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VASILIEV

HISTORIA DEL IMPERIO BIZANTINO

 

Capítulo VI

BIZANCIO Y LOS CRUZADOS. LOS COMNENOS Y LOS ANGELES

 

<Los emperadores de la casa Comnena. Historia exterior de la época de los Comnenos.

 

La revolución de 1081 elevó al trono a Alejo Comneno, cuyo tío, Isaac, había sido emperador durante algún tiempo (1057-1059), en el período precedente.

La familia griega de los Comnenos, de la cual se comienza a hablar en las fuentes desde el reinado de Basilio II, era oriunda de una aldea no lejana de Adrianópolis, y sus miembros llegaron a figurar como grandes terratenientes en el Asia Menor. Alejo, a ejemplo de su tío Isaac, se elevó por sus talentos militares. Con Alejo, el partido militar y la aristocracia territorial de provincias triunfaron sobre el partido burocrático de la capital. A la vez concluyó la época de turbulencias.

Los tres primeros Comnenos consiguieron mantenerse de modo duradero (un siglo) en el trono bizantino, que se transmitieron en paz de padres a hijos.

El gobierno enérgico e inteligente de Alejo I (1081-1118) supo proteger honrosamente al Imperio de muchos y muy graves peligros exteriores que, a veces, amenazaron su existencia misma. Pero la cuestión sucesoria produjo algunas dificultades. Mucho antes de su muerte, Alejo había designado sucesor a su hijo Juan, provocando con esto el descontento de su hija Ana, la célebre autora de la Alexiada y esposa del César Nicéforo Brieno, historiador también. Ana combinó un plan complicado para obtener del emperador el alejamiento de Juan y la designación de Nicéforo para el título imperial. Pero el anciano Alejo se mantuvo firme en su propósito y, a su muerte, su hijo Juan fue proclamado emperador. Apenas llegado al trono, Juan II (1118-1143) tuvo que afrontar una situación penosa al descubrirse una conjura en que participaban su hermana y su madre. La conjura fracasó. Juan trató a los culpables con indulgencia: la mayoría sólo perdieron sus bienes. Por su elevada personalidad moral, Juan mereció general estima, recibiendo el sobrenombre de Kalojean (Juan el Excelente, o el Bueno).

Los historiadores griegos y latinos están acordes en apreciar mucho su personalidad. “Fue —escribe Nicetas Coniates— el modelo más perfecto de todos los reyes de la casa de los Comnenos que apareciera en el trono romano”. Gibbon, tan severo en su apreciación de los estadistas bizantinos, escribe de aquél “Comneno, el mejor y más grande” que “el mismo filósofo Marco Aurelio no habrían menospreciado sus virtudes naturales, que nacían del corazón y no estaban aprendidas en la escuela”.

Enemigo del lujo superfluo y los gastos excesivos, Juan modeló la vida de la corte según la suya propia. En su reinado, la corte tuvo una existencia severa y económica, sin diversiones, locas alegrías y gastos enormes. “Su reinado fue en cierto modo el reinado de la virtud”; aquél soberano indulgente, tranquilo y moral en grado sumo, estuvo, sin embargo, como veremos después, casi siempre al frente de sus ejércitos.

Manuel I (1143-1180), hijo y sucesor de Juan, señaló con éste un contraste absoluto. Admirador convencido del Occidente, latinófilo, tuvo por ideal el tipo del caballero occidental, deseó penetrar los secretos de la astrología y cambió por completo la vida severa establecida en la corte por su padre. La alegría, el amor, la caza, las recepciones y fiestas espléndidas, los torneos organizados según el modelo occidental, se sucedían sin César en Constantinopla. Las visitas que hicieron a Bizancio soberanos extranjeros como Conrado III de Alemania, Luis VII de Francia, el sultán de Iconion, Kilidy-Arslan, y varios príncipes latinos de Oriente, produjeron gastos enormes.

Muchos extranjeros llegados del Occidente de Europa se instalaron en la corte bizantina, obteniendo los más altos y mejores cargos del Imperio. Por dos veces casó Manuel con princesas occidentales. Su primera mujer, Berta de Sulzbach, llamada en Bizancio Irene, era cuñada del emperador germano Conrado III; la segunda, una francesa de peregrina hermosura, fue María, hija del príncipe de Antioquía. Luego veremos que a Manuel, durante todo su reinado, domináronle la pasión por el ideal occidental y su sueño, irrealizable, de restaurar el Imperio romano único. Se proponía, con ayuda del Papa, arrebatar la corona imperial al soberano germánico y estaba dispuesto a restablecer la unión con la Iglesia occidental. La opresión latina y el desprecio de los intereses nacionales provocaron en la población general descontento. Se advertía intensamente la necesidad de modificar aquél sistema. Pero Manuel murió antes de que se desplomase su política.

Alejo II (1180-1183), hijo Y sucesor de Manuel, apenas tenía doce años cuando su padre murió. Su madre, María de Antioquía, fue nombrada regente. De hecho todo el poder pasó a manos del sobrino de Manuel, el protosebasto Alejo Comneno, favorito de la regente. El nuevo gobierno quiso apoyarse en el odiado elemento latino. Con esto creció la exasperación nacional. La emperatriz María, antes tan popular, empezó a ser considerada como una extranjera. El historiador francés Diehl compara la situación de María a la de María Antonieta, quien, bajo la revolución francesa, fue llamada por el pueblo “la Austriaca”.

El descontento general hizo nacer un partido imponente contra el todo poderoso Alejo. Al frente de aquél partido se puso Andrónico Comneno, una de las más curiosas personalidades de la historia de Bizancio, y cuya figura ofrece igual interés al historiador y al novelista.

Andrónico, sobrino de Juan II y primo de Manuel I, pertenecía a la rama segundona de los Comnenos, rama apartada del trono y que se caracterizaba por una energía extraordinaria, aunque a menudo mal dirigida. Esa línea de Comnenos, en su tercera generación, dio al Imperio de Trebisonda soberanos conocidos por el nombre de “Los Grandes Comnenos”. Andrónico, aquél “futuro Ricardo III de la historia de Bizancio”, que tenía en él “algo del alma de un César Borgia”, aquél “Alcibíades del Imperio Medio bizantino”, fue “el tipo acabado del bizantino del siglo XII, con todas sus cualidades y sus vicios”. “Era lo que Nietzsche llamaba un superhombre, un hombre sin duda extraordinario en quien aparecía un continuo contraste entre una inteligencia de primer orden y un carácter a menudo discutible”.

Hermoso y arrogante; atleta y soldado; instruido y seductor en sus maneras, sobre todo con las mujeres, que le adoraban; frívolo y apasionado; escéptico, embustero y perjuro si era necesario de acuerdo a las circunstancias; conspirador, ambicioso e intrigante, terrible en su vejez por su crueldad, Andrónico con expresión de Diehl, fue una naturaleza genial. Hubiera podido ser el salvador y regenerador del agotado Imperio bizantino: para ello faltóle sólo “acaso un poco de sentido moral”.

Su contemporáneo Niceto Coniates, escribe sobre él: “¿Quién está hecho de tan dura piedra que no ceda a las lágrimas de Andrónico y no se deje encantar por sus palabras insinuantes, que él derrama como una fuente turbia?” El mismo historiador compara a Andrónico con “Proteo multiforme”, el profético viejo, célebre por sus metamorfosis, de la mitología antigua.

A pesar de su aparente amistad hacia Manuel, Andrónico siempre fue objeto de las sospechas del emperador. No hallando dónde ejercer su actividad en Bizancio, pasó la mayor parte del reinado de su primo viajando por diversos países de Europa y de Asía. Enviado por el emperador primero a Cilicia y luego a las fronteras húngaras, Andrónico fue acusado de traición y de conjura contra la vida de Manuel, siendo encerrado en una prisión de Constantinopla, donde pasó varios años. Tras una serie de extraordinarias aventuras, pudo evadirse por una antigua cloaca abandonada; apresado de nuevo, se le encerró en un calabozo varios años más. Habiendo vuelto a fugarse, Andrónico huyó hacía el norte y halló refugio en Rusia, junto a Laroslav, príncipe de Galitz. La crónica rusa mencionaba en el año 1165: “ El hermano del emperador, el señor (Kyr) Andrónico, acudió desde Zarigrad a Iaroslav, príncipe de Galitz habiéndole recibido con gran amor y le dio varias ciudades para que se consolase”.

Según el testimonio de las fuentes, bizantinas, Andrónico encontró en Iaroslav un excelente recibimiento, vivió en su casa, comió y cazó con él y participó en consejo con sus boyardos. Pero la estancia de Andrónico en Rusia pareció peligrosa a Manuel, porque su pariente había entrado ya en relaciones con Hungría, contra la que Bizancio habíaabierto las hostilidades. Manuel decidió entonces perdonar  a Andrónico, el cual recibió de Iaroslav, al partir, las mayores “muestras de honor”.

Andrónico, nombrado duque de Cilicia, no pasó en esta región mucho tiempo. Fue por Antioquía, a Palestina, región que constituyó el escenario de su amor hacia Teodora, pariente de Manuel y viuda del rey de Jerusalén. El emperador, irritado, mandó sacar los ojos a Andrónico, pero éste, advertido a tiempo del peligro que le amenazaba, huyó al extranjero con Teodora. Durante varios años estuvo recorriendo Siria, Mesopotamia y Armenia, e incluso pasó algunos meses en la lejana Iberia (Georgia o Rusia, en el Cáucaso).

Al fin los enviados de Manuel lograron apoderarse de Teodora, a la que Andrónico seguía amando con pasión, y de los hijos que ambos habían tenido. Andrónico, no pudiendo soportar esta pérdida, solicitó el perdón del emperador. Al obtenerlo declaró a Manuel que se arrepentía de su borrascosa vida pasada. Fue nombrado gobernador del Ponto, en el Asia Menor, lo que venía ser una especie de destierro honorífico para tan peligroso pariente. En 1180, al morir Manuel y subir al trono el joven emperador Alejo II, Andrónico contaba sesenta años.

Tal es, a pinceladas generales, la biografía del personaje en quien la población de la capital, irritada por la política latinófila de la emperatriz María de Antioquía y de su favorito Alejo Comneno, puso todas sus esperanzas. Andrónico, haciéndose pasar hábilmente por defensor de los derechos del joven Alejo II, caído en manos de malos ayos, y presentándose como amigo de los romanos”, supo obtener la simpatía y hasta la adoración de los bizantinos, hartos de la Regente. Según expresión de un contemporáneo de Andrónico, Eustacio de Tesalónica, Andrónico “era para la mayoría más querido que Dios mismo”, o al menos se le situaba “inmediatamente después de Dios”. Ya preparados los ánimos en la capital, Andrónico marchó hacia ella.

Al conocerse la aproximación de Andrónico, la masa popular enardecida de la capital dio rienda suelta a su odio contra los latinos, sobre cuyas casas se lanzó la gente con furia, asesinándolos sin distinción de edad ni sexo. El populacho, desenfrenado, no sólo asaltó las casas particulares, sino también las iglesias e instituciones latinas de caridad. En un hospital fueron muertos todos los enfermos que se encontraban en cama. El nuncio del Papa acabó decapitado después de sufrir las mayores humillaciones, y muchos latinos fueron vendidos como esclavos en los mercados turcos. De aquella matanza de latinos en 1182, dice F. I. Uspenski, que, “si no sembró el germen del odio fanático que dividió a Occidente y Oriente, contribuyó a hacerlo crecer”. El todopoderoso favorito fue aprisionado y se le sacaron los ojos. Tras esto, Andrónico entró triunfalmente en la capital. Para consolidar su situación hizo desaparecer sucesivamente a los parientes de Manuel y estrangular a la propia emperatriz María. Después proclamóse coemperador y, tras haber prometido solemnemente al jubiloso pueblo proteger la vida del emperador Alejo, dio, días más tarde, órdenes secretas de hacer estrangular al muchacho. Y en 1183, Andrónico, a los 63 años, se convirtió en emperador absoluto.

Andrónico, llegado al trono con miras de que habremos de ocuparnos más adelante, sólo pudo mantenerse en el poder por un sistema de inaudito terror y crueldad. En los asuntos externos no mostró iniciativa ni energía. La población, se volvió contra él. En 1185 estalló una revolución que elevó al trono a Isaac Ángel. Andrónico no pudo huir y preso y depuesto, hubo de soportar suplicios y humillaciones terribles, que resistió con notable estoicismo. En el curso de los tremendos sufrimientos que le infligieron, sólo repitió varias veces: “¡Señor, ten piedad de mí! ¿Por qué te encarnizas con una caña quebrada?” El nuevo emperador no permitió que se sepultase el cadáver mutilado de Andrónico.

Tal fue el trágico fin de la dinastía de los Comnenos, la última realmente gloriosa que ocupó el trono de Bizancio.

 

Alejo I Comneno. Relaciones con Occidente

 

Según expresión de Ana Comnena, hija del nuevo emperador Alejo I y mujer culta y de buen talento literario, Alejo, al empezar su reinado, “veía su reino en la agonía y a punto de morir”. La situación exterior del Imperio era, en efecto, muy difícil y con el tiempo se volvió cada vez más angustiosa y compleja.

El duque de Apulia, Roberto Guiscardo, después de conquistar las posesiones bizantinas de la Italia meridional, concibió planes de mayor extensión. Deseoso de alcanzar el mismo corazón de Bizancio, llevó la guerra a la orilla balcánica del Adriático y, dejando el gobierno de Apulia a su hijo Roger, partió con Boemundo, su hijo menor, que más tarde debía distinguirse en la primera Cruzada. Los normandos, empleando una flota numerosa, abrieron las hostilidades contra Alejo, con el fin primordial de apoderarse de Dyrrachium, en Iliria. Dyrrachium, ciudad principal del tema de su nombre, creado por Basilio II Bulgaróctonos, estaba sólidamente fortificada y podía con razón estimarse como la llave del Imperio en Occidente. En Dyrrachium comenzaba la célebre vía Egnatia, construida en la época romana y que conducía a Tesalónica, continuando hacia el este en dirección de Constantinopla. Era, pues, perfectamente natural que Roberto hubiese vuelto sus miradas hacia ese punto. Con expresión de Hopf, aquella expedición “fue el preludio de las Cruzadas y la preparación (Vorbereitung) de la dominación franca en Grecia”.

Alejo, comprendiendo que no podía resistir con sus fuerzas al peligro normando, pidió socorro a Occidente, dirigiéndose a Enrique IV, emperador germánico, y a varios personajes y Estados más. Pero Enrique, que luchaba con dificultades en su propio Imperio y proseguía su lucha con el Papa Gregorio VII, no pudo apoyar al emperador bizantino. En cambio, Venecia, examinando sus propios intereses, resolvió favorecer a Bizancio. Alejo, que tenía una flota insuficiente, ofreció a Venecia, a cambio de sus naves, privilegios mercantiles de que hablaremos más extensamente después. Venecia temía que los normandos se adueñasen de los caminos comerciales que conducían, por Constantinopla, al Oriente, caminos que los venecianos esperaban obtener con el tiempo para sí mismos. Otro peligra inmediato amenazaba a Venecia. Los normandos habíanse apoderado de las islas Jónicas, entre ellas Cefalonia y Corfú, y podían cerrar la entrada del Adriático a la flota veneciana.

Después de someter Corfú, los normandos sitiaron Dyrrachium por tierra y mar. Las naves venecianas levantaron el asedio marítimo, más el ejército de tierra, mandado por Alejo y compuesto de eslavos, turcos, varegos y elementos de otras nacionalidades sufrió un grave revés. A primeros de 1082, Dyrrachium abrió sus puertas a Roberto. Pero la insurrección sobrevenida en Italia del sur forzó a Guiscardo a dejar la Península balcánica, donde Bohemundo, tras algunos éxitos parciales, fue vencido en definitiva. Otra campaña de Roberto contra Bizancio desembocó en un nuevo fracaso. Su ejército fue azotado por una epidemia que costó la vida al propio Roberto en 1085, en la isla de Cefalonia. El nombre de Guiscardo, que llevan una cala y una aldea en el extremo norte de la isla, recuerdan aun aquél suceso (el Portus Wiscardi de la Edad Media debió su calificativo al nombre de Roberto Guiscardo). Con la muerte de Roberto concluyó el ataque normando a los bizantinos y Dyrrachium pudo volver a manos griegas.

La política ofensiva de Guiscardo en la Península balcánica había fracasado. En cambio la cuestión de las posesiones bizantinas en la Italia meridional quedó definitivamente resuelta en su tiempo. En primer lugar, Roberto consiguió reunir los diferentes condados que fundaran sus compatriotas, integrándolos en el ducado de Apulia, que en vida de su creador conoció un período brillante. La decadencia de aquél ducado, iniciada a la muerte de Roberto, persistió durante medio siglo, hasta que la fundación del reino de Sicilia inauguró una nueva era en la historia de los normandos en Italia. En todo caso, Roberto Guiscardo, según el historiador Chalandon, “abrió a la ambición de sus descendientes una nueva vía. Desde entonces los normandos miraron a Oriente, y en Oriente, y a expensas del Imperio griego, pensó Bohemundo crearse un principado para sí, doce años después”.

Venecia, a cambio de la ayuda de su flota, recibió de Alejo extensos privilegios mercantiles, que aseguraron a la República de San Marcos una situación excepcional en Oriente. Además de ricos regalos ofrecidos a las iglesias venecianas, y de los títulos honoríficos y remunerativos concedidos al patriarca y dux de Venecia y a sus sucesores, un decreto imperial de Alejo, o “crisóbula” (llamábanse así los decretos garantizados por el sello de oro del emperador), concedía (1082) derecho a los mercaderes venecianos para comprar y vender en todo el territorio del Imperio, eximiéndolos de toda tarifa aduanera, marítima o relativa al comercio. Los aduaneros bizantinos no podían intervenir en el tráfico veneciano. En la propia capital, los venecianos obtuvieron una zona con numerosos almacenes y tiendas, y tres puntos de escala en el puerto (marítima tres escalas), donde las naves venecianas podían cargar y descargar libremente sus mercancías.

La crisóbula de Alejo contiene una curiosa lista de los lugares de más importancia comercial tanto en el interior como en el litoral del Imperio, que se abrieron a Venecia en el Asia Menor, en la Península balcánica, en Grecia, en el Archipiélago y hasta en Constantinopla, que en ese documento se denomina Megalopolis (“la Ciudad Grande”). Los privilegios obtenidos daban a los mercaderes venecianos una situación más ventajosa que a los propios bizantinos.

Así quedaba, con la crisóbula de Alejo, sólidamente fundada la potencia colonial de Venecia en Oriente, creando condiciones tan favorables para la preponderancia económica de Venecia en Bizancio, que parecía imposible que surgiesen competidores en mucho tiempo. Pero la misma excepcionalidad de semejantes privilegios debía, en el transcurso de los años, ser causa de conflictos políticos entre la República de San Marcos y el Imperio.

 

La lucha del Imperio contra los turcos y los pechenegos hasta la Primera Cruzada.

 

El peligro turco en Oriente y al norte —peligro debido, respectivamente, a selyúcidas y pechenegos— era muy amenazador ya bajo los predecesores de Alejo Comneno, pero tórnose aún más agudo bajo el reinado de este monarca. Si bien la victoria sobre los normandos y la muerte de Roberto permitieron a Alejo ocupar de nuevo los territorios bizantinos del oeste de los Balcanes, hasta el Adriático, en cambio, en otras fronteras el Imperio disminuyó considerablemente a consecuencia de los ataques de turcos y pechenegos. Ana Comnena escribe, no sin alguna exageración, que “en aquella frontera el Imperio romano tuvo por fronteras, al este el cercano Bósforo y al oeste Adrianópolis”.

No obstante, parecía que en el Asia Menor, casi enteramente conquistada por los selyúcidas, las circunstancias estaban en vías de volverse favorables al Imperio, ya que los emires o gobernadores turcos del Asia Menor se disputaban el poder, lo que motivó un debilitamiento del potencial turco y la creación de un estado de anarquía en el país. Pero las invasiones de los pechenegos por el norte impidieron al emperador aprovechar las discordias internas de los turcos.

Éstos hallaron aliados contra Bizancio en el Imperio mismo, entre los paulicianos que moraban en la Península balcánica. Tratábase de una secta religiosa oriental “dualista”, que formaba una de las principales ramas maniqueas. Creada en el siglo III por Paulo de Samosata, había sido reorganizada en el siglo VII.

Al principio los paulicianos habitaban la frontera oriental, es decir, el Asia Menor, y como eran también excelentes soldados, crearon muchas dificultades al gobierno bizantino. Sabido es que uno de los métodos predilectos de éste consistía en el traslado de poblaciones de una región a otra. Tal se hizo con los eslavos, llevados al Asia Menor, y con los armenios, conducidos a los Balcanes. Igual suerte sufrieron los paulicianos, quienes en el siglo VIII, reinando Constantino V Coprónimo, fueron trasladados en gran número desde la frontera oriental a Tracia. Lo mismo sucedió en el siglo X bajo Juan Tzimiscés. La ciudad de Filipópolis (Piovdiv, Bulgaria), se convirtió en centro de los paulicianos. Tzimiscés, al instalarlos allí, había alejado a aquellos obstinados sectarios de sus ciudades de origen y de las fortalezas de la frontera oriental, donde era difícil combatirlos, y, además, contaba que los paulicianos opusieran un serio baluarte a las invasiones de los bárbaros nórdicos, o “escitas”. En el siglo X el paulicianismo se extendió por Bulgaria merced a la actividad del regenerador de la doctrina, el pope Bogomil (los escritores bizantinos llamaron bogomilas a los secuaces de Bogomil). Más tarde el bogomilismo se extendió a Servia y Bosnia y posteriormente a la Europa occidental, donde los adeptos de la doctrina dualista llevaron nombres diferentes: patarinos en Italia, cátaros en Alemania y en Italia, pablicanos (o paulinianos) y albigenses en Francia, etc.

Las esperanzas del gobierno bizantino respecto a la secta quedaron chasqueadas. No se había esperado una difusión tan extensa y rápida de aquella herejía. Además, el bogomilismo se convirtió en expresión de la oposición nacional de los eslavos a la política despótica de Bizancio, sobre todo en las regiones búlgaras conquistadas por Basilio II. Así, los paulicianos, en vez de defender las fronteras, llamaron a los pechenegos para pelear juntos contra Bizancio. A los pechenegos se unieron los kumanos (polovtses).

