
recinto teodosiano) fue reconstruida a principios del siglo XII. Se elevaron
iglesias, además de en la capital, en las provincias.2 La catedral
de San Marcos, en Venecia, reproducía, por su planta, la iglesia de los Santos
Apóstoles, y en sus mosaicos reflejaba la influencia bizantina. Se inauguró
solemnemente en 1095. Muchos edificios de Cefalonia, Palermo y Monreale
(Sicilia) copian las mejores obras del arte bizantino y datan del siglo XII. En
Oriente, los mosaicos de la iglesia de la Natividad de Belén son importantes
vestigios de una cuidada decoración ejecutada por los mosaístas bizantinos para
el emperador Manuel Comneno en 1169.
Así, en Oriente como en
Occidente, “la influencia del arte griego seguía siendo en el siglo XII
importante, e incluso allí donde parecía que ello debiera esperarse menos,
entre los normandos de Sicilia y los latinos de Siria. Bizancio seguía siendo
la gran iniciadora, la maestra de todas las elegancias”.
Se han descubierto frescos
muy importantes, de los siglos XI y XII, en Capadocia y en Italia del sur.
Hacia la misma época, artistas bizantinos crearon frescos muy bellos en Rusia,
especialmente en Kiev, Chernigov, Novgorod, etc.
También se han conservado
marfiles esculpidos, alfarería, cristales, sellos, metales, joyas grabadas,
etc., cuya labor se debe a artistas bizantinos de la época.
Empero, a pesar de toda la
obra artística de la época de los Comnenos y los Angeles, debemos considerar la
primera parte de la segunda Edad de Oro, es decir, el período macedonio, como
la más brillante y de mayor potencia creadora. No podemos compartir la opinión
de G. Duthuit cuando escribe: “En el siglo XII el poderío político y militar de
Bizancio se había hundido para no levantarse más. Sin embargo, la fuerza
creadora del Imperio y del Oriente cristiano alcanza su apogeo en esta época”.
El renacimiento bizantino
del siglo XII no sólo es interesante e importante en sí mismo y por sí mismo,
sino que aquél fue un momento esencial del renacimiento general de Europa en el
mismo siglo, renacimiento tan notablemente descrito y expuesto hace poco por el
profesor C. H. Haskins, en su libro The Renaissance of the IIth. Century
(Cambridge, 1927). En las primeras líneas de su prefacio, Haskins escribe: “El
título de este libro parecerá a muchos lectores una evidente contradicción
interna. Un renacimiento en el siglo XII” Pero no hay la menor contradicción.
En el siglo XII se produce en la Europa occidental una renovación en el
conocimiento de los clásicos latinos, de la lengua latina, de la prosa y versos
latinos, de la jurisprudencia, de la filosofía, de los escritos históricos. En
esa época se traduce a los árabes y los griegos y nacen las Universidades.
Haskins tiene perfecta razón cuando dice: “No siempre se ha visto lo bastante
que hubo un contacto directo muy notable con las fuentes griegas, tanto en
Italia como en Oriente, y que esas traducciones, hechas directamente con
arreglo a los originales griegos, fueron un vehículo inmediato y un
intermediario fiel de la transmisión del saber antiguo”. En el siglo XII hubo
entre Bizancio e Italia relaciones directas más frecuentes e importantes de lo
que puede parecer a primera vista. La política religiosa de los Comnenos, deseosa
de reaproximarse a Roma, produjo como consecuencia la celebración en
Constantinopla, muy a menudo ante los emperadores, de numerosas “reuniones
contradictorias”, donde participaron eminentes representantes del catolicismo,
que acudían a la capital bizantina con el propósito de contribuir a la
reconciliación de las dos Iglesias. Estas reuniones contribuyeron mucho a la
transmisión del pensamiento griego a Occidente. Además, las relaciones de las
Repúblicas mercantiles italianas con Bizancio y la existencia en Constantinopla
de los barrios veneciano y pisano, permitieron la presencia de algunos sabios
italianos en la capital, y esos sabios aprendieron el griego y transmitieron a
Occidente parte de los conocimientos griegos. Bajo Manuel Comneno, sobre todo,
vemos “un imponente desfile de misiones enviadas a Constantinopla por los
Papas, emperadores, franceses, písanos y otros, y una sucesión muy poco menos
constante de embajadas griegas en Occidente que hacen pensar en la inmigración
griega a Italia de principios del siglo XV”
Tomando en cuenta todos
los elementos que acabamos de examinar, hemos de concluir que el movimiento
ideológico bajo los Comnenos y los Ángeles constituye una de las páginas más
brillantes de la historia de Bizancio. En épocas precedentes Bizancio no había
conocido renovación tal, la cual adquiere importancia mucho mayor si se coteja
con el renacimiento contemporáneo de Occidente. El siglo XII puede, con buen
derecho, ser considerado como la época del primer renacimiento helénico de la
historia de Bizancio.
EL IMPERIO GRIEGO DE NICEA
Y EL IMPERIO LATINO DE CONSTANTINOPLA (1204-1261)
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