La lucha contra los pechenegos fue dificilísima para Bizancio, a pesar de algunos momentáneos triunfos. A fines de la novena década, Alejo Comneno sufrió en Dristra (Durostolus, Silistria, Danubio inferior) una derrota terrible, y sólo a duras penas logró evitar ser hecho prisionero. Las disputas surgidas entre pechenegos y kumanos sobre el reparto del botín impidieron a los primeros aprovecharse por completo de su victoria.

Tras una corta tregua con los pechenegos, Bizancio atravesó una crisis tremenda (1090­1091). Los pechenegos, invadiendo el Imperio otra vez, llegaron, entre encarnizados combates, a las puertas de Constantinopla. Ana Comnena relata que el día del aniversario del mártir Teodoro Tirón, los constantinopolitanos, que solían visitar en gran número la iglesia del mártir, en las afueras de la ciudad, no pudieron cumplir aquella ceremonia en 1091, ya que era imposible abrir las puertas de la ciudad cuando los pechenegos acampaban al pie de los muros.

La situación del Imperio se agravó más aun cuando la capital fue amenazada al sur por el pirata turco Tzachas. Éste había pasado su juventud en Constantinopla, en la corte de Nicéforo Botaniates, obteniendo un elevado título bizantino. Al llegar al trono Alejo Comneno, Tzachas huyó al Asia Menor. Tras adueñarse de Esmirna y otras ciudades del litoral Egeo y del Archipiélago, mediante la flota que había creado, Tzachas concibió un vasto plan: alcanzar Constantinopla por el mar, aislándola de los países que la aprovisionaban. Para dar más eficacia a su propósito estratégico, pactó con los pechenegos y con los selyúcidas del Asia Menor. Seguro del éxito de su empresa, Tzachas asumió de antemano el título de basileo, se revistió los distintivos de su dignidad y soñó con hacer de Constantinopla el centro de su Imperio. Los pechenegos eran turcos, como los selyúcidas, habiendo llegado a reparar en su parentesco racial merced, a las relaciones que tuvieron en las guerras anteriores. Bizancio halló en Tzachas un enemigo que, según V. G. Vasilievski, “juntaba al valor audaz del bárbaro la firmeza de la cultura bizantina y el conocimiento perfecto de todas las relaciones políticas de la Europa oriental contemporánea. Quería generar en vida un movimiento turco general capaz de dar un fin preciso e inteligente y un plan armónico de acción a los movimientos y pillajes no coordinados de los pechenegos”.

La situación de la capital se hizo crítica. Al parecer iba a fundarse un Estado turco selyúcida-pechenego sobre las ruinas del Imperio bizantino. “El Imperio bizantino —dice el autor citado—, estaba sumergido por la invasión turca”. Otro bizantinólogo ruso, F. I. Uspenski, escribe: “La situación de Alejo Comneno, en el invierno de 1090-91 no puede compararse sino a la de los últimos años del Imperio, en el momento en que los turcos osmanlíes cercaron por todas partes Constantinopla, aislándola de todas sus relaciones exteriores”.

Alejo comprendió la gravedad de la situación y, ateniéndose a las reglas ordinarias de la diplomacia bizantina, que consistía en enemistar a los bárbaros entre sí, se dirigió a los kanes polovtzianos, aquellos “aliados de la desesperación”, rogándoles que lo ayudasen contra los pechenegos. Los salvajes y terribles kanes polovtzianos Tugor-Kan y Boniak fueron invitados a ir a Constantinopla, donde recibieron una cálida bienvenida y fueron magníficamente tratados. El emperador solicitó humildemente al apoyo de los bárbaros, que se mostraron harto familiares con él. Pero de todos modos, los polovtzianos cumplieron las promesas hechas. El 29 de abril de 1091 se libró una sangrienta batalla, en la que probablemente intervinieron rusos también. Los pechenegos fueron deshechos e irremisiblemente aniquilados. Ana Comnena escribe al respecto: “Púdose ver un espectáculo extraordinario: un pueblo que no se contaba por decenas de millares, sino que rebasaba todo cálculo, pereció enteramente, con sus mujeres e hijos, en un solo día”. La batalla dejó huellas en una canción bizantina de entonces: “Los escitas (así llamaba Ana Comnena a los pechenegos) han dejado de ver mayo por un día”.

Con su intervención en favor de Bizancio, los polovtzíanos prestaron un notable servicio a la Cristiandad. Vasilievski dice: “Boniak y Tugor-Kan deben justamente ser considerados como salvadores del Imperio bizantino”. Alejo volvió en triunfo a la capital. Sólo una minúscula parte de los prisioneros pechenegos escapó a la matanza. Aquellos vestigios de tan terrible horda fueron trasladados a la región del Vardar y más tarde ingresaron, formando una especie de cuerpo especial, en el ejército bizantino. Los pechenegos que pudieron salvarse merced a la fuga estaban tan debilitados que en treinta años no emprendieron contra Bizancio cosa alguna.

Tzachas, después de causar indecible pavor en Bizancio, no pudo acudir con su flota en socorro de los pechenegos y perdió parte de sus conquistas en las batallas que entabló contra las fuerzas marítimas griegas. Más adelante el emperador supo ganar a su causa al sultán de Nicea, quien, invitando a Tzachas a un festín, le asesinó con sus propias manos. Después concluyó un tratado con Alejo. Así se desenlazó, en ventaja de Bizancio, la crisis de 1091, y el año siguiente transcurrió en condiciones muy diversas para el Imperio.

En los terribles días de 1091, Alejo, además de a los bárbaros, había apelado a los latinos de Occidente. El emperador “envió a Occidente mensajes pidiendo mercenarios por doquier”.

Los historiadores citan al propósito la célebre carta dirigida por Alejo a su viejo amigo el conde Roberto de Flandes, que algunos años atrás, volviendo de Tierra Santa, había pasado por Constantinopla. En su carta el emperador pinta la desesperada situación del “muy sacro Imperio de los cristianos griegos, oprimido muy de cerca por pechenegos y turcos”; habla de las muertes y humillaciones sufridas por los cristianos, niños, adolescentes, mujeres y vírgenes, y cuenta que casi todo el territorio imperial está ocupado por el enemigo. “No nos queda casi más que Constantinopla, y los enemigos amenazan tomarla muy pronto, si no nos acude un pronto socorro de Dios y de los fieles cristianos latinos”. El emperador “corre ante turcos y pechenegos” de una ciudad a otra y prefiere poner Constantinopla en manos de los latinos antes que en las de los paganos. Para acrecer el celo de los latinos, la misiva enumera muchas santas reliquias existentes en la ciudad y recuerda las innumerables riquezas y joyas existentes allí. “Así, obrad con todo vuestro pueblo; trabajad con todas vuestras fuerzas para que tales tesoros no caigan en manos de turcos y pechenegos... Obrad mientras sea tiempo aun, para que el Imperio cristiano y, lo que es más importante, la tumba de Cristo, no se pierdan para vos, y a fin de que podáis incurrir, no en el reproche, sino en la recompensa celeste. Amén”.

Vasilievski, que data esa carta en 1091, escribe: “En 1091 llegaba desde las orillas del Bósforo a la Europa occidental un verdadero grito de desesperación, la llamada de un hombre que se ahoga y no distingue ya si es una mano amistosa u hostil la que se le tiende. El emperador bizantino no titubeó, en aquellas circunstancias, en descubrir a los ojos del extranjero todo el abismo de vergüenza, deshonor y humillación en que se había sumido el Imperio de los griegos cristianos”.

Ese documento, que pintaba en colores tan vivos la situación crítica de Bizancio en 1091, ha motivado una serie de obras. La causa es que no ha llegado a nosotros sino en su traducción latina. Las opiniones de los sabios se dividen: mientras unos, y entre ellos los eruditos rusos (V. G. Vasilievski y F. I. Uspenski), la consideran auténtica, otros, como el francés Riant, la juzgan apócrifa. Los historiadores contemporáneos se inclinan, con algunas reservas, a juzgar auténtico el documento, y creen en la existencia de un original no llegado a nosotros y dirigido por Alejo a Roberto de Flandes. El historiador francés Chalandon opina que parte de la carta fue compuesta con ayuda del original, pero que el mensaje latino que conocemos fue redactado por algún occidental para estimular el celo de los cruzados poco antes de la primera Cruzada, para estimular el instigamiento (excitatorum). El alemán Hagenmeyer, que ha estudiado especialmente y publicado ese mensaje, se inclina, en lo esencial, a la opinión de Vasilievski.

Por su parte, B. Leib asegura (en 1924), que esta carta no es sino “una amplificación hecha poco después del concilio de Clermont e inspirada sin duda en el mensaje auténtico que el emperador enviara a Roberto para recordarle los refuerzos prometidos”. En 1928, Bréhier escribe: “Es posible, según la hipótesis de Chalandon, que, una vez de vuelta en Flandes, Roberto olvidara su promesa. Entonces Alejo debió de enviarle una embajada y una carta, pero de cierto muy distinta al texto que nos ha llegado. En cuanto a ese documento apócrifo, debió de ser compuesto, quizá con ayuda de la carta auténtica, en el momento del sitio de Antioquía, en 1098, para pedir refuerzos a Occidente. La carta de Alejo no tiene, pues, nada que ver con los orígenes de la Cruzada”.

Recordemos, finalmente, que, en su historia de la primera Cruzada, Sybel consideraba la carta de Alejo a Roberto de Flandes como un documento oficial relativo a dicha Cruzada.

Nos hemos extendido tanto sobre la cuestión de esa carta porque a ella se vincula en parte un grave problema: si el emperador llamó o no a Occidente en su socorro. En todo caso, fundándonos en la indicación de la contemporánea Ana Comnena, que afirma que Alejo envió cartas a Occidente, podemos admitir que, quizá, remitió una al conde de Flandes y considerar probable que ese mensaje sirviera de fundamento al más recargado texto latino que conocemos. Según toda probabilidad, esa misiva fue enviada por Alejo en 1091, año tan crítico para Bizancio. También es muy probable que en 1088-1089 se enviara un mensaje a Zvonímiro, rey croata, pidiéndole que se pusiera al lado de Alejo en la lucha “contra los paganos e infieles”.

Los éxitos obtenidos sobre los enemigos exteriores aumentaron con otros sobre los internos. Los conspiradores y pretendientes que querían aprovechar la difícil situación del Imperio fueron descubiertos y castigados.

Además de los pueblos ya mencionados, otros dos comenzaban, antes incluso de la primera Cruzada, a desempeñar cierto papel en tiempos de Alejo Comneno: los servios y los magiares o húngaros. En la segunda mitad del siglo XI, Servia se convirtió en independiente, lo que de hecho se expresó al asumir el príncipe servio el título regio (Kral). El primer reino servio tuvo por capital a Scodra (Skadar o Escutari). Los servios lucharon al lado de Alejo en la guerra contra los normandos y le abandonaron en el momento crítico. Al volver Dyrrachium a la corona imperial se abrieron las hostilidades entre Servia y Bizancio. Pero la lucha no podía ser muy feliz para el Imperio, por las circunstancias difíciles que éste atravesaba. Poco antes de la Cruzada se ultimó la paz entre el emperador y los servios.

Las relaciones del Imperio con Hungría (Ugria), la cual había participado en las guerras búlgaro-bizantinas del siglo X, bajo el reinado de Simeón, se hicieron muy tirantes en la época de Alejo Comneno. A fines del siglo XI, la Hungría continental, bajo los soberanos de la dinastía de Arpad, empezó a extenderse hacia el sur y el mar, acercándose a las costas de Dalmacia, lo que descontentó a Venecia y a Bizancio.

De modo que la política extranjera del Imperio poco antes de la primera Cruzada tendió a ensancharse, se complicó y hallóse ante nuevos problemas.

No obstante, hacía 1095, Alejo, libre de los numerosos peligros que amenazaran a Bizancio, parecía haber preparado una etapa de tranquilidad para el Imperio, y pudo consagrarse, poco a poco, a preparar la lucha contra los selyúcidas orientales. Con esa intención, el emperador emprendió una serie de estrategias defensivas.

En ese momento supo Alejo Comneno que algunos destacamentos de cruzados se acercaban a las fronteras del Imperio bizantino. Empezaba la Primera Cruzada, que modificó los proyectos de Alejo, orientándole, así como a su Imperio, por nuevos caminos que al final debían manifestarse desastrosos para Bizancio.

 

Bizancio y la Primera Cruzada.

 

La época de las Cruzadas es una de las más importantes de la historia universal, sobre todo desde el punto de vista de la historia económica y de la civilización en general. Durante mucho tiempo, el problema religioso ha relegado a segundo plano los otros aspectos de ese diverso y complejo movimiento. El primer país que se dio plena cuenta de la importancia de las Cruzadas fue Francia. En 1806 la Academia Francesa creó un premio destinado a la mejor obra sobre el siguiente tema: “Influencia de las Cruzadas sobre la libertad civil de las naciones europeas, su civilización y los progresos de la ciencia, el comercio y la industria”. Desde luego a primeros del siglo XIX era prematuro querer tratar a fondo un problema tan incierto aun. Pero sólo desde entonces dejó de hablarse de la época de las Cruzadas desde un punto de vista exclusivamente religioso. La Academia Francesa galardonó dos obras en 1808. Una era de un alemán, Heeren, y se publicó simultáneamente en francés y alemán, bajo el título de Ensayo sobre la influencia de las Cruzadas en Europa. La otra se debía a un francés, Choiseul-Daillecourt. Esta última se denominaba Influencia de las Cruzadas sobre el estado de las naciones europeas. Juzgando con nuestro criterio moderno, ambos libros están anticuados, pero no les falta interés, sobre todo al primero.

En verdad, las Cruzadas son el episodio capital de la lucha de dos religiones universales, cristianismo e islamismo, lucha iniciada el siglo VII Pero las causas religiosas del movimiento no fueron las únicas que lo motivaron. Ya en la primera Cruzada, la que refleja más por entero los “ideales” del movimiento —la liberación de Tierra Santa de manos de los infieles— advertimos intereses terrenos y profanos. Kugler dice: “Había en la Cruzada dos partidos: el de las personas piadosas y el de los políticos”. Chalandon, citando esa frase de Kugler, la califica de perfectamente exacta. Cuanto más nos adentramos en el conocimiento de las condiciones interiores de la vida de la Europa occidental en el siglo XI, cuanto más estudiamos, sobre todo, el desarrollo de las ciudades italianas de aquella época, más llegamos a la convicción de que los motivos económicos influyeron radicalmente en la preparación y ejecución de la primera Cruzada. A cada nueva Cruzada, la corriente profana se hacía más clara y fuerte, terminando por lograr una victoria completa sobre los ideales primitivos en 1204, cuando los Cruzados tomaron Constantinopla y fundaron el Imperio latino.

Bizancio cumplió papel tan importante en aquél período, que es absolutamente indispensable estudiar el Imperio de Oriente si se quiere comprender de manera plena y entera el origen y desarrollo de las Cruzadas. Además, conviene observar que la mayoría de los que han estudiado las Cruzadas lo han hecho tratando el problema desde un punto de examen puramente “occidental”, tendiendo a convertir el Imperio griego en “cabeza de turco a quien cargar todas las faltas de los Cruzados”.

Los árabes, desde su primera aparición en el escenario de la historia universal, hacia 630, habían conquistado con fulminante rapidez Siria, Palestina, Mesopotamia, las regiones orientales del Asia Menor, los países vecinos del Cáucaso, Egipto, el litoral de África del Norte y muy gran parte de España. En la segunda mitad del siglo VII y a comienzos del VIII asediaron dos veces Constantinopla, de donde fueron rechazados, no sin dificultad, merced a la energía y talento de Constantino II y de León III el Isáurico. En el 732, los árabes, que habían invadido la Galia por los Pirineos, fueron detenidos en Poitiers por Carlos Martel. En el siglo IX conquistaron Creta y a principios del X ocuparon Sicilia y la mayor parte de las posesiones bizantinas del sur de Italia. Estas conquistas árabes ejercieron una acción importantísima sobre la situación política y económica de Europa. La centelleante ofensiva de los árabes “cambió la faz del mundo”, con frase de H. Pirenne. “Su repentina invasión trastornó la antigua Europa. Puso fin a la unión mediterránea que le daba su fuerza... El Mediterráneo había sido un lago romano. En su mayor parte se convirtió en un lago musulmán”.

Pero no debe aceptarse esta afirmación sin algunas reservas. Las relaciones mercantiles no cesaron del todo entre la Europa occidental y los países orientales conquistados por los musulmanes. Mercaderes y peregrinos continuaron recorriendo el mundo y los productos exóticos de Oriente siguieron llegando a Europa, como, por ejemplo, llegaban a Galia.

El islamismo primitivo se distinguía por su notable tolerancia. En las regiones conquistadas a los cristianos, los árabes dejaban subsistir la mayoría de las iglesias y oficios religiosos y nunca pusieron obstáculos a la beneficencia cristiana. En la época de Carlomagno, a principios del siglo IX, había en Palestina hospicios y hospitales para los peregrinos, se construían conventos y templos y se restauraban otros. El mismo Carlomagno envió a ese efecto a Palestina abundantes limosnas. Se organizaban bibliotecas en las iglesias y los peregrinos visitaban los Santos Lugares sin ser molestados en nada.

Ciertos historiadores, considerando las relaciones existentes entre Palestina y el Imperio franco de Carlomagno, y también cierto intercambio de embajadas que hubo entre el emperador de Occidente y Harun-Al-Raschid, han llegado a la conclusión de que debía de haber, bajo Carlomagno, una especie de protectorado franco en Palestina, protectorado no ejercido, desde luego, sino en lo que afectaba a lo religioso, dejando intacta la autoridad política del califa. En cambio, un grupo de historiadores afirma que ese protectorado no existió y constituye “un mito análogo a la leyenda de la Cruzada de Carlomagno a Tierra Santa”. El título de uno de los trabajos más recientes sobre esa cuestión, es precisamente: La leyenda del protectorado de Carlomagno sobre Tierra Santa.

No nos pararemos a discutir el sentido de la palabra “protectorado franco” que, como otros términos, es harto convencional y vago. A nuestro juicio lo importante es que desde comienzos del siglo IX el Imperio franco tuvo muy importantes intereses en Palestina, hecho de extrema trascendencia en el desarrollo ulterior de las relaciones internacionales que precedieron a las Cruzadas. En el siglo X se produjeron casos aislados de ataques a cristianos y peregrinos, ataques casi siempre sin causa religiosa. Pero semejantes hechos eran accidentales y momentáneos.

En la segunda mitad del siglo X, las brillantes victorias obtenidas por los bizantinos, bajo Nicéforo Focas y Juan Tzimiecés, sobre los árabes de Oriente, hicieron de Alepo y Antioquía Estados vasallos del Imperio. A continuación es probable que el ejército de Bizancio entrara en Palestina. Tales victorias repercutieron en Jerusalén y el historiador francés Bréhier cree posible hablar de un protectorado bizantino sobre Tierra Santa, protectorado que habría substituido al franco.

La ocupación de Palestina por la dinastía egipcia de los fatimitas, en la segunda mitad del siglo X (969), no parece que introdujera modificaciones desfavorables para los cristianos de Oriente ni para los peregrinos. Pero en el siglo XI cambiaron las circunstancias. El califa fatimita Alhakem, aquél loco “Nerón egipcio”, abrió crueles persecuciones contra los cristianos y judíos en toda la extensión del Imperio que regía. En 1009 hizo destruir la iglesia de la Resurrección y el Gólgota, en Jerusalén. Sólo frenó su rabia destructora por temor a represalias sobre las mezquitas construidas en tierra cristiana.

Bréhier, en su tesis de un protectorado bizantino sobre Tierra Santa, se apoya en un historiador árabe del siglo XI Yahía, de Antioquía. Éste relata que en 1012 un jefe beduino se levantó contra el califa Alhakem, se apoderó de Siria, obligó a los cristianos a restablecer la iglesia de la Resurrección, nombró patriarca de Jerusalén a un obispo elegido por él, “le ayudó a reconstruir la iglesia de la Resurrección y restauró muchos lugares en la medida de lo posible”. Rosen, interpretando ese texto, observa que el beduino obró así “probablemente para ganarse las buenas gracias del emperador griego”. Bréhier se funda en Rosen al aplicar su hipótesis al texto de Yahía. En tales condiciones, encontramos imposible afirmar el buen fundamento de la teoría de Bréhier con tanta certeza como su autor.

De todos modos aquél no era sino el principio de la restauración de los Santos Lugares. A la muerte de Alhakem (1021) se inauguró una era de tolerancia con los cristianos. Se convino un acuerdo entre Bizancio y los fatimitas, y los emperadores pudieron reconstruir la iglesia de la Resurrección. Los trabajos concluyeron a mediados del siglo XI, reinando Constantino Monómaco. El barrio cristiano quedó rodeado de una recia muralla. Los peregrinos obtuvieron de nuevo libre acceso a Tierra Santa. Las fuentes indican, entre otros personajes célebres, a Roberto el Diablo, duque de Normandía, que murió en Nicea, de regreso de Palestina, en 1035. Acaso hacia la misma época, sobre 1030, llegase a Jerusalén el célebre Haraldo Hardrada.

Pero pronto se reanudaron las vejaciones contra los cristianos. En 1056 fue cerrado el Santo Sepulcro y se expulsó de Jerusalén a más de 300 cristianos.

A lo que parece, la iglesia de la Resurrección fue restaurada con toda la oportuna magnificencia, como se desprende, por ejemplo, del testimonio de un peregrino ruso, el higúmeno Daniel, que visitó Palestina a comienzos del siglo XII, es decir, al principio de la fundación del reino de Jerusalén, establecido en 1099, después de la primera Cruzada. Daniel enumera las columnas de la iglesia, habla de un pavimento ornado de mármoles, nos informa de la existencia de diez puertas y da interesantes detalles sobre los mosaicos. Hallamos en él noticias sobre varias iglesias y objetos sacros, así como sobre lugares santos de Palestina mencionados en el Nuevo Testamento.

Según palabras de Daniel y también de su contemporáneo el peregrino anglosajón Saewulf, los “sarracenos eran belicosos, porque se ocultaban en montes y cavernas y a veces atacaban de improviso, para robarles, a los peregrinos que pasaban por los caminos”.

La tolerancia musulmana con los cristianos se manifestaba de igual modo en Occidente. Cuando, a fines del siglo XI, los españoles reconquistaron Toledo, hallaron, con gran extrañeza, iglesias cristianas en la ciudad. Aquellas iglesias habían subsistido intactas y los Oficios se celebraban en ellas regularmente. Hacia la expiración del mismo siglo, al conquistar Sicilia los normandos, encontraron allí muchos cristianos que practicaban con libertad su religión, aunque la dominación árabe se remontaba a doscientos años ya.

Por eso impresionó dolorosamente al Occidente cristiano la destrucción de la iglesia de la Resurrección y del Gólgota en 1009. Otro acontecimiento grave en semejante sentido se produjo en la segunda mitad del siglo XI.

Ya sabemos que los turcos selyúcidas, al adquirir poder en el siglo X, fundaron, algunos años después de la derrota causada a los bizantinos en Mantzikert (1071), el sultanado de Rum o Iconio, en Asia Menor, extendiéndose en todas direcciones. El general turco Atzig marchó sobre Palestina y se adueñó de Jerusalén. A poco la ciudad se sublevó y Atzig hubo de cercarla de nuevo. Al recuperar los turcos Jerusalén, causaron en ella terribles depredaciones. A continuación tomaron Antioquía. en Siria, se establecieron en Nicea, en Cízico y en Esmirna (Asia Menor), mientras en el Egeo ocupaban las islas de Quío, Lesbos, Samos y Rodas. La situación de los peregrinos europeos que iban a Jerusalén y a otros lugares, empeoró. Aun admitiendo que las vejaciones y persecuciones infligidas por los turcos a los cristianos hayan sido exageradas por muchos historiadores, parece difícil adherirse a la opinión de W. Ramsay, quien habla de la blandura de los turcos con los cristianos y escribe: “Los sultanes selyúcidas gobernaron con dulzura y tolerancia. Los mismos historiadores bizantinos, tan parciales, hacen algunas alusiones a la predilección varias veces manifestada hacia los turcos por los cristianos, quienes a menudo preferían el gobierno de los sultanes al yugo de los emperadores. Los cristianos sometidos al yugo selyúcida fueron más felices que los de Bizancio, y los más miserables de todos fueron los bizantinos de las fronteras, expuestos a continuas invasiones. En cuanto a persecución religiosa, no hay traza de ella en el período selyúcida”.

De manera que la destrucción del templo de la Resurrección en 1009 y la toma de Jerusalén por los turcos en la octava década del siglo XI fueron los dos hechos esenciales que obraron profundamente sobre los sentimientos religiosos de las masas en la Europa occidental, suscitando en ellas un potente impulso de entusiasmo religioso. Muchos europeos comprendieron que si Bizancio caía bajo el ataque turco, todo el Occidente cristiano corría grandísimo peligro. Un historiador francés dice al propósito: “Después de tantos siglos de terror y devastación, ¿iba el mundo mediterráneo a sucumbir de nuevo al asalto de los bárbaros? Tal era la angustiosa pregunta que se planteó hacia 1075. La Europa occidental, lentamente reconstituida en el curso del siglo XI, se encargó de responder. Al ataque en masa de los turcos contestó con la primera Cruzada”. Pero los emperadores bizantinos comprendieron mejor que nadie la inminencia del peligro dimanado del creciente poderío del poder de los turcos. A partir de la derrota de Mantzikert reconocieron que no podían defenderse solos contra el ímpetu arrollador de los selyúcidas. Volvieron, pues, las miradas a Occidente, y sobre todo al Papa, quien, como jefe espiritual de la Europa de Occidente, podía, con su influjo, obligar a los pueblos occidentales a socorrer a Bizancio según sus fuerzas. A veces, como ya vimos en el caso de la carta de Alejo Comneno a Roberto de Flandes, los emperadores también se dirigían individualmente a los príncipes seglares de Occidente. Pero Alejo pensaba sólo en tropas auxiliares y no en ejércitos poderosos y bien organizados.

Los papas acogieron muy favorablemente las demandas de los basileos orientales. Aparte el aspecto puramente ideal —la ayuda a Bizancio y a la vez al mundo cristiano, y la liberación de los Santos Lugares—, los papas, como era natural, miraban también los intereses de la Iglesia católica, ya que, en caso de triunfar la empresa, los pontífices debían esperar ver acrecida su influencia en Oriente y acaso lograr volver la Iglesia oriental al seno de la católica. Los papas no podían olvidar el cisma religioso del 1084. La idea que los emperadores bizantinos albergaron al principio —no recibir de Occidente sino destacamentos auxiliares de mercenarios—, se modificó fuera de Bizancio progresivamente, en gran parte merced a la predicación pontifical, y así se llegó a la idea de una Cruzada de la Europa occidental en Oriente, es decir, de un movimiento de masas de los pueblos occidentales dirigidos por sus soberanos y al mando de jefes militares distinguidos.

En la segunda mitad del siglo XIX los eruditos creían aún que la primera idea de Cruzada había sido emitida y la primera exhortación lanzada a fines del siglo X por el célebre Gerberto, más tarde Papa con el nombre de Silvestre II. Pero hoy los mejores especialistas de la cuestión —el francés Havet y el ruso N. Bubnov—, ven en la epístola de “la iglesia de Jerusalén, arruinada, a la Iglesia universal” —escrito que se halla en la colección de cartas de Gerberto y donde la iglesia de Jerusalén se dirige a la universal pidiendo ayuda a su munificencia—, por una parte un documento auténtico de Gerberto, escrito por éste antes de ser Papa (en lo que contradicen a los sabios que juzgan ese mensaje una falsificación posterior), y por otra, no un proyecto de Cruzada, sino una simple carta circular dirigida a los fieles estimulándoles a enviar limosnas para lo conservación de los establecimientos cristianos de Jerusalén. A fines del siglo X., además, la situación de los cristianos en Palestina no era tan grave que pudiese motivar una Cruzada.

Ya antes de la época de los Comnenos, el emperador Miguel VIII Ducas, ante la inminencia del peligro selyúcida y pechenega, había dirigido una carta al Papa Gregorio VII pidiéndole socorro y prometiéndole a cambio la unión de las Iglesias. El Papa envió muchos mensajes sugiriendo a las potencias que enviasen ayuda al amenazado Imperio. En la carta pontificia al duque de Borgoña se lee: “Esperamos que... después de la sumisión de los normandos pasemos a Constantinopla para prestar ayuda a los cristianos que, sufriendo frecuentes “mordeduras” de los sarracenos, nos piden vivamente que les tendamos una mano socorredora”. En otra misiva, Gregorio VII menciona “la suerte miserable de tan gran Imperio”. En su carta a Enrique IV, emperador de Alemania, el Papa escribe: “Gran parte de los cristianos de ultramar está en camino de ser aniquilada por los paganos en una serie de inauditas derrotas. Diariamente son muertos como reses, y la raza cristiana está en vías de ser exterminada!”. Pide luego socorro “para que la fe cristiana no perezca definitivamente en nuestra época”. Obedeciendo a la sugestión del Papa, los italianos y otros europeos (ultramontani) preparaban un ejército de más de cincuenta mil hombres que se proponían marchar, dirigidos por el Papa, contra los enemigos de Dios, llegando hasta la tumba de Cristo. “Lo que más me decide todavía a esta resolución, es que la Iglesia de Constantinopla, que está en desacuerdo con nosotros sobre la cuestión del Espíritu Santo, desea un entendimiento con la Iglesia apostólica”. En estos mensajes se advierte que no se trata sólo de una Cruzada para liberar Tierra Santa. Gregorio VII diseña el plan de una expedición a Constantinopla a fin de salvar a Bizancio, piedra fundamental del cristianismo en Oriente. El socorro procurado por el Papa tendría como recompensa la unión de las dos Iglesias, es decir, el retorno de la Iglesia cismática de Oriente al seno de la católica, conduciendo espiritualmente como consecuencia, ambas iglesias. Leyendo esos escritos se recibe la impresión de que se trata más de defender Constantinopla que de reconquistar Tierra Santa, tanto más cuanto que dichos documentos fueron redactados antes de 1078, fecha en que Jerusalén pasó a manos turcas y la situación de los cristianos de Palestina empeoró. Así, cabe suponer que en los proyectos de Gregorio VII la guerra santa contra el islamismo pasaba a segundo plano y que el Papa, al armar al cristianismo occidental para la lucha contra el Oriente musulmán, pensaba, sobre todo, en el Oriente cismático. Esta cismaticidad era para Gregorio VII más terrible que el islamismo. En una carta en que habla de los territorios ocupados por los moros de España, el Papa dice francamente que preferiría dejar esos lugares en manos de los infieles antes que verlos caer en manos de los “hijos insumisos de la Iglesia”. Si han de considerarse las cartas de Gregorio VII como el primer proyecto de Cruzada, debe a la vez notarse el vínculo que hay entre tal proyecto y el cisma de 1054.

Como Miguel VII, Alejo Comneno, bajo el influjo de los terribles sucesos 1091, se dirigió al Occidente pidiendo la ayuda de destacamentos de mercenarios. Pero ya vimos antes que la intervención de los paulianos y la muerte violenta del turco Tzachas apartaron de la capital el inminente peligro que la amenazaba. Por tanto, en 1093 aquellos elementos occidentales de ayuda eran, a juicio de Alejo, inútiles para Bizancio.

Pero el movimiento provocado en Occidente por Gregorio VII había adquirido grandes proporciones, merced sobre todo al activo Urbano II, hombre lleno de fe. Ya no se trataba de los modestos auxiliares pedidos por Alejo Comneno, sino de un movimiento de masas, conducidos por militares organizados y profesionales.

A partir de H. Sybel (1841), la ciencia histórica asigna a las Cruzadas, como causas principales desde el punto de vista occidental los fenómenos siguientes:

1). Es estado de ánimo religioso característico de la Edad Media y fortalecido en el siglo XI merced al movimiento de Cluny. Se notaba, en efecto, en la sociedad, abrumada por la consciencia del pecado, una tendencia clara al ascetismo, a la vida eremítica, a las gestas morales, a las peregrinaciones. La teología y la filosofía se hallaban bajo aquellos influjos. Este estado de ánimo fue el que levantó a las gentes, incitándolas a la reconquista del Santo Sepulcro.

2). El crecimiento del poderío pontifical en el siglo XI, bajo Gregorio VII, cuyas ideas sobre la Cruzada conocemos ya. El Papado veía en las Cruzadas un modo de ensanchar sus horizontes. De triunfar la empresa de que los Papas serían instigadores y jefes espirituales, la influencia papal se extendería sobre nuevos países, y hasta se podría hacer volver a los cismáticos al seno del catolicismo. Las aspiraciones ideales de los Papas, sus esfuerzos para socorrer a los cristianos de Oriente y liberar Tierra Santa, se combinaban así con su deseo de aumentar el poder y la influencia pontificios.

3). Los intereses profanos y laicos desempeñaron también un importante papel en las diferentes clases sociales. La nobleza feudal, los barones y caballeros que participaban en el impulso religioso general, veían a la vez en él una excelente ocasión de satisfacer su ambición y su amor de los combates, así como un medio de aumentar sus recursos. Los campesinos, oprimidos por el peso de las cargas feudales y arrastrados por el sentimiento religioso, veían en la Cruzada una liberación momentánea que les eximía de las abrumadoras obligaciones de feudo, les dispensaba del pago de sus deudas, les garantizaba la seguridad de sus familias y de sus pecados, que serían perdonados por su actuación en la empresa de la liberalización de los Santos Lugares.

No obstante, con posterioridad a Sybel los historiadores han hecho resaltar otros hechos concatenados con el origen de la primera Cruzada.

En el siglo XI eran muy numerosos los peregrinos occidentales a Tierra Santa. A veces los peregrinos hacían el viaje en grupos considerables. Junto a las peregrinaciones individuales existían verdaderas expediciones a Tierra Santa. En 1026-27, setecientos peregrinos encabezados por un abad francés y llevando en sus filas numerosos caballeros normandos, visitaron Palestina. En el mismo año, Guillermo, conde de Angulema, hizo un viaje a Jerusalén en compañía de varios abades del oeste francés y muchos señores. En 1033 hubo en el Santo Sepulcro tanta abundancia de visitantes como no se viera jamás. Pero la peregrinación más famosa fue la de 1064-1065, en que participaron más de siete mil personas (ordinariamente suele decirse más de doce mil). Aquellas multitudes, conducidas por Gunther, obispo de Bamberg, partieron de Alemania, pasaron a Constantinopla, atravesaron el Asia Menor y llegaron a Jerusalén tras numerosas aventuras. Según las fuentes, “de los siete mil partidos volvieron menos de dos mil”, y éstos “muy empobrecidos”. El propio Gunther murió prematuramente y fue “una de las numerosas vidas perdidas en la aventura”.

A propósito de esas peregrinaciones pacíficas anteriores a las Cruzadas, se ha formulado la pregunta de si no podría considerarse el siglo XI como un período de transición entre dichas peregrinaciones pacíficas y las expediciones militares de la época de las Cruzadas. Muchos eruditos se han esforzado en probar que, al ocupar Palestina los turcos, los grupos de peregrinos comenzaron a viajar armados para defenderse de posibles agresiones. Pero hoy ha quedado admitido que las más de las peregrinaciones del siglo XI fueron hechas por hombres no armados y por tanto la opinión arriba expresaba es muy discutida. Desde luego, algunos de los caballeros que emprendían la peregrinación iban con armas, pero “aunque algunos de ellos llevasen cota de mallas, no por eso dejaban de ser peregrinos pacíficos” y no cruzados. No obstante, desempeñaron considerable papel en la historia del origen de las Cruzadas, porque informaron al Occidente de Europa de la situación de Tierra Santa, suscitando primero y manteniendo después el interés por ella. Todas las expediciones peregrinativas de que hemos hablado fueron anteriores a la conquista de Palestina por los turcos. Pero estudiando aquellas expediciones en detalle, hallamos que los peregrinos resultaron a veces maltratados por los árabes mucho antes de la ocupación selyúcida, de modo que la teoría según la cual “mientras los árabes ocuparon Jerusalén los peregrinos cristianos de Europa no fueron inquietados”, debe considerarse afirmativa en exceso.

No poseemos informe alguno sobre las peregrinaciones bizantinas a Tierra Santa en el siglo XI. El monje bizantino Epifanio, autor del primer itinerario griego de Tierra Santa, describió Palestina en la época precedente a las Cruzadas, pero no se sabe con exactitud en qué época vivió. Los historiadores difieren en sus apreciaciones, dando fechas del siglo VIII al XI.

Si de Oriente pasamos a Occidente, vemos que el siglo XI había asistido ya, con anterioridad a la primera Cruzada, a otras Cruzadas auténticas: las guerras de España contra los moros, la conquista de Sicilia y Apulia por los normandos y la conquista de Inglaterra por otros normandos (1066).

Además, en el mismo siglo XI nótase en toda Italia un movimiento político y económico digno de mención y que tuvo su centro en Venecia. La pacificación del litoral del Adriático había consolidado el poder marítimo de la república veneciana. La famosa carta de 1085, concedida por Alejo Comneno, abrió a los mercaderes venecianos los mercados bizantinos. “Desde ese día comenzó el comercio universal de Venecia”, ciudad que, como otras italianas, no vaciló en traficar con puertos musulmanes. Génova y Pisa, que en el siglo X y principios del siglo XI habían sufrido frecuentes ataques de los piratas musulmanes, emprendieron (1015-1016) una expedición contra los musulmanes de Cerdeña, apoderándose de esta isla y de Córcega. Las naves de aquellas dos ciudades actuaron en las costas del litoral africano y en 1087, a exhortaciones del Papa, tentaron un golpe de mano contra Mehdia, ciudad de la costa septentrional de África. Esas expediciones contra los infieles no sólo se debían a entusiasmo religioso y ánimo aventurero, sino también a motivos económicos. En todo caso, parece poco probable que los genoveses hicieran un comercio importante con Levante antes de la primera Cruzada.

Debe notarse también como uno de los hechos que afectan a la historia del origen de las Cruzadas el aumento de población que comenzó a señalarse en ciertos países hacia el siglo XI. Nos consta que la población de Flandes y Francia creció bastante por entonces. De manera que el movimiento de masas de fines del siglo XI puede considerarse en cierto sentido como una especie de expansión colonial medieval para algunos países del occidente de Europa, sobre todo Francia.

Además, el siglo XI fue para Francia una época de hambres frecuentes, sequías, epidemias desastrosas y rigurosos inviernos. Estas difíciles condiciones de vida hicieron pensar a los franceses en tierras prósperas y lejanas.

Considerando todos estos factores, llegamos a la conclusión de que a fines del siglo XI Europa estaba moral y económicamente dispuesta a una empresa de Cruzada en gran escala.

La situación general de que motivó la primera Cruzada era distinta en absoluto a la que precedió a la segunda. Los cincuenta y un años transcurridos entre 1086 y 1147 constituyeron una de las épocas más importantes de la historia general. En esos años, el aspecto económico y religioso, y en general la civilización de Europa, cambiaron radicalmente. Para la Europa occidental se abrió un mundo nuevo. Las Cruzadas siguientes no añadieron nada a lo conseguido en aquél período, limitándose a desarrollar los procesos creados en los cincuenta y un años transcurridos. Es verdaderamente extraño que un historiador italiano haya podido calificar a las primeras Cruzadas de “locuras estériles” (sterili insanie).

La primera Cruzada es la primera ofensiva organizada del mundo occidental contra los infieles. Esa ofensiva no se limitó a la Europa central, a Italia y Bizancio, sino que empezó en el extremo suroeste de Europa, en España, prolongándose hasta las infinitas estepas de Rusia.

Respecto a España, los condes, obispos, “vice comités” y otros nobles y poderosos personajes recibieron en 1088 una carta del Papa Urbano II autorizándoles a no marchar a Jerusalén, y a permanecer en su país para restaurar las iglesias cristianas destruidas por los moros. España, pues, fue el ala derecha de la Cruzada.

Al nordeste, Rusia se defendía desesperadamente contra las hordas bárbaras de los polianos o kumanes, que aparecieron en las estepas meridionales del siglo XI, devastaron el país y aniquilaron el comercio al ocupar todas las vías que llevaban desde Rusia al sur y al este. El historiador ruso Kluchevski escribe al respecto: “Esta lucha ruso-poliana — lucha que duró casi dos siglos—, pertenece a la historia europea. Mientras Occidente empeñaba las Cruzadas contra las fuerzas asiático-orientales y en la Península Ibérica se sostenía un movimiento análogo contra los moros, los rusos cubrían el flanco izquierdo de Europa. Tal servicio les costó caro, ya que hubieron de abandonar los lugares que ocupaban hacía mucho en la cuenca del Dniéper. Pero toda la vida de Rusia cambió”. Rusia, en efecto, participó a su manera en el movimiento general cruzado de la Europa occidental, puesto que al defenderse defendía a Europa contra los bárbaros infieles. “Si los rusos hubiesen pensado en cruzarse —dice B. Leib—, habría sido cosa de recordarles que su primer deber era defender la Cristiandad defendiendo su propio país, como los Papas escribían a los españoles”.

Los reinos escandinavos participaron igualmente en la primera Cruzada, si bien aportaron al ejército principal bandas poco numerosas. En 1097, Svein, noble danés, llevó un destacamento cruzado a Palestina. No parece que hubiera gran entusiasmo religioso en aquellos países del Norte, y cabe suponer que la mayoría de los cruzados escandinavos obraron menos por celo cristiano que por amor de la guerra, la aventura, la ganancia y la gloria.

En el Cáucaso había dos países cristianos: Armenia y Georgia. Pero, tras la derrota de Mantzikert, en 1071, Armenia había caído en poder de los turcos, de modo que no cabía que los armenios del Cáucaso participasen en la primera Cruzada. Y los selyúcidas se habían apoderado de Georgia en el siglo XI. Sólo después de la toma de Jerusalén por los cruzados, en 1099, el rey de Georgia, David el Restaurador, expulsó a los turcos (hacia el 1100). Con frase de una crónica georgiana, luego de “que un ejército franco se hubo puesto en marcha y, con la asistencia de Dios, tomó Jerusalén y Antioquía, Georgia fue libre otra vez y David volvióse poderoso”.

En 1095, el Papa convocó en Piacenza un concilio a fin de resolver ciertas dificultades y discutir determinadas reformas. Dirigióse a la ciudad una embajada de Alejo Comneno en demanda de ayuda. Este hecho ha sido negado por otros historiadores, pero recientemente los que han estudiado el problema han llegado a la conclusión de que realmente Alejo envío aquella embajada.

Pero ése no fue el “factor decisivo” que motivó la Cruzada, según creía Sybel. Alejo seguía pidiendo los mismos socorros que antes. No pensaba en ejércitos cruzados ni deseaba Cruzada. Sólo quería mercenarios para combatir a los turcos que avanzaban peligrosamente por Asia Menor. Hacia 1095, Kilidy-Arslan había sido elegido sultán en Nicea. “Hizo acudir a las mujeres e hijos de los hombres que estaban entonces en Nicea, ordenóles vivir allí e hizo de aquella ciudad la residencia de los sultanes”. O sea, que convirtió a Nicea en su capital.

Ante esos éxitos turcos, Alejo hubo de pedir ayuda en Piacenza, pero una Cruzada a Tierra Santa no entraba en su intención. Sólo quería socorros contra los turcos. Su solicitud fue favorablemente acogida. Por desgracia, poseemos muy pocos informes sobre ese episodio. “Las relaciones de Oriente y Occidente, desde el concilio de Piacenza hasta la llegada de los Cruzados al Imperio bizantino están veladas por tinieblas”.

En noviembre de 1095 se reunió en Clermont (Auvernia) el famoso concilio de ese nombre. Tanta gente acudió, que no se hallaba lugar para toda. La multitud se instaló al aire libre. Al finalizar el concilio —que se había ocupado de las más graves cuestiones de la época—, Urbano II dirigió al gentío una ardorosa arenga, cuyos términos originales no nos han llegado. Algunos miembros del concilio que transcribieron de memoria ese discurso, dan de él versiones muy diferentes. Después de pintar con calor las persecuciones de los cristianos en Tierra Santa, el Papa invitó a la multitud a tomar las armas para liberar el Santo Sepulcro y a los cristianos de Oriente. Entre gritos de “¡Dios lo quiere!” (Deus lo volt), la entusiasmada muchedumbre aclamó al Papa. A propuesta de este último, los futuros cruzados adoptaron por emblema una cruz roja que debía llevarse en el lado derecho. De esto provino el nombre de cruzados. Se prometió a los que participaran en la Cruzada la remisión de sus culpas. Les fueron anuladas sus deudas. Sus bienes quedaban bajo la protección de la Iglesia. No se forzaba a nadie, pero el voto de los cruzados considerábase irrevocable; el violarlo hacía incurrir en excomunión. Desde Francia el entusiasmo se propagó a Italia, Alemania e Inglaterra. Nació un vasto movimiento encaminado a Oriente. En el concilio de Clermont no hubieran podido preverse las proporciones y verdadera importancia de aquél impulso.

El movimiento que, un año después, tomó la forma de Cruzada, nació, pues, en el concilio de Clermont y fue obra personal de Urbano II. Pero para conseguir la ejecución de esta empresa el Papa halló condiciones favorables en la vida de la segunda mitad del siglo XI y no sólo en la situación religiosa, sino también en el estado de las cosas en lo político y lo económico.

La primera Cruzada, de hecho, se decidió en Clermont. La noticia de lo acordado representó para Alejo una desconcertante sorpresa, porque no esperaba ni quería tal género de socorros. Al llamar mercenarios occidentales, lo hacía para defender su Estado. La liberación de los Santos Lugares, no pertenecientes a su Imperio hacía cuatro siglos, parecíale secundaria.

Para Bizancio, el problema de la Cruzada no existía en el siglo XI. Ni las masas ni el emperador sentían un profundo entusiasmo religioso, y no había en el Imperio quien predicase Cruzada. La cuestión, a juicio de Bizancio, era política, y consistía en salvar las fronteras orientales y septentrionales. Tal problema no tenía relación alguna con la remota Cruzada a Tierra Santa. El Imperio oriental había realizado sus “cruzadas” propias, tales como las brillantes expediciones de Heraclio contra Persia en el siglo VII, ocasión en que los Santos Lugares y la Santa Cruz habían sido recuperados por el Imperio. Luego habían existido las victoriosas expediciones de Nicéforo Focas, Juan Tzimiscés y Basilio II contra los árabes de Siria, ocasión en que los emperadores formaron el definido plan de recuperar Jerusalén. El plan no se realizó y Bizancio, bajó la presión de los éxitos obtenidos por los turcos en el Asia Menor durante el siglo XI, había abandonado la esperanza de reconquistar los Santos Lugares. Para Bizancio el problema palestino en aquella época era abstracto y no ligado a los intereses vitales del Imperio. En 1090-91, hallándose Bizancio a un paso de la ruina, Alejo había pedido refuerzos de auxiliares a Occidente, Y se le contestaba con el envío de los cruzados. En las Musas de Alejo, escritas en versos yámbicos y que se suponen ser una especie de testamento político dedicado a su hijo y sucesor Juan, se leen estas interesantes observaciones a propósito de la primera Cruzada: “¿No recuerdas lo que me ocurrió? Del movimiento del Occidente hacía este país había de resultar un rebajamiento de la alta sublimidad de la Nueva Roma y de la dignidad del trono. Así, hijo mío, es menester pensar en acumularlo bastante para llenar las abiertas bocas de los bárbaros, que respiran odio contra nosotros, para el caso de que se levantase en contra nuestra un ejército numeroso que, en su irritación, lanzaría centellas contra nosotros, a la vez que una gran cantidad de enemigos cercaría nuestra ciudad”.

Podemos cotejar con ese fragmento de Alejo el siguiente pasaje, igualmente relativo a la primera Cruzada, de la Alexíada de Ana Comnena: “Hubo un levantamiento de hombres y mujeres como no lo había habido jamás en memoria de hombre. Los sencillos de espíritu estaban impulsados por el deseo sincero de adorar el sepulcro de Nuestro Señor y visitar los Santos Lugares, pero los más astutos, sobre todo los hombres como Bohemundo y otros de ánimo semejante, tenían otras secretas razones, tales como la esperanza de apoderarse, en el curso de su viaje, de la misma capital, después de encontrar un pretexto para ello”.

Estos pasajes nos muestran claramente la actitud de Bizancio ante los cruzados y la misma Cruzada. Para Alejo, los cruzados eran tan bárbaros como los turcos y pechenegos que amenazaban el Imperio. Ana Comnena indicaba de pasada las personas “sencillas” que deseaban visitar la Tierra Santa y se unían a los cruzados. La idea de una Cruzada era absolutamente extraña a la mentalidad bizantina del siglo XI. En los espíritus de los dirigentes sólo dominaba un propósito: alejar el inminente peligro turco que amenazaba por el este y el norte. De modo que la primera Cruzada fue una empresa exclusivamente occidental, que tuvo ciertas relaciones con Bizancio en el aspecto político. Cierto que el Imperio proporcionó a los cruzados algunas tropas, pero éstas no rebasaron el Asia Menor. Bizancio no participó en la conquista de Siria y Palestina.

En la primavera del año 1096, después de la predicación de Pedro el Ermitaño —al que una leyenda histórica, rechazada hoy, atribuía la iniciativa del movimiento cruzado—, se reunió en Francia una multitud inmensa, compuesta en su mayoría de hidalgos, gente común y desamparados vagabundos, acompañados de sus hijos y mujeres y casi sin armas aquél grupo entusiasta atravesó Alemania, Hungría y Bulgaria, camino de Constantinopla. Tan burdo ejército, conducido por Pedro de Amiens y otro predicador, Gualterio el Pobre, desconocía qué países atravesaba y, no hallándose habituado a la obediencia ni al orden, saqueaba y arruinaba los lugares, sin ningún tipo de escrúpulos por donde pasaban. Alejo Comneno conoció con disgusto la llegada de los cruzados, disgusto que se le convirtió en viva inquietud al saber las ruinas y depredaciones ejecutadas por aquella hueste a su paso. Al aparecer ante Constantinopla e instalarse en los límites de la ciudad, los cruzados, según su costumbre, se entregaron al pillaje, provocando estupor y desaliento de los vasallos del Imperio, que los habían recibido esperanzados como hermanos en la fe, que acudían a socorrerlos en los momentos de incertidumbre social que se vivían. El emperador, alarmadísimo, se apresuró a hacerles pasar al Asia Menor, donde, en las cercanías de Nícea, fueron exterminados casi todos por los turcos con la mayor facilidad. Pedro el Ermitaño había vuelto a Constantinopla antes de la catástrofe definitiva.

El episodio de Pedro y sus deplorables bandas sirvió de introducción a la primera Cruzada. La desfavorable impresión causada en Bizancio por aquellos mercenarios, persistió en las escaladas bélicas que sucedieron. A su vez, los turcos, tan fácilmente victoriosos de las inexpertas masas de Pedro el Ermitaño, se persuadieron de que conseguirían análogos triunfos sobre los demás cruzados.

En el verano de 1096 comenzó en Occidente la Cruzada de los condes, duques y príncipes, es decir, la reunión de un verdadero ejército.

Ningún soberano occidental participó en la expedición. El emperador de Alemania, Enrique IV, estaba absorbido en la cuestión de las investiduras. Felipe I, rey de Francia, hallábase excomulgado por haberse divorciado de su mujer legítima para casarse con otra. Guillermo el Rojo de Inglaterra, se encontraba empeñado, a causa de su tiránico gobierno, en luchas con sus vasallos, con la Iglesia y con el pueblo y retenía con dificultad el poder en sus manos.

Entre los jefes del ejército de los cruzados figuraba Godofredo de Bouillon, duque de la Lorena Baja, a quien una leyenda posterior ha revestido de características tan religiosas, que resulta arduo discernir sus rasgos verdaderos. De hecho era soldado valiente y capaz y hombre de espíritu religioso, aparte lo cual contaba indemnizarse en la Cruzada de las pérdidas padecidas en sus posesiones europeas. Le acompañaban sus dos hermanos, uno de los cuales, Balduino, había de ser más tarde rey de Jerusalén. Godofredo mandaba el ejército lorenés. Roberto, duque de Normandía, hijo de Guillermo el Conquistador y hermano del rey de Inglaterra, participó en la expedición, pero no por ideales religiosos o móviles caballerescos, sino por hallarse descontento del secundario papel que desempeñaba en su ducado, el cual, antes de partir, empeñó al rey de Inglaterra. Hugo de Vermandois, hermano del rey de Francia, hombre ambicioso y que buscaba gloria y nuevos bienes, gozaba de mucha consideración entre los Cruzados. También iba con estos el rudo e irascible Roberto el Frisón, conde de Flandes e hijo del Roberto de Flandes que ya conocemos. El Frisón recibió en la cruzada, por sus hazañas, el sobrenombre de “Hierosilimitano”.  Estos tres personajes mandaban tres ejércitos: Hugo de Vermandois las tropas francesas del centro; Roberto de Normandía y Roberto el Frisón dos ejércitos franceses del norte. Las tropas francesas del Mediodía, o provenzales, iban a las órdenes de Raimundo, conde de Tolosa, célebre por sus proezas contra los moros de España y que, sobre ser un jefe militar talentoso, tenía mucho celo por la religión. Bohemundo de Tarento, hijo de Roberto Guiscardo, y su sobrino Tancredo, mandaban el ejército normando de la Italia del sur y acudían movidos, no por ideales religiosos, sino por la esperanza de arreglar, si se presentaba ocasión, antiguas cuentas con Bizancio, de cuyo Imperio eran encarnizados enemigos. Sin duda Bohemundo había fijado ya su elección en la región de Antioquía. Los normandos llevaron a la Cruzada un elemento puramente político y profano en oposición a la idea inicial del movimiento. Las fuerzas de Bohemundo eran las mejor preparadas para la expedición, “porque comprendían muchos hombres que habían estado ya en contacto con los sarracenos en Sicilia y con los griegos en la Italia meridional). Cada ejército de cruzados perseguía fines propios y no había plan general ni mando central supremo. En esta primera Cruzada el principal papel copapel principal correspondió a los franceses.

Parte del ejército cruzado se dirigió a Constantinopla por tierra, mientras otra parte lo hacía por mar. En el camino, los cruzados, como antes las turbas de Pedro el Ermitaño, cometieron toda suerte de violencias en las regiones que atravesaban. Teofilacto, arzobispo de Bulgaria, contemporáneo y testigo del paso de los cruzados, explicando en una carta las causas de su silencio, lo imputa a los cruzados y dice: “Mis labios están sellados. Primero, el paso de los francos o su invasión, pues no sé cómo calificarlo, nos ha sorprendido y afectado de tal modo que hemos perdido la consciencia de nosotros mismos. Hemos bebido hasta las heces la copa amarga de la invasión... Hechos a los ultrajes de los francos, soportamos más fácilmente a los malhechores, porque el tiempo es el mejor de los maestros”.

Alejo Comneno debió experimentar una natural desconfianza ante tales defensores de la causa divina. No teniendo necesidad de socorro en aquél instante, el emperador veía con irritación e inquietud cómo los ejércitos cruzados se acercaban por todas partes a su capital. El número de los expedicionarios no guardaba proporción alguna con los modestos destacamentos pedidos por el emperador a Occidente. Las acusaciones de perfidia y deslealtad dirigida por los antiguos historiadores contra Alejo y los griegos suelen rechazarse ahora, en especial cuando se estudian los pillajes, depredaciones e incendios cometidos por los cruzados en su expedición. También debe prescindirse del retrato antihistórico dado por Gibbon al pintar a Alejo como duro e implacable; “En estilo menos grave que el de la historia, yo quizá hubiese comparado a Alejo con el chacal, del que se dice que sigue las huellas del león y devora las restos de su comida”.

De cierto no era Alejo hombre para recoger humildemente lo que los cruzados le dejasen. Alejo Comneno mostróse buen estadista y comprendió el peligro que los cruzados hacían correr a su Imperio. Por lo tanto quiso, ante todo, hacer pasar en seguida al Asia Menor a tan peligrosos intrusos. En Asia podrían desarrollar la obra que les llevaba a Oriente: la lucha contra el infiel. Así se creó entre latinos y griegos una desconfianza y animosidad recíprocas. No sólo se miraban mutuamente como cismáticos, sino que eran también adversarios políticos, que más adelante debían resolver sus diferencias a mano armada. Un culto patriota griego del siglo XIX, Bikelas, escribe: “Las Cruzadas presentan un aspecto muy diferente según se las mire desde el punto de vista occidental u oriental. Para Occidente fueron noble efecto de un sentimiento religioso y el comienzo de la regeneración y la civilización, y con justeza puede la nobleza europea de hoy alabarse de ser nieta de los cruzados. Pero cuando los cristianos de Oriente vieron aquellas hordas bárbaras que devastaban y saqueaban las provincias bizantinas; cuando vieron a los que se llamaban paladines de la fe degollar a los sacerdotes de Cristo, so pretexto de que eran cismáticos, olvidaron que esas expediciones tenían primitivamente un fin religioso y un carácter cristiano”.

Según el mismo autor, la aparición de los cruzados “señala verdaderamente el comienzo de la decadencia del Imperio y presagia su fin”.

Según Chalandon, que ha estudiado especialmente el reinado de Alejo Comneno, “se podría extender en parte a todas las otras bandas (de cruzados) el severo juicio” aplicado por Gibbon a los compañeros de Pedro el Ermitaño: “Los bandidos que seguían a Pedro el Ermitaño eran bestias salvajes, sin razón y sin humanidad”.

Así empezó en 1096 la época de las Cruzadas, tan fecunda en múltiples y graves consecuencias tanto para Bizancio y Oriente en general como para el occidente de Europa.

Cuando todos los cruzados estuvieron en Constantinopla, Alejo Comneno, considerando a tales tropas como mercenarios auxiliares, expresó el deseo de ser reconocido como jefe de la expedición y quiso recibir juramento de vasallaje por parte de los cruzados, así como la promesa de que éstos entregarían a su soberano las regiones que conquistasen en Oriente. Los cruzados se plegaron a tal compromiso, prestando juramento y dando promesa. Por desgracia no nos ha llegado en su forma primitiva el texto del juramento de vasallaje rendido por los cruzados al emperador. Según toda probabilidad, las exigencias de Alejo no eran iguales para todas las regiones. Deseaba adquisiciones directas en las comarcas del Asia Menor perdidas por el Imperio poco antes de la derrota de Mantzikert y que eran indispensables a la seguridad y poderío de Bizancio y de la nacionalidad griega. Respecto a Siria y Palestina, perdidas mucho antes por el Imperio, el emperador no las reivindicaba de igual modo, limitándose a exponer pretensiones de teórica soberanía.

Pasando al Asia Menor, los cruzados abrieron las hostilidades. En junio de 1097, Nicea se les rindió tras un largo sitio. Según el acuerdo ultimado con el emperador, debían entregarle la ciudad. La subsiguiente victoria de los cruzados en Dorilea (hoy Eskishehir) forzó a los turcos a retirarse al interior del país, abandonando la zona occidental del Asia Menor, lo que dio a Bizancio posibilidad de restaurar su poder en el litoral asiático. Venciendo los obstáculos naturales, lo desfavorable del clima y la resistencia musulmana, los cruzados avanzaron mucho hacia el este y sudeste. Balduino de Flandes tomó la ciudad de Edessa, en la Alta Mesopotamia, fundando allí un principado que fue el primer Estado latino de Oriente y constituyó un baluarte contra las invasiones turcas partidas de Asia. Pero el ejemplo de Balduino era malo en algunos aspectos, ya que, a su imitación, podían otros barones fundar principados, lo que perjudicaría mucho al fin concreto de la expedición. Tales temores se realizaron después.

Tras un asedio largo y agotador, la plaza fuerte de Antioquía, ciudad principal de Siria, se rindió a los cruzados, dejando expedito el camino de Jerusalén. Entonces se entabló entre los jefes cristianos una enconada lucha por la posesión de Antioquía. Al fin, Bohemundo de Tarento tomó, a ejemplo de Balduino, el título de príncipe reinante de Antioquía. Ni en Edessa ni en Antioquía prestaron los cruzados juramento de vasallaje al emperador.

Con los jefes fundadores de principados quedaba el grueso de sus tropas. De: modo que sólo llegaron a Jerusalén restos ínfimos del ejército cruzado, en número de veinte a veinticinco mil hombres. Iban, al alcanzar la ciudad, en estado de agotamiento y debilidad extremos.

Por entonces, Jerusalén había pasado de las manos de los selyúcidas a las de la poderosa dinastía de los fatimitas de Egipto. Tras un sitio encarnizado, los cruzados tomaron al asalto la Ciudad Santa el 15 de julio de 1099. Tal era el final decisivo de su expedición. Los vencedores saquearon la ciudad e hicieron correr la sangre a torrentes. Los jefes se adueñaron de muchos tesoros. La mezquita de Ornar fue incorporada al patrimonio de los cruzados.

El país conquistado, que comprendía una angosta faja de terreno a lo largo del litoral, recibió el título de Reino de Jerusalén. Eligióse rey a Godofredo de Bouillon, quien accedió a usar el título de “Defensor del Sacro Sepulcro”. El nuevo Estado se organizó según el sistema feudal de Occidente.

La primera Cruzada, concluida con la fundación del reino de Jerusalén y de varios principados latinos en Oriente, produjo una compleja situación política. El Estado de Bizancio, aunque satisfecho del debilitamiento turco en Asia Menor y del retorno de la mayor parte de ésta al Imperio, se inquietó al ver aparecer en Antioquía, Edessa y Trípoli principados latinos que se convertían en nuevos enemigos políticos del propio Imperio. De tal modo creció progresivamente la desconfianza bizantina a aquél respecto, que en el siglo XII Bizancio atacó a sus antiguos aliados, los cruzados, no vacilando en unirse a los turcos, sus antiguos enemigos. Por su parte, los cruzados, al instalarse en sus nuevas posesiones, temían un crecimiento del Imperio en el Asia Menor —crecimiento peligroso para ellos— y llegaron también a establecer alianzas con los turcos contra los bizantinos. Este hecho muestra cómo había degenerado, ya en el siglo XI, el ideal primitivo de las Cruzadas.

No puede hablarse de ruptura abierta entre Alejo Comneno y los cruzados. El emperador, si bien, manifestando su descontento por la fundación de principados latinos donde no se le prestaba juramento de vasallaje, no se negó a ayudar a los cruzados en lo posible, como lo hizo al darles medio de volver a sus hogares los que quisieran. Pero sí surgió una ruptura entre el emperador y Bohemundo de Tarento, quien había acrecido desmesuradamente su territorio, a expensas de los débiles emires turcos cercanos y del Imperio bizantino. Alejo deseaba recuperar Antioquía, y Raimundo de Tolosa, descontento de su situación en Oriente y viendo también en Bohemundo un rival peligroso, se unió al emperador. La suerte de Jerusalén tenía entonces para Alejo un interés secundario.

La lucha entre el emperador y Bohemundo era inevitable. Bizancio creyó llegado el momento propicio cuando Bohemundo, inopinadamente, fue apresado por el emir turco Malek Gahzi, de la dinastía de los danischmenditas, que habían conquistado a fines del siglo XI la Capadocia y fundado un Estado independiente al que aniquilaron, en la segunda mitad del siglo XII, los selyúcidas. Alejo entabló tratos con el emir para que éste le entregase a Bohemundo a cambio de dinero, más no lo consiguió. Bohemundo, rescatado por otros, volvió a Antioquía. Alegando el pacto hecho con los cruzados, Alejo exigió la entrega de Antioquía, pero Bohemundo se negó a ello categóricamente.

En aquél momento (1104), los musulmanes obtuvieron una gran victoria sobre Bohemundo y otros príncipes latinos en Harrar, al sur de Edessa. Aun cuando esta derrota de los cruzados hacía temer la pérdida de todas las posesiones latinas, no por ello dejó de producir a Alejo tanto contento como a los musulmanes. Uno y otros preveían con placer el inevitable debilitamiento de Bohemundo. En efecto, la derrota de Harrar arruinó los planes de este jefe y le impidió crear en Oriente un Estado normando poderoso. Reconociéndose falto de fuerzas para luchar contra los musulmanes y su enemigo el emperador, parecióle inútil continuar en Oriente. Procedía juntar en Europa nuevas huestes para preparar un golpe a Constantinopla, Embarcó, pues, Bohemundo para Apulia dejando en Antioquía a su sobrino Tancredo. Ana Comnena da un curioso relato, no exento de humorismo, del viaje de Bohemundo, quien —según ella— para precaverse de posibles ataques de los griegos, se fingió muerto e hizo toda la travesía metido en un ataúd. La narración de Ana Comnena suena, desde luego, a pura fantasía.

El regreso de Bohemundo a Italia fue acogido con gran entusiasmo. Las gentes, según un autor medieval, se agolpaban para contemplar a B mundo “como si fuesen a ver al mismo Cristo”.

Tras reunir un ejército, Bohemundo emprendió las hostilidades contra Bizancio. El Papa alentaba sus planes. La expedición de Bohemundo contra Alejo, en frase de un historiador americano, “dejaba de ser un movimiento puramente político. Había recibido la aprobación de la Iglesia y se revestía de la dignidad de una cruzada”.

Las tropas de Bohemundo habían sido reclutadas, en su mayor parte, en Francia e Italia, pero, según toda verosimilitud, habla también en ellas españoles, ingleses y alemanes. El plan consistía en repetir la campaña de 1081, tomar Dyrrachium y marchar sobre Constantinopla por Tesalónica. Pero la expedición fue desafortunada para Bohemundo. Derrotado en Dyrrachium (Durazzo), hubo de concluir una paz humillante con Alejo. Las cláusulas principales del tratado eran estas: Bohemundo se declaraba vasallo de Alejo y de su hijo Juan; se comprometía, además, a tomar las armas contra todos los enemigos del emperador; ofrecía restituir a Alejo todos los territorios conquistados que hubiesen pertenecido a Bizancio anteriormente; los territorios no pertenecientes a Bizancio y que Bohemundo pudiera conquistar en lo sucesivo a turcos o armenios, debía considerarlos concedidos por el emperador; debía mirar a su sobrino como enemigo si se negaba a obedecer al emperador; y, en fin, el patriarca de Antioquía sería nombrado por el emperador escogiéndolo entre personas pertenecientes a la Iglesia oriental. Así, dejaba de existir en Antioquía patriarca latino. Finalmente, Bohemundo juraba por la cruz, la corona de espinas y los clavos de Cristo a cumplir el pacto. Este fracaso dio fin a la borrascosa carrera de Bohemundo, tan fatal en ciertos aspectos al movimiento cruzado. En los tres últimos años de su vida, Bohemundo vivió obscuramente, muriendo en Apulia en 1111.

La muerte de Bohemundo dificultó la situación de Alejo. Tancredo se negó a reconocer el tratado firmado por su tío y no aceptó la soberanía imperial sobre Antioquía. Alejo estudió un plan para ocupar la ciudad, pero resultó patente que el Imperio no podía emprender en aquél momento una expedición tan ardua. La muerte de Tancredo, a poco de la de Bohemundo, no facilitó tampoco la expedición contra Antioquía.

Los últimos años del reinado de Alejo se señalaron por guerras sostenidas casi cada año contra los turcos del Asia Menor. Tales guerras fueron a menudo venturosas para el Imperio.

En su política exterior puede decirse que Alejo cumplió una tarea muy dificultosa. Con harta frecuencia se le ha juzgado sólo desde el punto de vista de sus relaciones con los cruzados, olvidando el conjunto de su actividad exterior. Semejante criterio es indudablemente erróneo. En una de sus cartas, el arzobispo búlgaro Teofilacto, contemporáneo de Alejo, reproduciendo la expresión de un salmo (79, 13), compara la provincia búlgara a un viñedo despojado por todos los que pasaban de camino. Como justamente nota Chalandon, la analogía puede aplicarse al Imperio en la época de Alejo. Todos sus vecinos procuraban aprovechar la debilidad del Imperio para arrebatarle algún territorio. Normandos, pechenegos, selyúcidas y cruzados amenazaron Bizancio. Alejo, que había recibido un Estado flaco y turbulento, supo oponer a los enemigos la resistencia oportuna y detuvo por largo tiempo la desmembración y decadencia de Bizancio. Bajo él, las fronteras imperiales se adelantaron en Asía y en Europa. Los enemigos del Imperio hubieron de retroceder en todas partes y por tanto el gobierno alejiano señaló un progreso incontestable. Las acusaciones dirigidas tan a menudo a Alejo por su actitud ante los cruzados deben rechazarse sí se le considera como un emperador deseoso de defender los intereses de su imperio, para el cual los intrusos occidentales, sedientos de sangre y lucro, ofrecían un grave peligro. En el dominio de la política exterior, Alejo, superando todas las dificultades, mejoró la situación internacional del Imperio, ensanchó sus fronteras y detuvo de momento los avances de los enemigos que amenazaban por doquier sus fronteras.

 

La Política de Juan II Comneno. Juan II y el Occidente.

 

El hijo y sucesor de Alejo, Juan II, fue el prototipo del emperador soldado. Pasó la mayor parte de su reinado en el ejército y en los combates. No aportó nada nuevo a la política exterior, continuando la obra empezada por su padre, quien había sentado ya la solución de todas las cuestiones que en Europa o Asia afectaban más al Imperio. Juan se propuso seguir las vías políticas señaladas por su antecesor. Puesto que éste había contenido a los enemigos que atacaban Bizancio, su hijo se proponía “quitar a sus vecinos las provincias que habían arrancado a los griegos, y había de soñar en devolver al Imperio bizantino su esplendor antiguo”.

Juan II, que tenía una visión clara de la situación, se interesó poco por los asuntos europeos. Cierto que hubo de guerrear a veces en Europa, pero en luchas de tipo defensivo. Sólo al fin de su reinado los sucesos europeos —progresos alarmantes de los normandos, unión de Sicilia e Italia del sur y fundación del reino de Sicilia— adquirieron gran importancia para Bizancio. Pero el interés esencial de la política de Juan se concentró en Oriente, y sobre todo en Asia Menor.

Respecto a las relaciones de Juan con Occidente, no es superfluo notar el aumento del número de Estados occidentales con los que Bizancio debía mantener relaciones.

Ya vimos que el peligro normando había obligado a Alejo a reaproximarse a Venecia, la cual, a cambio del apoyo de su flota, obtuvo excepcionales privilegios mercantiles. Los venecianos acudían en tropel al Imperio, y especialmente a Constantinopla. Sus asuntos, prosperando por grados, hiciéronles formar en la capital una colonia numerosa y rica que pronto se caracterizó por su excepcional influencia. Poco a poco, los venecianos, olvidando que no estaban en su patria ni en país conquistado, empezaron a comportarse con arrogancia e impertinencia que provocaron hondo descontento en todos, tanto pueblo bajo como altos funcionarios y nobles. Los restringidos privilegios comerciales que Alejo concedió a Pisa no eran bastante para inquietar a los venecianos.

Mientras Alejo vivió, las relaciones entre bizantinos y venecianos no fueron tensas en exceso. Pero al morir Alejo, cambiaron las circunstancias. Sabedor que la Apulia normanda era presa de duras luchas internas, Juan, juzgando conjurado el peligro normando, decidió romper el tratado mercantil concluido con Venecia en vida de su padre. Los venecianos, irritados, enviaron su flota al ataque de las islas bizantinas del Adriático y el Egeo. Juan, considerando imposible oponer adecuada resistencia a las naves venecianas, entabló nuevas negociaciones con la República, y al cabo el tratado de 1082 fue mantenido íntegramente. Todo ello transcurría en los primeros años del reinado de Juan II.

Pisa y Génova gozaron también bajo Juan de privilegios mercantiles, si bien no cabría compararlos con los de Venecia.

En los primeros años del reinado de Juan se resolvió en definitiva la cuestión pechenega. Hacía treinta años que los pechenegos, aplastados por los kumanos, no inquietaban las fronteras bizantinas. Al iniciarse el reinado de Juan, los pechenegos, repuestos de su fracaso hasta cierto punto, cruzaron el Danubio e invadieron las tierras del Imperio. Pero las tropas imperiales les infligieron una derrota aniquiladora. Para conmemorar la victoria, Juan creó una “fiesta pecheneque” que, al decir de Nicetas Coniates, historiador bizantino, se “celebraba aún a fines del siglo XII”. Desde la derrota causada por Juan a los pechenegos, éstos no reaparecen más en la historia exterior de Bizancio. En el interior formaban un cuerpo especial de las tropas bizantinas, a cuyo lado combatían.

Ya vimos que las aspiraciones húngaras de extenderse hacia el Adriático habían descontentado al emperador Alejo Comneno, tornando muy tirantes sus relaciones con los magiares. Parecía que el casamiento de Juan debía mejorar aquellas relaciones. Pero, como dice el historiador ruso K. Grote, “esa unión no podía destruir la desconfianza recíproca y la rivalidad desarrolladas en el curso de los tiempos entre los dos Estados vecinos”. Además de mediar la instalación de los húngaros o magiares en el litoral de Dalmacia, cosa peligrosa para Bizancio, el Imperio veía con prevención el acercamiento entre húngaros y servios. Éstos, obligados a someterse a Bizancio, a la vez que los búlgaros, a comienzos del siglo XI, bajo Basilio II Bulgaróctonos, habían comenzado a sublevarse desde mediados del mismo siglo.

Los finales del siglo XI y comienzos del XII fueron para Servia la época de su primera liberación. En el reinado de Juan hubo una aproximación más estrecha entre Hungría y Servia. La primera tendía la mano a la segunda, con miras a facilitarle la independencia. Una princesa servia casó con un príncipe magiar. De este modo se formaba, al finalizar el reinado de Juan, un nuevo bloque que amenazaba a Bizancio por el noroeste. Las operaciones militares emprendidas por Juan contra búlgaros y servios, aunque fueron muy afortunadas, no tuvieron resultados decisivos. Un panegirista anónimo de Juan loa la actividad militar de éste en la Península balcánica, en los siguientes pomposos términos: “¡Cuán felices son nuestras campañas contra los pueblos europeos! Juan ha vencido a los dálmatas, llenado de espanto a escitas y nómadas, masa inorganizada de gente moradora de carros; ha teñido las aguas del Danubio de sangre abundante y múltiples ríos han sido ensangrentados por él”.

En los diez últimos años del reinado de Juan hubo un cambio completo de la situación en Italia del sur, la cual, tras un período de enfrentamientos, conoció otro de poder y gloría. Roger II reunió en sus manos el sur de Italia y la isla de Sicilia y el día de Navidad del año 1130 fue solemnemente coronado rey en Palermo. Aquella reunión de territorios convertía a Roger en uno de los más poderosos soberanos de Europa. Era un golpe terrible para Bizancio. El emperador reivindicaba aún teóricamente la propiedad de Italia del sur, considerando la ocupación normanda como provisional. El restaurar la dominación bizantina en Italia había sido el sueño favorito de los emperadores del siglo XII. Que Roger asumiera el título regio se tuvo por una ofensa a la dignidad imperial. Reconocer aquél título era abandonar todo derecho sobre las provincias italianas. La súbita elevación de Roger pareció inconveniente también al emperador alemán, quien, como jefe del Imperio romano, tenía importantes intereses en Italia. Ante el peligro común, Juan II y el emperador germánico Lotario, tras éste Conrado III de Suabia (Hohenstaufen), llegaron a un acuerdo que, más adelante, se convirtió en verdadera alianza entre ambos imperios. El fin principal de aquél pacto era destruir la potencia normanda en Italia. La alianza rindió sus principales frutos bajo Manuel I, sucesor de Juan. En cuanto a éste, aunque no pudo abatir el poderío de Roger, sí consiguió impedirle que atacase a Bizancio. Las guerras posteriores de Roger contra Manuel prueban que tales proyectos de invasión no eran ajenos al rey normando. En resumen, los aspectos más importantes de la política occidental de Juan son, de una parte, su actitud ante la fundación del reino de Sicilia, y de otra, su alianza con el imperio de Occidente.

 

Juan II y el Oriente.

 

En Asia Menor practicó Juan casi todos los años expediciones generalmente felices y así, en la cuarta década del siglo XII, logró devolver al Imperio territorios perdidos hacía mucho. Notando después la debilidad de las fuerzas turcas, juzgó hacedero, sin dañar los intereses del Imperio, emprender una nueva campaña en las regiones más alejadas del sudeste, para operar contra la Cilicia armenia y el principado de Antioquía.

La Armenia Menor o Pequeña Armenia había sido fundada a fines del siglo XI por refugiados procedentes de la Armenia propiamente dicha. También recibía, por el emplazamiento que ocupaba, el nombre de Cilicía armenia. Distinguíanse allí, entre otras familias principales, la de los Rubénidas, que empezaba a desempeñar un papel sobresaliente en el gobierno del país. La Armenia Menor, tras crecer a expensas de Bizancio, entró en tratos de amistad con los principados latinos, situándose así en una posición hostil al Imperio. Juan Comneno se puso entonces en campaña, resuelto a castigar a la rebelde Armenia Menor, y de paso a ocupar el principado de Antioquía, que, como vimos, no había prestado juramento de vasallaje al Imperio, negándose después a cumplir la misión acordada entre Alejo y Bohemundo.

La campaña de Juan tuvo completo éxito. Cilicia fue conquistada y el príncipe armenio y sus hijos enviados a Constantinopla. El territorio bizantino, acrecentado con la Armenia Menor, rozaba las fronteras del principado de Antioquía. También en su lucha contra éste obtuvo Juan un triunfo absoluto. Antioquía, cercada, hubo de implorar la paz, en la que Juan consintió a condición de que el príncipe antioquense reconociera la soberanía del Imperio. El príncipe recibió de manos del emperador la investidura de las tierras que el último le otorgaba y, como prueba de la sumisión de Antioquía, se desplegó el estandarte imperial en lo alto de la ciudadela. Al año siguiente el emperador volvió a Antioquía y, en su calidad de soberano, efectuó una entrada triunfal en la población, rodeado de sus hijos, cortesanos, dignatarios y numerosos soldados. Un séquito espléndido desfiló por las calles, debidamente engalanadas para el caso. Al lado del emperador cabalgaba, como escudero, el príncipe de Antioquía. Juan fue acogido a las puertas de la población por el patriarca, con todo el clero, y, acompañado por una enorme multitud, entre cantos, salmos e himnos, se dirigió primero a la iglesia y después a palacio.

El panegirista de Juan escribe: “(Antioquía) te recibe como al hombre que ama al Cristo, como al paladín del Señor, como al combatiente celoso que lucha contra los bárbaros, como a aquél que empuña la espada de Elías. Ella enjuga tu sudor y te abraza dulcemente. Toda la numerosa población de la ciudad desborda; todas las edades y ambos sexos están representados en esa brillante procesión. Se te otorga un gran clamor de triunfo... Los gritos son mezclados y plurilingües; aquí italianos; allá asirios... Aquí jefes; allí funcionarios, y en medio de todos tú brillas como la más brillante estrella”.

El emperador concibió proyectos más grandiosos todavía. A juzgar por las indicaciones que nos dan los historiadores, soñaba con restaurar la dominación bizantina en el valle del Eufrates y parece que quiso intervenir en los asuntos del reino de Jerusalén. Acaso en el ánimo de Juan ello naciese de la idea de la posibilidad de ser reconocido como soberano por el rey de Jerusalén, según ya lo había sido por el príncipe de Antioquía. Aludiendo a esos proyectos, el panegirista escribe: “¡Valor! Vosotros, los que amáis al Cristo y que sois peregrinos y extranjeros (en la tierra) a causa del Cristo (comp. c. Hebreos, XI, 13) no temáis nada de manos homicidas, porque el emperador que ama al Cristo las ha encadenado y ha reducido a partículas su espada injusta. Tú les has mostrado el camino de la Jerusalén terrestre y visible y te has abierto a ti mismo otro camino más divino y ancho: el de la santa y celeste Jerusalén”.

Pero estos planes no debían realizarse. Durante una expedición contra los turcos, en 1143, Juan, cazando en los montes de Cilicia, se hirió la mano con una flecha emponzoñada y murió de aquella herida, lejos de su capital. En su lecho de muerte designó para sucederle a Manuel, su hijo menor.

Juan había consagrado toda su vida a guerrear contra los enemigos de Bizancio y legaba a su hijo un Imperio más fuerte y mayor que el que él mismo heredara de su valeroso padre.

Su panegirista le considera superior a Aníbal y Alejandro, y escribe: “La encina céltica era poderosa y tú la has arrancado con sus raíces; el cedro ciliciano era elevado y tú, ante nosotros, lo levantaste y redujiste a briznas”.

 

La Política de Manuel I Comneno. Relaciones del Imperio Antes de la Segunda Cruzada. La Alianza de los dos Imperios

 

Mientras Juan, en su política exterior, había atendido al Oriente sobre todo, Manuel, su hijo y sucesor, impelido por sus relaciones con los normandos y por sus simpatías personales, se inclinó hacia Occidente de un modo que debía surtir efectos desastrosos para el Imperio. El peligro selyúcida, no hallando en Manuel un adversario de peso, resurgió, potente, en la frontera oriental.

La frontera bizantina del Asia Menor estuvo, pues, casi continuamente expuesta a los ataques de los musulmanes, los cuales arruinaron, asesinaron y expulsaron a la población cristiana. Para restablecer la tranquilidad en las regiones fronterizas, Manuel I construyó o restauró numerosos puntos fortificados, en especial en les lugares por donde los turcos atacaban más frecuentemente.

No puede decirse que las campañas de Manuel contra los turcos fueran felices. En los primeros años de su reinado se alió a los danischmenditas, emires musulmanes de Capadocia, y abrió la ofensiva contra el sultán de Rum o Iconion. Los ejércitos imperiales llegaron hasta la ciudad principal, Iconion (Konia), pero, probablemente informadas de que el sultán recibía refuerzos, se batieron en retirada, contentándose con depredar los arrabales. De regreso, los selyúcidas les infligieron una grave derrota, que hubiera podido tener muchas consecuencias de no ser porque el anuncio de nueva Cruzada, tan amenazadora para Bizancio como para los turcos, llevó a unos y otros a firmar la paz.

La política occidental de Manuel, en los primeros años de su reinado, estuvo informada, como la de su predecesor, por la idea de una alianza con Alemania contra el peligro común de los normandos de Italia. Las negociaciones con Conrado III, interrumpidas a la muerte de Juan, se reanudaron bajo Manuel. Tratóse del casamiento de éste con Berta de Sulzbach, cuñada del emperador de Alemania. En carta a Manuel, Conrado escribía que aquél matrimonio sería prenda “de una alianza eterna, de una amistad constante”; que el emperador de Alemania prometía ser “amigo de los amigos del emperador y enemigo de sus enemigos” y que en caso de que el Imperio peligrara, él acudiría en su ayuda, no sólo enviando destacamentos de socorro, sino, en caso preciso, acudiendo en persona con todas las fuerzas del Imperio germánico. El casamiento de Manuel con dicha cuñada de Conrado, Berta de Sulzbach, que en Bizancio tomó el nombre de Irene, confirmó la alianza de los dos Imperios. Esto daba a Manuel la esperanza de desembarazarse del peligro que le amenazaba en la persona de Roger II, quien, al hallarse ante adversarios tales como los dos emperadores, no podía abrir hostilidades contra Bizancio con las posibilidades de éxito que en otro caso hubiera tenido.

Pero un hecho imprevisto desbarató las esperanzas de Manuel. La segunda Cruzada cambió por completo, al menos durante algún tiempo, la marcha de los asuntos bizantinos, hizo perder a Bizancio la alianza germánica y le puso en un doble peligro: el de los cruzados y el de los normandos.

Bizancio y la segunda cruzada

Tras la primera Cruzada, los soberanos cristianos de Oriente —el emperador de Bizancio, el rey de Jerusalén y los príncipes latinos de Antioquía, Edessa y Trípoli—, en vez de unirse para abatir la potencia de los musulmanes, empezaron a disputar entre sí y a mirar con desconfianza los progresos políticos de sus vecinos. La enemistad de Bizancio con Antioquía y Edessa fue particularmente desastrosa para la obra general. aquél estado de cosas permitió a los musulmanes, debilitados por el empuje de los primeros cruzados, ocupar otra vez Mesopotamia y amenazar de nuevo las posesiones cristianas.

En 1144, Zengui, atabeg de Mossul (llamábase “atabeg” al gobernador selyúcida que se proclamaba independiente) se apoderó de improviso de Edessa.

Una crónica siria anónima, ha poco traducida al francés, relata con detalle el sitio y toma de Edessa por Zengui, Éste, según el cronista, “abandonó Edessa a los cuatro días de tomada... Los habitantes de Edessa acudieron a rescatar a mis prisioneros y la ciudad se repobló. El gobernador, Zain-ed-Din, que no era mal hombre, les trató bien”. Después de la muerte de Zengui (1146), Joscelin, antiguo conde de Edessa, reconquistó la ciudad. Pero Nur-ed-Din, hijo de Zengui, volvió a tomar Edessa sin gran esfuerzo, y esta vez los cristianos fueron acuchillados, los hombres y niños vendidos como esclavos y la ciudad despoblada casi del todo. Grave golpe fue aquél para los cristianos de Oriente, porque el principado de Edessa, merced a su situación geográfica, era el bastión avanzado de los cruzados y correspondíale rechazar el primer impulso del ataque musulmán. Ni Jerusalén, ni Antioquía, ni Trípoli pudieron ayudar al príncipe de Edessa. Pero, caída esta ciudad, todos aquellos Estados latinos, y en particular el de Antioquía, se hallaron muy amenazados por los musulmanes.

La toma de Edessa produjo viva impresión en Occidente y reanimó el interés por Tierra Santa. Eugenio III, Papa entonces, no pudo ser promotor de una nueva Cruzada porque el movimiento democrático que agitaba a Roma y en el que participó activamente el célebre Arnaldo de Brescia, creaba para el Pontífice una situación inestable. Incluso hubo de abandonar por algún tiempo la Ciudad Eterna. Parece que el verdadero instigador de la Cruzada fue Luís VII de Francia, y el predicador que puso en práctica la idea del rey fue Bernardo de Clairvaux, cuya inflamada palabra levantó toda Francia. Bernardo, pasando a Alemania después, persuadió a Conrado III de que tomase la Cruz e impelió a los alemanes a unirse a la expedición.

Pero los pueblos occidentales, decepcionados por las consecuencias de la primera Cruzada, no manifestaron el mismo entusiasmo de antes. En la asamblea de Vézelay, en Borgoña, los feudales franceses incluso se mostraran hostiles a la Cruzada y no sin trabajo pudo san Bernardo persuadirlos con su elocuencia apasionada y convincente. Merced al espíritu de Bernardo se ampliaron los proyectos iniciales de Luis, organizándose dos expediciones simultáneas a la Cruzada oriental: una contra los musulmanes que ocupaban entonces Lisboa y otra contra los eslavos paganos del norte, que dominaban los países de allende el Elba (Laba). Los historiadores juzgan severamente el hecho de que Bernardo arrastrase a los alemanes a la Cruzada. El sabio alemán Kugler, que ha estudiado especialmente la segunda Cruzada, estima que fue “una idea infortunada en máximo grado”. F. I. Uspenski la califica de “paso fatal” y “gran error de san Bernardo”, y atribuye a la participación de los alemanes el fracaso de la empresa. En efecto, un rasgo característico de esa nueva expedición fue la hostilidad entre franceses y alemanes, cosa que no podía contribuir al éxito.

Las noticias de la Cruzada inquietaron a Manuel, quien vio en ella un peligro para su Imperio y para su influencia sobre los príncipes latinos de Oriente, los cuales —y sobre todo el de Antioquía— al recibir refuerzos occidentales, podían desligarse de las pretensiones del emperador de Bizancio. Además, la participación de Alemania en la empresa privaba a Bizancio de las garantías subsiguientes a la alianza entre los dos Imperios. El emperador de Alemania, al abandonar por largo tiempo su país, camino de Oriente, no podía ya defender los intereses occidentales del Imperio bizantino, el cual, así, quedaba expuesto a los ambiciosos proyectos de Roger. Manuel, conocedor del peligro que habían hecho correr a Constantinopla los primeros cruzados, mandó restaurar torres y murallas. Parece que no tenía gran confianza en los lazos de parentesco y amistad que le unían a Conrado.

Según V. G. Vasilievski, “Manuel nutría, sin duda alguna, la esperanza de ponerse a la cabeza de todo el ejército cristiano contra los enemigos del cristianismo”. Ello entra en lo posible, no sólo porque Bizancio era el más interesado en la suerte de los musulmanes orientales, sino porque Manuel podía incluso alegar otros títulos. Teóricamente no había en el mundo cristiano más que un emperador, porque Conrado de Hohenstaufen no había sido coronado en Roma por el Papa y no llevaba el título imperial.

En 1147, los jefes de la Cruzada, tras entablar diversas negociaciones, resolvieron dirigirse por tierra a Constantinopla, según hicieran ya los primeros cruzados. Conrado fue el primero en marchar hacia Hungría y Luis VII le siguió por el mismo camino. La marcha de los cruzados hacia Constantinopla se señaló por iguales violencias y devastaciones que la primera Cruzada.

Cuando los ejércitos alemanes se detuvieron ante los muros de la ciudad, Manuel esforzóse en hacerlos pasar al Asia Menor antes de la llegada de los franceses, cosa que logró no sin previas y vivas controversias con su aliado y pariente Conrado. En Asía Menor los alemanes empezaron por padecer falta de víveres y, al fin, atacados por los turcos, fueron acuchillados en masa. Sólo muy pocos lograron volver a Nicea. Ciertos historiadores atribuyen el fracaso de la expedición alemana a Manuel, e incluso le achacan intrigas con los musulmanes a fin de que éstos acometiesen a las tropas de Conrado. Algunos sabios, entre ellos Sybel, y después F. I. Uspenski, llegan a mencionar una alianza de Manuel con los selyúcidas. Pero los eruditos contemporáneos (Chalandon) se inclinan a pensar que tales acusaciones contra Manuel no descansan en base sólida y no consideran al emperador responsable del fracaso de los alemanes.

Los franceses, llegados a los alrededores de la capital a poco de partir los alemanes, inquietaron al emperador más todavía. Luis VII, poco antes de partir, había entrado en tratos con Roger y pasado por las posesiones italianas de éste.

El emperador sospechó, y no sin fundamento, que Luis debía ser aliado secreto de Roger o bien “aliado de Sicilia”.

Roger, sabiendo a Manuel preocupado en aquél momento por la Cruzada y por sus relaciones con los cruzados, olvidó los intereses generales del cristianismo para pensar sólo en sus fines políticos. Apoderóse por sorpresa de la isla de Corfú y devastó otras islas bizantinas. Luego los normandos pasaron a Grecia, adueñándose de Tebas y Corinto, célebres entonces por sus riquezas y sus industrias sederas. No contentos con apropiarse gran cantidad de tejidos valiosos, “los normandos lleváronse a Sicilia muchos prisioneros y, entre otros, los más hábiles obreros sederos e hilanderos”. Este hecho no basta para afirmar, como algunos historiadores, que los obreros sederos e hilanderos enviados a Palermo crearan allí una industria de sedería. La sericicultura y la industria sedera se conocían ya en Sicilia anteriormente. Pero la llegada de los cautivos griegos dio nuevo impulso a aquella rama industrial. Los normandos no se detuvieron tampoco ante Atenas.

Al llegar la noticia de la victoriosa invasión normanda a oídos de los franceses, éstos, ya excitados por los rumores que corrían sobre un acuerdo entre Manuel y los turcos, se agitaron aún más. Algunos de los que rodeaban al rey Luis le aconsejaron que ocupara Constantinopla. Ante tan peligrosa situación, el emperador multiplicó sus esfuerzos para que los franceses pasaran al Asia Menor, Se esparció entonces la voz de que los alemanes habían obtenido una victoria en Asia Menor, y Luis VII consintió en atravesar el Bósforo e incluso prestó a Manuel juramento de vasallaje. Mas al llegar al Asia Menor, Luis supo la dolorosa realidad: la destrucción del ejército alemán. Los soberanos germano y francés mantuvieron una entrevista y acordaron avanzar juntos. El ejército francoalemán, tras una serie de reveses y malaventuras, sufrió una derrota aplastante junto a Damasco. Conrado, abatido, en un navío griego desembarcó en Tesalónica, donde Manuel efectuaba preparativos contra los normandos. Manuel y Conrado se entrevistaron en Tesalónica y convinieron una acción conjunta contra los normandos, tras lo cual Conrado regresó a Alemania.

La Cruzada no condujo a cosa alguna. Luis VII, viendo la imposibilidad de hacer nada con las fuerzas de que disponía, pasó algunos meses en Oriente y al cabo volvió a Francia por la Italia del sur, donde tuvo una conversación con Roger.

De tan miserable manera concluyó la segunda Cruzada, que se iniciara bajo muy brillantes auspicios. Los musulmanes de Oriente, lejos de quedar debilitados, sintieron afirmarse su valor y se prepararon a la destrucción de los Estados cristianos de Asia. Por ende, las disputas surgidas entre franceses y alemanes y entre los cristianos de Palestina y de Europa no habían redundado en crédito de los cruzados. Manuel celebró ver la Cruzada terminada, lo que le dejaba las manos libres contra Roger, ahora que se hallaba fortalecido por el pacto formal convenido con Alemania. Pero sería injusto culpar al emperador de todo el fracaso de los expedicionarios, que debe más bien atribuirse a deficiencias de organización y a la general indisciplina de los cruzados. También Roger, con su incursión en las islas bizantinas y en Grecia, había introducido muchos elementos perturbadores en aquella expedición. En conjunto los móviles religiosos de las Cruzadas habían pasado a segundo plano y las razones de orden laico y político se manifestaban cada vez más claramente.

 

Política de Manuel después de la Cruzada.

 

Desde la época de la Cruzada, Manuel adoptó medidas serias para luchar contra Roger, de quien quería vengarse por su traidora incursión en las islas y en Grecia y que continuaba ocupando Corfú. Como antes, Venecia miraba con alguna inquietud los éxitos de los normandos. Consintió, pues, en apoyar con su flota al Imperio y obtuvo a cambio nuevos privilegios mercantiles. En Constantinopla los venecianos recibieron, además del barrio y los muelles (scalas) que poseían por antiguos tratados, nuevas instalaciones y un nuevo muelle. Mientras duraban las negociaciones, el emperador se preparaba con actividad a la guerra contra el “dragón de Occidente”, “el nuevo Amalec, el dragón insular (siciliano) que quería alzar la llama de su odio más alta que el cráter del Etna”. De tales términos se sirven las fuentes para denominar a Roger.

Los proyectos de Manuel no se limitaban a expulsar al enemigo del territorio bizantino, sino que quería llevar la guerra a Italia y tratar de restaurar el antiguo dominio de Bizancio.

Durante algún tiempo Manuel fue estorbado en sus planes por los polianos, que invadieron el Imperio cruzando el Danubio. Pero eliminó pronto esa amenaza y entonces se apoderó de Corfú con ayuda de la flota de Venecia. Roger, advirtiendo el peligro que podía hacerle correr la alianza de Bizancio con Alemania, que había prometido a Manuel un ejército de tierra, y con Venecia, que había enviado una flota, desplegó gran habilidad diplomática para crear dificultades a Bizancio. Apoyado por la flota siciliana y por las intrigas de Roger, el duque Welf, antiguo enemigo de los Hohenstaufen, se sublevó en Alemania, impidiendo así al emperador germánico marchar sobre Italia de concierto con Bizancio. Después los servios, favorecidos por los húngaros, atacaron a Manuel, quien hubo de dirigir su atención al norte. Para colmo, Luís VII, quien, irritado contra los griegos y afligido por el fracaso de la segunda Cruzada, había llegado a un tratado de amistad con Roger, preparaba otra Cruzada, la cual ponía a Bizancio en peligro inminente. El abad Suger, gobernante de Francia en ausencia de Luis VII, había oído hablar de los tesoros de Constantinopla y de la magnificencia de Santa Sofía y era el instigador de la nueva empresa. El célebre Bernardo de Clairvaux estaba dispuesto a ponerse en persona al frente de las fuerzas. Un abad francés escribía por aquél entonces al rey de Sicilia: “Nuestros corazones, los corazones de casi todos los franceses, sienten hacia vosotros violento deseo y amor; nos ha impulsado a ello la traición vil, inaudita, innoble de los griegos y de su indigno rey (regís) con nuestros peregrinos... Levántate en socorro del pueblo de Dios... ¡Venga esas terribles ofensas!” Roger se aproximó también al Papa. En general, Occidente veía con desagrado la alianza del monarca alemán, ortodoxo, con el griego, cismático. En Italia se opinaba que Conrado se había contaminado por el contacto de los disidentes griegos y la Curia pontifical le presionaba para que entrase en las vías de la verdad y sirviera con celo a la Iglesia católica. El Papa Eugenio III, el abad Suger y Bernardo de Clairvaux trabajaban para destruir la alianza de los dos Imperios. Así que a mediados del siglo XII estaba en vías de formarse, con palabras de Vasilievski, “una potente coalición contra Manuel y Bizancio. A su cabeza se hallaba el rey Roger; Hungría y Servia pertenecían a ella ya; Francia se preparaba a entrar en la Liga, así como el Papa, y se trataba de atraer a Alemania y a su rey. Si este último proyecto hubiese resultado, el suceso de 1204 habría amenazado antes Constantinopla”.

Pero el peligro no llegó a ser tan grande para Bizancio. La proyectada expedición francesa no se realizó a causa de la actitud poco animada de los caballeros franceses y de la muerte de Suger, ocurrida a poco. Y Conrado permaneció fiel a su alianza con el Imperio de Oriente.

Pero cuando Manuel podía esperar más frutos de su amistad con Alemania, murió Conrado III (1152). Esta muerte en el instante en que se decidía la expedición a Italia, no se juzgó natural en Alemania, donde círculo el rumor de que el monarca había sido envenenado por los médicos de la corte, procedentes de la famosa escuela de Salerno, en Italia, entonces en manos de Roger. Federico I Barbarroja, sucesor de Conrado y hombre de tendencias absolutistas, convencido de que su poder era de procedencia divina, no se mostró dispuesto a compartirlo en Italia con el emperador de Oriente. En el tratado que Federico ultimó con el Papa a poco de su exaltación al trono —convenio en que llamaba a Manuel “rex” y no “imperator”, como hiciera Conrado—, el emperador de Alemania se comprometía a expulsar de Italia al de Oriente. Pero, no mucho después, Federico, por causas desconocidas, modificó sus planes y quiso volver a la alianza con Bizancio.

En 1154 murió Roger II, el tan sañudo enemigo del Imperio. Guillermo I, nuevo rey de Sicilia, se propuso romper la alianza de Bizancio con Alemania y Venecia. La república de San Marcos no podía aprobar los proyectos de Manuel, tendentes a instalarse en Italia. Este hecho hubiera sido para Venecia igual que si los normandos se establecieran en las dos orillas del Adriático. En ambos casos las dos riberas adriáticas quedaban en unas mismas manos, que podían cerrar la ruta a las naves venecianas. Así pues, Venecia se decidió a romper del todo sus relaciones de amistad con Bizancio, logró obtener a poco grandes privilegios comerciales en Sicilia y pactó con Guillermo I.

Tras algunos éxitos bizantinos en Italia del sur —como la toma de Bari y de otras plazas— Guillermo infligió a los ejércitos de Manuel una grave derrota en Brindisi, derrota que destruyó de un solo golpe todos los resultados de la expedición. Bari, capital de Apulia, que se había rendido a los griegos, fue completamente arrasada por orden de Guillermo. Un contemporáneo escribe: “La poderosa capital de la Apulia, célebre por su gloria, fuerte por sus riquezas, orgullosa por el origen noble e ilustre de sus habitantes, objeto de admiración general a causa de la belleza de sus edificios, yace ahora transformada en un montón de piedras”.

La desgraciada campaña de Manuel en Italia indicó claramente a Barbarroja que el emperador bizantino proyectaba la conquista de la Península itálica, y por tanto, rompió definitivamente la alianza bizantina. Otón de Freisingen, historiador de Barbarroja, escribe respecto a éste: “Aunque aborrecía a Guillermo, no quería, empero, que los extraños pudiesen arrancarle territorios de su Imperio injustamente arrebatados por la furiosa tiranía de Roger”. Manuel perdió toda esperanza de reconciliación con Barbarroja y a la vez toda esperanza de reconquista de Italia. Por consecuencia, en 1150 se concluyó una paz entre Manuel y Guillermo de Sicilia. No conocemos exactamente las estipulaciones, pero sí que significaban la renuncia de Bizancio a todos los brillantes proyectos que acariciara, a la par que “la ruptura de la amistad y la alianza que entre los dos Imperios se habían convenido baja Lotario de Sajonia y Juan Comneno, y estrechádose más tarde merced a las reacciones personales de Conrado y Manuel”. Desde entonces las tropas bizantinas no volvieron más a Italia.

En estas nuevas condiciones, los fines de la política bizantina se modificaron. A la sazón había que oponerse al designio de los Hohenstaufen de conquistar Italia. La diplomacia bizantina tendía a fines nuevos. Manuel, mirando a romper la amistad de Federico con el Papa, buscó en Roma un apoyo para la lucha ulterior contra el emperador alemán, y al efecto procuró deslumbrar al pontífice con el espejuelo de la unión de las dos Iglesias. Al provocar una lucha entre el Papa y el emperador germánico, Manuel esperaba "restablecer el Imperio de Oriente en la plenitud de sus derechos y hacer desaparecer la anomalía que a sus ojos era el Imperio de Occidente”. Pero aquellas negociaciones no resultaron, porque el Papa no tenía intención alguna de dejar de depender de un emperador para pasar a la dependencia de otro. Muy al contrario, los Papas del siglo XII, inspirados por ideales teocráticos, deseaban dominar a los emperadores bizantinos.

Al estallar la lucha entre Barbarroja y las ciudades del norte de Italia, Manuel ayudó activamente a éstas, proporcionándoles recursos. Las murallas de Milán, arruinadas por Federico, se restauraron con ayuda del emperador de Bizancio. Las relaciones del Imperio fueron particularmente activas con Génova, Pisa y Venecia. La última, ante el inminente peligro alemán, volvía otra vez los ojos a Bizancio. En la batalla de Legnano (29 mayo 1176) quedó completamente derrotado Federico Barbarroja en Italia del norte y triunfaron las ciudades italianas septentrionales y su aliado el Papa, a la vez que parecía mejorar la posición de Manuel en Italia. Pero Manuel, sin duda por falta de recursos, quiso utilizar las riquezas de los mercaderes venecianos que se hallaban en territorio bizantino, y al efecto, mandó súbitamente prender a todos los venecianos que había en Bizancio y confiscarles los bienes. Venecia, indignada, envió una flota contra Bizancio, si bien las naves, a causa de una epidemia, volvieron sin haber logrado éxitos de monta. Según parece, mientras vivió Manuel no se restablecieron las relaciones en Bizancio y Venecia.

Para prevenir los efectos de la política bizantina en Italia, Federico Barbarroja entró en negociaciones con el más peligroso enemigo de Bizancio en Oriente: Kilidy-Arslan, sultán de Iconio, tratando de persuadirle de que atacase al Imperio, en la esperanza de que las dificultades del Asia Menor apartarían a Manuel de los asuntos europeos. En Oriente la situación se tornaba cada vez más amenazadora. En Cilicia —conquistada por Juan Comneno— estalló una revuelta dirigida por Thoros. Manuel envió contra éste dos ejércitos, que fracasaron. La situación se hizo todavía más alarmante cuando Thoros pactó con Reinaldo de Chátillon, príncipe de Antioquía y antiguo enemigo suyo, y los dos marcharon juntos contra los griegos. En tanto que Thoros atacaba en Cilicia, Reinaldo de Chátillon asaltaba Chipre por mar y veía sus esfuerzos coronados por el éxito. Entonces

Manuel acudió a Cilicia en persona. Ante su repentina presencia, Thoros escapó a duras penas a la cautividad y emprendió la fuga. En 1158, Manuel había vuelto a ser dueño de Cilicia. Thoros se sometió al emperador y fue perdonado. Iba a llegarle la vez a Antioquía.

Reinaldo de Chátillon, comprendiendo que no podría resistir solo a los bizantinos, decidió acogerse también al perdón del emperador. Hallándose el emperador en Mopsuesta (la Mamístra de los cruzados), en Cilicia, Reinaldo “apareció suplicante ante el Gran Comneno”. Entonces sucedió una escena de profunda humillación. Reinaldo, descalzo, se prosternó ante el emperador, que presentó el puño de su espada y se entregó a su merced”. A la vez —dice Guillermo de Tiro— Reinaldo pedía gracia, y clamó tanto tiempo, que todos tuvieron náuseas y muchos franceses le menospreciaron y censuraron”. Estaban presentes enviados de la mayoría de las naciones orientales, incluso de los lejanos abasaos (Abkhaz) y de los iberos, y aquella escena les causó impresión profunda, “tornando a los latinos despreciables en toda Asía”. Reinaldo se reconoció vasallo del Imperio, y así, más tarde (676-701 un embajador, Roberto, enviado al rey de Inglaterra, representaba a la vez a Bizancio y Antioquía. Balduino III, rey de Jerusalén, acudió en persona a Mopsuesta, donde fue cortésmente acogido por el emperador. Pero Balduino fue forzado a convenir un tratado con Manuel, comprometiéndose a suministrarle tropas. Eustacio de Tesalónica habla del rey que “acudió a nosotros desde Jerusalén, pasmado por la reputación y altos hechos del emperador y reconociendo a distancia su grandeza”.

En abril de 1159, Manuel entró solemnemente en Antioquía. Escoltado por Reinaldo de Chátillon y otros príncipes latinos, todos a pie y sin armas, y seguido del rey de Jerusalén, a caballo, pero igualmente sin armas, el emperador avanzó por las calles “ornadas de tapices, de colgaduras, de follaje y de flores”, “al son de las trompetas y los tambores, al canto de los himnos”, hacia la catedral, guiado por el patriarca de Antioquía vestido de pontifical. “Durante ocho días, las banderas imperiales flotaron sobre la ciduadela de Antioquía”.

La sumisión de Reinaldo de Chátillon y la entrada de Manuel en Antioquía en 1159, señalaron “el triunfo de la política seguida por Bizancio respecto a los latinos. Era el resultado de más de sesenta años de esfuerzos y luchas. En medio de las dificultades que debieron superar y de las numerosas guerras que hubieron de pelear, los basileos no perdieron nunca de vista la cuestión del principado de Antioquía, asunto planteado durante la primera Cruzada y no resuelto jamás”.

Una inscripción de la iglesia de la Natividad, en Belén, dice, con fecha de 1169: La presente obra ha sido acabada por el pintor y mosaísta Efraím, bajo el reinado del emperador Manuel Porfirogénito Comneno y bajo el gran rey de Jerusalén, Amalrico y el muy santo obispo de la santa Belén, Raúl, en el año 677” (1169). La asociación de los nombres de Manuel y Amalrico (Amaury de Anjou), parece indicar que, tras los acontecimientos reseñados, se había establecido una cierta soberanía del emperador griego sobre el reino de Jerusalén.

Por otra parte, Manuel llevaba algunos años en buenas relaciones con Kilidy-Arslán, quien incluso había estado en Constantinopla en 1161-62, recibiendo una solemne acogida, de la que se hallan detalladas descripciones en las fuentes griegas y orientales. El sultán pasó ocho días en Constantinopla. Todas las riquezas y tesoros de la capital fueron mostrados a tan distinguido huésped. Hubo en su honor torneos, carreras y una fiesta naval con una exhibición del célebre “fuego griego”. Dos veces diarias se llevaban al visitante provisiones en vajillas de oro y plata que se dejaban luego a su disposición. Un día que el emperador y el sultán comieron juntos, toda la vajilla y ornamentos de la mesa fueron ofrecidos como regalo a Kilidy-Arslan.

En 1171, Amalrico I, rey de Jerusalén, estuvo en Constantinopla, siendo magníficamente recibido por Manuel. Guillermo de Tiro da una descripción detallada de la visita. La gloria y poder de Manuel en Oriente estaban entonces en su apogeo.

Sin embargo, los resultados de la visita de Kilidy-Arslan no fueron trascendentales en exceso. Hubo una especie de tratado de amistad, pero de corta duración. “Algunos años más tarde vemos al sultán declarar a los suyos que cuantos más males había causado al Imperio griego, más importantes regalos le había hecho éste”.

En tales circunstancias, la paz en la frontera oriental no podía prolongarse mucho. A causa de diferentes motivos locales, y quizá por instigación de Barbarroja, estallaron las hostilidades. Manuel se puso al frente de sus tropas. Su objetivo era tomar Iconion (Konia), capital del sultanato. En 1176 los ejércitos bizantinos penetraron en las montañas de Frigia, donde, cerca de la frontera, se alzaba la fortaleza de Miriocefalón. Los turcos les atacaron repentinamente por todas partes y allí, el 17 de septiembre de 1176, sufrieron los imperiales un fracaso completo. Un historiador bizantino escribe: “El espectáculo era en verdad lacrimoso, o, mejor dicho, tan grande era el mal que no cabía llorarlo: los fosos estaban llenos de cadáveres, en las barrancas se veían colinas de muertos, en las espesuras montañas de víctimas...

Nadie podía pasar por allí sin verter lágrimas y lanzar suspiros. Todos sollozaban y llamaban por sus nombres a los amigos y parientes que habían perdido”.

El historiador contemporáneo Guillermo de Tiro, que pasó una temporada en Constantinopla en 1179, nos pinta así la actitud de Manuel después de la derrota de Miriocefalón: “A partir de ese día, el desastre quedó tan profundamente grabado en su memoria que, aun cuando su humor ordinario fuese alegre, no volvió a mostrar, a pesar de los esfuerzos de sus cortesanos, la menor alegría y en todos los días de su vida no recobró su fuerza corporal, antes tan grande. A tal punto estaba quebrantado por el tormento (refricatione) continuo que le causaba la idea de aquél desastre, que no conseguía regocijarse ni calmar su ánimo ni encontrar su ordinario humor tranquilo”.

En una larga carta dirigida a su amigo el rey de Inglaterra Enrique II Plantagenet, Manuel le anuncia su reciente desastre, esforzándose en atenuarlo un tanto. Allí se lee un detallado relato del combate y, entre otras cosas, se hallan interesantes indicaciones sobre la participación que tuvieron en la batalla los ingleses que desde 1066 estaban al servicio 82 de las tropas de Bizancio, sobre todo en la guardia imperial.

A pesar del funesto desenlace de Miriocefalón, un panegirista anónimo de Manuel coloca la huida de éste ante los turcos en el número de sus acciones brillantes: “Después de haber chocado con la masa de los invasores ismaelitas, él (Manuel) se precipitó solo en la huida, sin temor de tantas espadas, dardos y lanzas”. Un sobrino de Manuel decoró su casa con un cuadro representando “los altos hechos del sultán de Iconio, ilustrando así los muros de su residencia con un tema que, sin duda, hubiese sido mejor dejar en tinieblas”. Según toda probabilidad, aquél poco corriente cuadro representaba la batalla de Miriocefalón.

Por razones que desconocemos, Kilidy-Arslan sólo usó moderadamente de su victoria, abriendo negociaciones con el emperador y llegando a una paz razonable. Fueron destruidas algunas fortificaciones bizantinas del Asia Menor.

La batalla de Mantzikert en 1071 había dado ya un golpe mortal a la dominación bizantina en Asia Menor. Pero los contemporáneos, sin advertirlo, esperaban restablecer la situación y desembarazarse del peligro selyúcida. Las dos primeras Cruzadas no lograron conjurar este peligro. La batalla de Miriocefalón arruinó en definitiva las últimas esperanzas de Bizancio. Ya no se creyó posible expulsar del Asia Menor a los turcos. El Imperio no podía pensar en una política ofensiva seria en Oriente. Bastante era que defendiese sus fronteras contra las continuas invasiones selyúcidas. El historiador alemán Kugler dice: “La batalla de Miriocefalón decidió para siempre la suerte de todo el Oriente”).

A poco de aquella derrota, Manuel escribió a Federico Barbarroja una carta en la que hablaba de la humillación del sultán selyúcida. Más Federico conocía ya la aplastante derrota de Manuel cuando recibió el mensaje. En su respuesta decía que los emperadores germánicos, que habían recibido su poder de los gloriosos emperadores romanos, no sólo debían gobernar el Imperio romano, sino también el “reino griego”. Por consecuencia, invitaba a Manuel a reconocer la autoridad del emperador de Occidente y someterse a la del Papa. Terminaba diciendo que en adelante él amoldaría su conducta a la de Manuel, quien había en vano sembrado disidencias entre los vasallos del emperador de Occidente. De modo que, a juicio del autoritario Hohenstaufen, el emperador bizantino debía someterse a él, como emperador de Occidente. Así, la idea de un Imperio único no había dejado de existir en el siglo XII. Primero fue Manuel quien la favoreció y después las circunstancias se volvieron en su desventaja, siendo Barbarroja quien soñaba en el Imperio universal. En 1177 el Congreso de Venecia, en el que participaron Federico, el Papa y los representantes de las victoriosas ciudades italianas, confirmó la independencia de éstas y reconcilió al Papa con el emperador germánico. En otras palabras, el tratado de Venecia concluyó el conflicto existente entre Alemania, las ciudades de Lombardía y la Curia Pontifical, conflicto en que Manuel fundaba sus esperanzas.

Según F. I. Uspenski, del Congreso de Venecia fue para el Imperio bizantino un golpe tan terrible como el desastre que le había infligido el sultán de Iconio en Miriocefalón. Reconcilió en Occidente a los elementos hostiles a Bizancio y anunció así la coalición de que debía resultar, en 1204, la toma de Constantinopla y la fundación de los Estados latinos de Oriente”.

Para Venecia, el Congreso de 1177 tuvo una importancia capital. Allí se reunió una brillante sociedad europea, encabezada por el Papa y el emperador de Occidente. Más de diez mil extranjeros llegaron a Venecia. Todos admiraron la belleza, riquezas y poder de aquella ciudad. Se leen en un escrito contemporáneo estas palabras del autor a los venecianos: “¡Ah, y cuan felices sois de que semejante paz haya sido ultimada en vuestra ciudad! Vuestro nombre tendrá por ello gloria eterna”.

Poco antes de morir, Manuel logró un postrero éxito diplomático al casar a su hijo y sucesor, Alejo, con la hija de Luis VII de Francia, Inés, de ocho años entonces, la cual recibió en Bizancio el nombre de Ana. Las relaciones algo tirantes existentes entre Bizancio y Francia desde la segunda Cruzada debían mejorar con aquél matrimonio. Eustacio de Tesalónica escribió un discurso elogioso al llegar la imperial prometida a Megalópolis (Constantinopla).

Además, a raíz de la famosa carta de Manuel a Enrique II de Inglaterra, hablando del desastre de Miriocefalón, las relaciones de ambos soberanos hiciéronse más cordiales. Poseemos testimonios acreditativos de que en los últimos años del reinado de Manuel hubo en Westminster enviados bizantinos y de que el inglés Geoffrey de Haie (“Galfridus de Haia”) fue encargado por Enrique II de recibir a los embajadores griegos, siendo luego el mismo Geoffrey enviado a Constantinopla. Enrique, bien informado, a lo que parece, de los deportes favoritos de Manuel, le envió una jauría de perros de caza, los cuales embarcaron en una nave que zarpó de Brema.

En resumen, la política de Manuel difirió mucho de la prudente y reflexiva de su padre y su abuelo. El hijo de Juan acarició el sueño irrealizable de restaurar la unidad del Imperio y manifestó una fuerte inclinación hacia Occidente, cuya vida le atraía mucho. Dedicó todos sus esfuerzos a luchar contra Italia y Hungría y a establecer relaciones amistosas con Francia, el Imperio occidental, Venecia y otras ciudades italianas. Por tanto, no prestó suficiente atención a Oriente y 110 supo impedir los progresos del sultanato de Iconio. Finalmente, vio desplomarse todas las esperanzas del Imperio en Asia Menor después del desastre de Miriocefalón.

La preferencia dada por Manuel a Occidente, región totalmente extraña a Bizancio en aquella época y cuya civilización no podía aun rivalizar con la bizantina, tuvo consecuencias nefastas para el Imperio. Al recibir con los brazos abiertos a los extranjeros y otorgarles los cargos más elevados y ventajosos, suscitó entre sus súbditos una indignación de la que cabía esperar, llegada la oportunidad, choques sangrientos. Un historiador contemporáneo, especialista en la época de Manuel, juzga así la política de éste: “Manuel tuvo la suerte de morir antes de poder ver las desastrosas consecuencias de su política, consecuencias ya percibidas por los espíritus, clarividentes de algunos contemporáneos. La herencia de los basileos era pesada de recoger y ninguno de sus sucesores podría restablecer los asuntos del Imperio. En los años siguientes la decadencia había de acentuarse con celeridad, pero es justo decir que había comenzado en el reinado de Manuel”.

Quizá fuere más justo decir que la decadencia de Bizancio había empezado mucho antes, en tiempos de la dinastía macedonia, esto es, desde 1025, fecha de la muerte de Basilio II Bulgaróctonos. Los dos primeros Comnenos, Alejo y Juan, supieron frenar la decadencia, pero no detenerla del todo. La política errónea de Manuel puso de nuevo al Imperio en la ruta de la decadencia, que esta vez ya sería definitiva.

Con Manuel, como dice Herzberg, “el antiguo esplendor y la antigua grandeza de Bizancio descendieron a la tumba para siempre”. A esta opinión del siglo XIX pueden añadirse la de un célebre historiador del XII, Eustacio de Tesalónica, contemporáneo de los Comnenos y los Ángeles y el cual escribió: “Conforme a la voluntad divina, con la muerte del basileo Manuel Comneno pereció todo lo que todavía quedaba intacto entre los romanos, y todos nuestros territorios se llenaron de tinieblas, como en un eclipse”.

Los dos últimos Comnenos: Alejo II y Andrónico I.

“El periodo de cinco años que abarcan los reinados de los dos últimos Comnenos, Alejo y Andrónico —escribe F. I. Uspenski—, es interesante sobre todo como época de reacción y de reformas que tuvieron fundamentos esencialmente racionales, provocados por la muy clara comprensión de las faltas del antiguo sistema de gobierno”. Como ya vimos antes, a la muerte de Manuel ascendió al trono su hijo Alejo II, de doce años (1180-1183). Su madre, María de Antioquía, fue nombrada regente, pero el protosebasto Alejo Comneno, sobrino de Manuel y favorito de la emperatriz, fue quien dirigió de hecho los asuntos públicos. La encarnizada lucha de los partidos de la corte y la persistente preponderancia latina produjeron el llamamiento del famoso Andrónico a la capital. Andrónico, animado hacía mucho por proyectos ambiciosos, presentóse como defensor del joven Alejo II — díciéndole rodeado de malos consejeros— y de los intereses nacionales griegos. Poco antes de la entrada de Andrónico en la capital, hubo la matanza de latinos (1182) de que hablamos más arriba. Las fuentes venecianas no mencionan esa matanza. Y, sin embargo, los mercaderes venecianos fueron también en gran parte víctimas de ella.

En el mismo 1182, Andrónico entró en Constantinopla y pronto, a pesar de su solemne promesa, mostró el deseo de gobernar solo. Hizo primero prender y cegar al favorito Alejo Comneno. Luego ordenó la estrangulación de María de Antioquía y, poco después, la del propio emperador Alejo. En 1183, Andrónico, de 63 años a la sazón, convirtióse en dueño absoluto del Imperio. Para afirmar su situación casó con la viuda de Alejo II, Inés (Ana), la cual, al morir su ficticio esposo (ya que Alejo sólo tenía entonces catorce años), contaba doce años nada más. La diferencia de edades no detuvo al triunfante Andrónico.

El entusiasmo con que la opinión acogió a Andrónico explícase por las esperanzas que se fundaban en el nuevo emperador. Dos tareas esenciales se presentaban ante Andrónico en el orden interior: establecer un gobierno nacional y librar a Bizancio de la preponderancia latina, y después debilitar a la aristocracia de los altos funcionarios y de los grandes terratenientes, cuya supremacía provocaba la ruina de la clase de campesinos modestos. Tal programa, cuajado de dificultades prácticas, debía hallar en el pueblo la más favorable acogida.

El arzobispo de Atenas, Miguel Acominatos (Coniates), cuya obra constituye una de las fuentes más valiosas para el estudio de la situación interior del Imperio en el siglo XII, escribe en términos elogiosos: “Y recordare ante todo cómo, en esta época turbulenta y angustiosa, el Imperio romano apeló a su antiguo favorito, el gran Andrónico, para derribar la opresora tiranía latina que, como una mala hierba, se había aferrado al joven retoño del reino. No condujo (Andrónico) con él un cuerpo de ejército marchó, ligero, hacia la ciudad que le amaba... El primer presente que hizo a la capital para recompensarla de su puro amor, fue librarla de la tiránica insolencia latina y limpiar el Imperio de los mismas bárbaros”.

“Con Andrónico llegó al poder un nuevo partido”. “Aquel último representante de la dinastía de los Comnenos —dice F. I. Uspenski— era, o al menos parecía ser, el rey de los campesinos. El pueblo le consagraba cantos y componía acerca de él cuentos poéticos, de los que se hallan huellas en los anales y notas manuscritas de los documentos inéditos de la historia de Nicetas Coniates”. Nicetas escribe, entre otras cosas, que Andrónico mandó erigir su propia estatua no lejos de la puerta septentrional de la iglesia de los Cuarenta Mártires, y no quiso que se le representase con atuendo imperial, sino como trabajador, muy modestamente vestido y empuñando una hoz.

Andrónico acometió sus tareas con ardor. Aumentó el sueldo de muchos funcionarios para volverlos menos inclinados al cohecho. Nombró como jueces personas honradas e incorruptibles, aligeró la carga de los impuestos y sometió a severas penas a los recaudadores rapaces. Se adoptaron medidas implacables contra los grandes terratenientes: muchos representantes de la aristocracia bizantina fueron ejecutados. Miguel Acominatos escribe al respecto: “Sabemos desde ha mucho que eres blando para el pobre, terrible para el hombre ávido de ganancias; que eres el protector del débil y el enemigo de los violentos; que no inclinas la balanza de Temis ni a izquierda ni a derecha; sino que tienes las manos puras de toda corrupción”.

El historiador italiano Cognasso, que ha estudiado esa época, compara la lucha de Andrónico contra la aristocracia a la de Iván el Terrible contra los boyardos. “Así como Andrónico —escribe Cognasso— quería aniquilar la preponderancia de la aristocracia bizantina, lo mismo quería hacer Iván con la potencia de los boyardos y los dos (aunque el zar ruso en más alto grado) hubieron de recurrir por fuerza a medios violentos. Desgraciadamente, al debilitar la aristocracia ambos debilitaron al Estado e Iván IV se halló indefenso ante los polacos de Esteban Báthory como Andrónico ante los normandos de Guillermo II. Iván, soberano de un pueblo joven y pujante, logró, con medidas rápidas, salvar su obra y a Rusia, pero Andrónico sucumbió antes de que el Imperio fuese reformado y fortalecido. El antiguo organismo no pudo sostenerse y el nuevo cuerpo orgánico imaginado por Andrónico fue entregado demasiado pronto a manos inexpertas”.

De todos modos Andrónico no pudo reformar radicalmente un orden social resultante de un largo proceso histórico. Los miembros de la perseguida aristocracia territorial no esperaban sino un momento favorable para librarse de aquél detestado emperador, substituyéndole por alguien que tuviese las mismas opiniones en materia social que los tres primeros Comnenos. Andrónico, viendo por todas partes traiciones y conjuras, implantó un régimen de terror que, al no distinguir al culpable del inocente y al actuar en todas las clases y no sólo en las superiores, creó en torno al emperador odio y descontento. El pueblo, que poco antes le recibía con aclamaciones, empezó a mirarle como hombre incumplidor de sus compromisos y a buscar otro pretendiente al trono. Nicetas Coniates pinta de manera impresionante el variable humor de la plebe de Constantinopla en aquella época: “En todas las otras ciudades, el populacho es irrazonable y cede a sus desordenados movimientos; pero la muchedumbre de Constantinopla es particularmente tumultuosa, violenta y de tortuosa conducta, porque la componen nacionalidades diferentes... La indiferencia respecto a los emperadores es mal innato en ellos: aquél al que elevan hoy al trono legítimo lo abaten al año siguiente como a un criminal”.

Los fracasos de la política exterior agravaron la difícil situación del Estado. Andrónico llegó a la conclusión de que el Imperio no podía vivir prácticamente aislado sin lesionar sus intereses con los menospreciados países de Occidente, de los que se había alejado de modo tan ostensible.

En verdad, la actitud de Occidente ante Bizancio era muy amenazadora. A la muerte de Manuel, Bizancio hallaba en el oeste de Europa dos enemigos: Alemania y el reino de Sicilia. La alianza de los dos imperios, fundamento durante algún tiempo de la política occidental de Manuel, había terminado y, a la vez, la ayuda bizantina a las ciudades lombardas en su lucha contra Barbarroja hacía a éste sentirse enemigo del Imperio oriental. Federico adoptaba cada vez más una política de acercamiento a Sicilia.

Por otra parte, los latinos que escaparon a la matanza del 1182 en Constantinopla, habían vuelto a sus respectivos países occidentales contando los horrores que presenciaran y pidiendo venganza de los ultrajes y daños padecidos. Las repúblicas mercantiles italianas, que habían sufrido graves pérdidas financieras, estaban irritadísimas. Además, los representantes de algunas familias nobles perseguidas por Andrónico, huyeron a Italia y sugirieron a los gobernantes italianos un ataque a Bizancio. El peligro occidental crecía, pues Federico Barbarroja preparaba el casamiento de su hijo y sucesor, Enrique, con Constancia, heredera del rey de Sicilia. Se anunció el casamiento en Alemania el año (1184) que precedió a la muerte de Andrónico. Era un suceso social y político muy importante, porque, a la muerte de Federico, su sucesor podía unir Nápoles y Sicilia a las posesiones del emperador de Alemania, y Bizancio tendría, en vez de dos enemigos distintos, un adversario único y terrible, cuyos intereses políticos no podían conciliarse con los de Bizancio.

Incluso es muy probable que aquél acercamiento de Alemania a la Casa real normanda tuviera, en el ánimo del emperador de Occidente, el fin de crear una base de operaciones contra Bizancio, ya que la conquista del “reino” griego sería más fácil con ayuda de los normandos. Al menos así lo indica un historiador occidental de la Edad Media al escribir: “El emperador, hostil al reino de los griegos (regno Graecorum infestus), se esforzó en unir la hija de Roger, rey de Sicilia, a su hijo”.

Guillermo II de Sicilia, contemporáneo de Andrónico, aprovechando las dificultades interiores de Bizancio, preparó una gran expedición de ataque, cuyo fin, de cierto, no era sólo vengar la matanza de 1182 o ayudar a un eventual pretendiente, sino adueñarse del trono griego para sí. En tales circunstancias, Andrónico decidió negociar a la vez con Oriente y con Occidente.

A finales del 1184 firmó, pues, un tratado con Venecia. En ese tratado, tendiente a afirmar el Imperio, Andrónico consentía en libertar a los venecianos presos en Constantinopla desde la matanza de 1182 y prometía pagar cierta suma todos los años, por vía de compensación de los daños sufridos. De hecho comenzó a cumplir ese compromiso, abonando la primera anualidad en 1185.

También quiso Andrónico aproximarse al Papa, dando sin duda por hecho que podría apoyarse en él a cambio de conceder ciertos privilegios a la Iglesia católica. En todo caso, el Papa Lucio III envió, a fines de 1182, un legado a Constantinopla. Una crónica occidental nos da el curioso testimonio de que Andrónico hizo construir en Constantinopla, en 1185, a pesar de la oposición del patriarca, una iglesia dotada de ricas rentas y donde sacerdotes latinos practicaban los ritos católicos. “Aun hoy, esta iglesia lleva el nombre de iglesia latina.

Poco antes de su muerte, Andrónico hizo alianza formal con el sultán de Egipto, Saladino. Según frase de un cronista occidental, Andrónico, “apremiado por el dolor y el agobio, recurrió al consejo y socorro de Saladino”.101 Las estipulaciones de la alianza, selladas con juramento, fueron: “Si Saladino, con los consejos y ayuda del emperador, lograba ocupar Jerusalén, retendría para sí todo otro territorio que ambos pudieran conquistar —quedando libres de esto Jerusalén y Ascalón—, pero poseería sus adquisiciones bajo la soberanía de Andrónico.

El emperador tomaría posesión de todos los territorios conquistados al sultán de Iconio hasta Antioquía y la Armenia Menor, caso de que los nuevos aliados pudieran apoderarse de tales comarcas”. “La muerte impidió a Andrónico realizar ese plan”. El tratado prueba que Andrónico estaba dispuesto a ceder Palestina a Saladino, siempre que éste reconociera la soberanía del Imperio.

Pero ni el tratado con Venecia, ni las gestiones con el Papa, ni la alianza con el famoso Saladino pudieron mantener el poder en manos de Andrónico.

Isaac Comneno, gobernador de Chipre, proclamó la independencia de la isla que gobernaba. Andrónico, carente de flota experta, no pudo dominar la rebelión.

La pérdida de Chipre fue un duro golpe para el Imperio, ya que la isla era punto estratégico y mercantil de importancia y producía gruesas sumas a la Tesorería a causa, sobre todo, de su activo comercio con los Estados latinos de Oriente.

Pero el golpe mayor y decisivo lo recibió Andrónico desde Occidente, comenzando en el momento en que la expedición, muy bien organizada, de Guillermo II de Sicilia se hizo a la vela rumbo al Imperio. Las hostilidades, como siempre, empezaron por Durazzo, que pasó pronto a manos de los atacantes, quienes luego, por la vía Egnatia, avanzaron hacia Tesalónica. La poderosa flota normanda acudió allí también. Parece que Venecia mantuvo en esta guerra una neutralidad estricta.

Inicióse el célebre asedio marítimo-terrestre de Tesalónica. De él escribió un relato grandilocuente, mas no por eso menos valioso, el arzobispo de Tesalónica, Eustacio.103 En agosto de 1185, la ciudad cayó en poder de los normandos, quienes hicieron en aquella ciudad, la segunda del Imperio, una tremenda carnicería. Así se vengaban los latinos de la matanza de 1182. Respecto al suceso encontramos en Nicetas Coniates estas significativas expresiones: “Así se abrió entre ellos y nosotros un enorme abismo de hostilidad. No podemos reconciliarnos en nuestro ánimo, y estamos en completo desacuerdo, aunque continuemos teniendo relaciones externas y vivamos a menudo en la misma casa”.

Tras algunas jornadas de pillajes y muertes, los normandos se dirigieron hacia Constantinopla. Al saber la toma de Tesalónica y la aproximación de los normandos, la población de la capital se levantó, acusando a Andrónico de indecisión y debilidad. Con rapidez inesperada para Andrónico, Isaac Ángel fue proclamado emperador. Andrónico, depuesto, murió entre terribles suplicios.

Con la revolución de 1185 terminaba la dinastía de los Comnenos y con Isaac Ángel empezaba la nueva dinastía de los Ángeles.

El breve reinado de Andrónico I, que empezó acometiendo la tarea de defender a los campesinos contra la omnipotente arbitrariedad de los grandes propietarios, y ateniéndose al propósito de librar al Estado de la preponderancia latina, se distingue rotundamente, por sus caracteres, de los reinados de los otros Comnenos, hecho por el cual merece estudio atento y hondo. En ciertos aspectos, sobre todo en los sociales, la época de Andrónico I dista mucho de haber sido estudiada por completo y ofrece a la ciencia un vasto campo de investigaciones.

Historia de la época de los Ángeles. Los emperadores de la casa de los Ángeles: Isaac II, Alejo III y Alejo IV.

La dinastía de los Angeles, elevada al trono por la revolución de 1185 y sucesora de los Comnenos, descendía de un contemporáneo de Alejo Comneno: Constantino Ángel. Éste, oriundo de Filadelfia, en el Asia Menor, y descendiente de una familia bastante obscura, había casado con la hija del emperador Alejo y era abuelo de Isaac II Ángel, primer emperador de la Casa y emparentado a los Comnenos por línea femenina.

Vimos que uno de los fines de Andrónico había sido establecer un gobierno nacional. Fracasado en este propósito, a fines de su reinado comenzó a volverse hacia Occidente. Pero, después de su muerte, se hizo notar de tal modo la necesidad de un gobierno nacional, que, con expresiones de Cognasso, “la revolución del 12 de septiembre (1185) fue esencialmente nacional y aristocrática... Así, ninguna clase obtuvo provecho de la revolución, salvo la aristocracia bizantina”.

Isaac II (1185-1195) era, citando palabras de Gelzer, “la encarnación de la ruindad que se instaló con él en el trono podrido de los Césares” y no tenía talento de hombre de Estado. El lujo desmesurado de la corte, las prodigalidades excesivas, exigían exacciones e impuestos arbitrarios e intolerables. La falta de voluntad del soberano y la ausencia de un determinado programa gubernamental; las complicaciones externas; el nacimiento en la Península balcánica de un nuevo poder peligroso para Bízancio (el segundo imperio búlgaro); y, en fin, los progresos de los turcos en Asia Menor, crearon un ambiente de descontento e irritación en el país. De tiempo en tiempo se producían insurrecciones en favor de diversos aspirantes al trono. Pero la causa principal del malestar general era que “la población estaba harta de soportar los dos males justamente diagnosticados por Andrónico: la insaciabilidad de la administración fiscal y la arrogancia de los ricos”. Al cabo, en 1195 se formó contra Isaac una conjura dirigida por su propio hermano, Alejo, quien, ayudado por parte de la nobleza y del ejército, derribó al emperador. Éste fue cegado y preso, substituyéndole su hermano Alejo III Ángel, también conocido en la historia como Alejo III Ángel-Comneno (1195-1203). A veces se le aplica el sobrenombre de Bambacoracio.

El carácter y dotes naturales del nuevo emperador no diferían mucho del modo de ser de su hermano. Una prodigalidad no menos insensata, una idéntica ausencia de talento político y de interés por los asuntos del Estado, una análoga carencia de capacidad militar, llevaron al Imperio, a largos pasos, hacia inminentes humillaciones y desintegraciones. El historiador Nicetas Coníata, dice, no sin maligna ironía, respecto a Alejo III: “Fuese el que fuera el papel que se presentaba al emperador, era firmado por él, aunque se tratase de un conjunto de palabras desprovistas de sentido, incluso si el solicitante pedía que se navegase en tierra firme, o que se arase el mar, o que se substituyeran las montañas por mares, o hasta, como se dice en la fábula, que se pusiera el Athos sobre el Olimpo”. El emperador halló imitadores en la nobleza de la capital, que rivalizaba a porfía en gastos y lujo. Surgieron insurrecciones en Constantinopla y en las provincias. Los venecianos, písanos y otros extranjeros que habitaban Constantinopla tenían frecuentes choques en las calles. Y la situación exterior no era nada esplendorosa.

E1 joven príncipe Alejo, hijo del emperador destituido, pudo huir a Italia en un buque pisano y luego pasó a la corte del emperador alemán, Felipe de Suabia, casado con Irene, hija de Isaac Ángel y hermana del príncipe Alejo. Este pidió a su cuñado el emperador, así como al Papa, que ayudaran a su padre a recobrar el trono bizantino. Tras muchas complicaciones de que hablaremos en el capítulo relativo a la cuarta Cruzada, Alejo consiguió encaminar hacia Constantinopla a los cruzados que, a bordo de naves venecianas, pensaban dirigirse a Egipto. Los cruzados, en 1203, tomaron Constantinopla y, tras deponer a Alejo III, restauraron en el trono al anciano y ciego emperador, asociándole a su hijo Alejo IV. Pero los cruzados quedaron cerca de Constantinopla para vigilar el cumplimiento de los compromisos asumidos con ellos por Alejo e Isaac.

La imposibilidad de cumplir tales obligaciones y la plena dependencia de los emperadores respecto a los cruzados, provocaron en la capital una revuelta que concluyó en la proclamación de un nuevo emperador: Alejo V Ducas Murzuflo (1204), emparentado con la dinastía de los Ángeles como esposo que era de una hija de Alejo III. En el curso de los tumultos perecieron Isaac II y Alejo IV. Entonces los cruzados, viendo desaparecer con los dos emperadores muertos su principal apoyo en la capital, e informados de que Murzuflo se había puesto a la cabeza de un movimiento antilatino, resolvieron apoderarse de Constantinopla por su propia cuenta. Tras un encarnizado asalto de los latinos y una desesperada defensa de los sitiados, Constantinopla, el 13 de abril de 1204, pasó a manos de los caballeros occidentales, siendo sometida a un espantoso saqueo. Murzuflo pudo huir. El Imperio bizantino se desplomaba. En su lugar se fundó un Imperio latino feudal, con capitalidad en Constantinopla y una serie de Estados vasallos en las diversas regiones del Imperio de Oriente. Estos sucesos, de vital importancia para Bizancio, serán expuestos con más detalles en el capítulo dedicado a la historia de la cuarta Cruzada.

La dinastía de los Ángeles o Ángeles-Comnenos, griega de origen, no dio al Imperio un solo monarca de talento. Antes bien apresuró la caída de Bizancio, que estaba debilitado por fuera y desintegrado por dentro.

Relaciones de Bizancio con turcos. Fundación del Imperio Búlgaro.

El Imperio, en 1185, al ser derribado Andrónico I y elevado al trono Isaac Ángel, estaba en una situación muy peligrosa. Los ejércitos normandos se acercaban por tierra a la capital, ante la que ya se hallaba la flota enemiga. Pero los normandos, envalentonados por su triunfo, dedicáronse al pillaje de las regiones ocupadas, menospreciando al ejército bizantino, y éste entonces les infligió una derrota, como consecuencia de la cual el enemigo hubo de abandonar Tesalónica y Dyrrachium. El fracaso de los normandos en tierra hizo que su escuadra abandonase las aguas de Constantinopla. Un tratado de paz entre Isaac Ángel y Guillermo II concluyó aquella guerra, tan peligrosa para Bizancio. Isaac Ángel pudo contener el peligro selyúcida del Asia Menor mediante ricos presentes y un tributo anual pagado al sultán turco.

El armisticio con los normandos, aunque transitorio, constituyó un gran éxito para Isaac Ángel. Los primeros años del reinado de éste señaláronse, en la Península balcánica, por sucesos de extrema importancia para el Imperio.

Bulgaria, conquistada por Basilio II Bulgaróctonos en 1018, había sacudido, tras varias tentativas infructuosas, el yugo bizantino, fundándose en 1186 un nuevo Imperio búlgaro. En el éxito final del movimiento búlgaro ha de atribuirse predominante papel, no sólo a los eslavos, sino también al elemento turco —polovtzianos o kumanos— y al romano, es decir, valaco o rumano. Los valacos, en efecto, cooperaron activa y eficazmente al levantamiento de los búlgaros.

Al frente del alzamiento de Bulgaria se pusieron dos hermanos, Pedro o Kalopedro y Juan Asen, acaso descendientes de los antiguos zares búlgaros, si bien habían crecido entre los valacos y adoptado la lengua valaca. “En esos jefes —dice Vasilievski— se unían y fundían las dos nacionalidades búlgara y valaca, cosa que se ve claramente en todos los relatos que poseemos de la lucha por la independencia. Los historiadores contemporáneos han insistido sobre este hecho”.

Hoy, ciertos historiadores búlgaros rechazan el origen rumano de los Asen y la participación rumana en la insurrección de 1186, viendo en la fundación del segundo reino búlgaro de Tirnovo una obra nacional búlgara exclusivamente.

El origen del levantamiento fue el descontento de los búlgaros contra el dominio bizantino, y el afán nacional de obtener la independencia. El éxito parecía fácil en aquél momento, ya que el Imperio sufría aún las repercusiones de las turbulencias de la época de Andrónico y de la revolución de 1185 y no podía oponerse a la insurrección con suficientes medios. Nicetas Coniates atribuye ingenuamente la causa de la sublevación al descontento de los valacos, que se encolerizaron al verse privados de sus reses, que se destinaron a las fiestas efectuadas con motivo de las nupcias de Isaac Ángel con la hija del rey de Hungría.

Tras algunas derrotas causadas a los insurrectos búlgaros por los ejércitos bizantinos, Pedro (aquel “renegado, aquél esclavo maldito”, como decía Miguel Acominatos, metropolitano de Atenas) y su hermano entraron en tratos con los kumanos de allende el Danubio y los llamaron para que les auxiliasen contra el Imperio. La lucha fue difícil para Bizancio, y como consecuencia no tardó en firmarse un tratado.

Ya desde comienzos de la insurrección, Pedro había asumido el título y las insignias imperiales. La capital del nuevo Estado fue Tirnovo. Inmediatamente de proclamada la independencia política de Bulgaria, Pedro y Asen crearon una Iglesia nacional independiente. El reino así fundado es conocido como Reino Búlgaro de Tirnovo.

A la vez que la insurrección búlgara, se producía un movimiento análogo en los territorios servios, donde el fundador de la dinastía de los Nemanya, el “gran zupán” (gran jefe) Esteban Nemanya, tras poner las bases de la unificación de Servía, entabló tratos de amistad con Pedro de Bulgaria a fin de pelear en común contra el emperador.110

En 1189, Federico Barbarroja atravesó como cruzado la Península balcánica, en dirección a Constantinopla. Servios y búlgaros proyectaron aprovechar tal momento para alcanzar su fin con ayuda de Federico. En Nisch, Federico recibió a los embajadores servios y búlgaros y al gran zupán en persona. Servios y búlgaros ofrecieron al emperador una alianza contra Bizancio, a condición de que Federico permitiese a Servia anexionarse Dalmacia y conservar los territorios arrebatados a Bizancio, dejando, además, a los Asen en posesión definitiva de Bulgaria y asegurando a Pedro el título imperial.

Según parece, Federico continuó su camino sin dar contestación decisiva.111 Vasilievski observa al propósito: “Hubo un momento en que la resolución del problema eslavo en la Península balcánica estuvo en manos del emperador de Occidente. Barbarroja hallóse casi decidido a aceptar el concurso de los jefes servios y búlgaros contra Bizancio, lo que 112 habría causado la ruina infalible del Imperio griego”.

Poco después del paso de los cruzados al Asia Menor, el ejército bizantino fue duramente batido por los búlgaros. El emperador eludió con trabajo la cautividad. “Las numerosas pérdidas de hombres —dice una fuente— llenaron las ciudades de lloros y las aldeas de cantos de amargura”.

En 1195 sobrevino en Bizancio el levantamiento que privó a Isaac del trono y de la vista y puso en su lugar a su hermano Alejo. Éste, pensando ante todo en mantenerse en el Poder, entabló negociaciones de paz con los búlgaros, quienes hicieron propuestas inaceptables. Poco después (1196) Asen, y después Pedro, murieron asesinados merced a las intrigas griegas. Juan, hermano menor de ambos, pasó a ser emperador de Bulgaria. Había vivido en Constantinopla como rehén y conocía perfectamente las costumbres griegas. Él fue el célebre emperador Kalojuán, “terror de los griegos desde 1196, y más tarde de los latinos”.

Bizancio no pudo vencer al nuevo monarca búlgaro. Éste entró en relaciones con el Papa Inocencio III, quien le otorgó el título de rey. Los búlgaros reconocieron al Papa como jefe espiritual. El arzobispo de Tirnovo fue promovido a la dignidad de Primado.

Así apareció, en tiempo de los Ángeles, un nuevo y poderoso rival: el soberano búlgaro. El segundo reino búlgaro, en continuo crecimiento durante la época de los Angeles, amenazó también al ulterior Imperio latino.

La tercera Cruzada. Enrique VI y sus proyectos en Oriente.

Después de la infructuosa segunda Cruzada, la situación de los Estados cristianos de Oriente continuó suscitando serios temores. Las luchas intestinas entre los príncipes, las intrigas cortesanas, las disputas de las órdenes religioso-militares y los intereses privados, constituían causas de debilidad para los cristianos y favorecían la nueva ofensiva de los musulmanes. Antioquía y Jerusalén —los centros más importantes de las posesiones cristianas— carecían de fuerzas suficientes para defenderse sin ayuda ajena. Nur-ed-Din-Mahmud, enérgico soberano de Siria, se adueñó de Damasco y en la segunda mitad del siglo XII amenazó Antioquía. Pero el verdadero peligro provino de Egipto, donde el kurdo Saladino, jefe de talento y político sutil y de amplias miras, había derribado al último Fatimita, fundando la dinastía Eyubida. A la muerte de Nuredin, Saladino conquistó Siria y gran parte de Mesopotamia, amenazando así el reino de Jerusalén por el este, el sur y el norte.

En aquella época Jerusalén era presa de turbulencias que Saladino no desconocía. Informado de que una caravana musulmana, con la que viajaba su hermana, había sido atacada por los cristianos, Saladino pasó la frontera del reino de Jerusalén y en 1187, junto al lago de Tiberíades, en Hittin (Hattin), batió a las tropas cristianas. El rey de Jerusalén y otros príncipes reinantes cayeron prisioneros. Saladino ocupó varias plazas del litoral, como Beirut, Sídón, Jaffa y otras, impidiendo de este modo la llegada de refuerzos a los cristianos. Después marchó sobre Jerusalén, que sin gran dificultad tomó en otoño del mismo año (1187). De manera que todos los sacrificios de Europa y todo su entusiasmo religioso no habían servido de nada. Jerusalén había pasado de nuevo a manos de los infieles y se imponía una Cruzada más.

El Papa la propugnó con actividad en Occidente, logrando ganar a sus opiniones a tres soberanos: Felipe Augusto, de Francia, Ricardo Corazón de León, de Inglaterra, y Federico Barbarroja. La expedición, iniciada con mucha brillantez, adoleció de falta de idea directriz. Los miembros de la Cruzada procuraron ante todo asegurarse buenas relaciones con los monarcas de los países que debían atravesar. Felipe Augusto y Ricardo pasaron por Sicilia, con cuyo rey debieron establecer relaciones amistosas. Barbarroja, que fue por la Península balcánica, entabló relación con el rey de Hungría, el gran zupán de Servia, el emperador Isaac Ángel, e incluso con el sultán de Iconion, enemigo de Saladino. Las combinaciones y cálculos políticos obligaban al monarca cristiano a no despreciar la alianza de un musulmán. Los cristianos tenían delante, no fuerzas musulmanas desunidas, como otras veces, sino un soberano valeroso y enérgico cual Saladino, ya cubierto de gloria por sus triunfos, en especial desde la toma de Jerusalén. Saladino reunía las fuerzas de Egipto, Palestina y Siria. Enterado de la proyectada Cruzada, Saladino excitó a los musulmanes a luchar contra los cristianos, “perros aulladores” e “insensatos”, según los llamaba en las cartas que dirigía a su hermano. Organizóse una especie de Cruzada anticristiana. Según una leyenda medieval, Saladino, antes había recorrido Europa personalmente para informarse de la situación de los países cristianos. Como dice un historiador, “jamás la Cruzada había revestido hasta entonces tan netamente el carácter de un singular combate entre cristianismo e islamismo”.

Barbarroja, tras cruzar Hungría sin tropiezo, se internó en los Balcanes, donde mantuvo con servios y búlgaros las conversaciones que ya dijimos.

Para poder continuar su camino, necesitaba Barbarroja establecer buenas relaciones con Isaac Ángel.

Desde la matanza de latinos en 1182, las relaciones de Bizancio con Occidente habían sido muy tensas. El acercamiento de Federico Barbarroja a los normandos, enemigos permanentes del Imperio bizantino, y cuyo acercamiento se expresó con el matrimonio del hijo de Federico con la heredera del rey de las Dos Sicilias, aumentó la desconfianza de Isaac hacia el emperador de Alemania. A pesar del tratado concluso en Nuremberg entre el embajador bizantino y Federico antes de que éste partiese para la Cruzada, Isaac Ángel inició negociaciones con Saladino, contra el que se dirigía la expedición. Aparecieron embajadores turcos en la corte de Isaac y se acordó una alianza contra el sultán de Iconion entre Isaac y Saladino. El emperador debía estorbar en lo posible la marcha de Federico, y Saladino prometía devolver a los griegos los Santos Lugares. La actitud de Isaac ante Federico hízose muy equívoca. Las negociaciones de Federico con los búlgaros y los servios debían neCésariamente inquietar al emperador.

Los cruzados de Federico ocuparon Filipópolis. Isaac, en la carta que escribió al emperador alemán, llamándole “rey de Alemania” y dándose a sí mismo el título de “emperador de los romanos”, acusaba a Barbarroja de querer conquistar el Imperio griego, no obstante lo cual le ofrecía ayuda para cruzar el Helesponto camino del Asia Menor, siempre que Federico le dejase en rehenes algunos nobles alemanes y se comprometiera a entregar a Bízancio la mitad de las regiones que conquistara en Asia. Los embajadores alemanes que había en Constantinopla fueron reducidos a prisión y tan lejos llegaron las cosas, que Federico decidió conquistar Constantinopla. Incluso escribió a su hijo Enrique pidiéndole que juntase una flota en Italia y obtuviera del Papa que éste predicase Cruzada contra los griegos. Entre tanto, las tropas de Barbarroja, tras adueñarse de Adrianópolis, ocuparon Tracia, llegando casi a los muros de Constantinopla. Una fuente afirma que “toda la ciudad de Constantinopla temblaba de espanto al pensamiento de que su destrucción y el exterminio de sus moradores estaban cercanos”.

En tan difícil momento, Isaac cedió, llegando en Adrianópolis a un acuerdo con Federico. Las estipulaciones principales eran las siguientes: Isaac proporcionaría naves para el transporte de las fuerzas de Federico al Asia Menor, por el Helesponto; le daría rehenes y prometía dominar a los cruzados. En otoño de 1190, los alemanes pasaron el Helesponto.

Sabido es que la expedición de Federico concluyó en un fracaso completo, Tras una marcha agotadora por el Asia Menor, los cruzados alemanes alcanzaron con trabajo las fronteras de Cilicia, donde el emperador se ahogó en un río (1190). Con Federico desaparecía uno de los enemigos más peligrosos de Saladino.

La expedición de Felipe Augusto y Ricardo Corazón de León —que habían embarcado en Sicilia para arribar a Palestina por mar— no afectaba tanto los intereses de Bizancio. Sin embargo, al nombre de Ricardo se vincula para el Imperio de Oriente la pérdida definitiva de Chipre, punto estratégico importante en el Mediterráneo oriental.

Durante la tiranía de Andrónico I, Isaac Comneno se había proclamado independiente en Chipre y entrado en tratos con el rey de las Dos Sicilias. La tentativa, de Isaac Ángel para recuperar la isla no tuvo éxito. En el curso de su viaje, Ricardo de Inglaterra exasperóse ante la actitud del soberano de Chipre con las naves que conducían a la hermana y la prometida del rey inglés, naves que habían naufragado junto a las costas chipriotas. Ricardo desembarcó en Chipre y, tras batir y deponer a Isaac Comneno, dio la isla a Guy de Lusignan, ex rey de Jerusalén, quien así pasó a ser, en 1192, monarca de Chipre, donde fundó la dinastía de su nombre. Lusignan renunció a sus derechos, harto ilusorios, sobre el reino de Jerusalén, que no estaba entonces en manos cristianas. El nuevo Estado cristiano de Chipre debía más tarde, según parecía, desempeñar un importante papel como base estratégica para futuras operaciones cristianas en Oriente.

La expedición no logró fines prácticos. Los dos reyes volvieron a Europa sin haber obtenido resultados tangibles. Jerusalén seguía en manos musulmanas. Los cristianos sólo conservaron una estrecha faja del litoral, desde Jaira hasta Tiro. Saladino quedaba victorioso.

Grande había sido el peligro que amenazara a Bizancio bajo Federico Barbarroja, pero todavía creció con su hijo y sucesor Enrique VI. Éste, imbuido de la idea, tan grata a los Hohenstaufen, del poder ilimitado y divino de los emperadores de Occidente, no podía mirar con buenos ojos a otro emperador que aspiraba a igual plenitud de poder, cual era el caso del monarca bizantino. Además, Enrique, heredero del reino de las Dos Sicilias como esposo de la princesa Constancia, heredaba a la par el odio de los normandos a Bizancio y sus planes de conquista. El destino de Enrique parecía consistir en ejecutar el proyecto que su padre no tuviera tiempo de llevar a cabo: la anexión de Bizancio al Imperio de Occidente. Enrique envió a Constantinopla una especie de ultimátum, exigiendo la entrega de los territorios balcánicos comprendidos entre Dyrrachium y Tesalónica, antes conquistados por los normandos y devueltos a los bizantinos. En la misma carta se hablaba de una indemnización pecuniaria de los daños sufridos por Barbarroja durante la Cruzada y se pedía un auxilio naval que Enrique emplearía en una expedición a Palestina.121 Isaac no tuvo tiempo sino de expedir una embajada a Enrique, ya que en 1195 se vio depuesto y cegado por su hermano Alejo.

Tras esto la actitud de Enrique VI se tornó más amenazadora. Casó a su hermano, Felipe de Suabia, con Irene, hija del emperador depuesto, con lo que daba a éste esperanzas de recobrar el trono bizantino. Con Enrique VI, el nuevo emperador de Bizancio y debía temer, no sólo a un emperador occidental, sucesor de los soberanos normandos y los cruzados, sino también, y ante todo, “al vengador del emperador caído y su familia”. La Cruzada que preparaba Enrique tenía por objetivo tanto Constantinopla como Palestina. Sus proyectos tendían a ocupar todo el Oriente cristiano, Bizancio incluso. Las circunstancias favorecían en apariencia sus ambiciones. Por entonces llegó a Enrique una embajada del soberano de Chipre, quien pedía el reconocimiento de su título real y deseaba ser “siempre hombre (es decir, vasallo) del Imperio romano” (homo imperii esse romani). El soberano de la Armenia Menor se dirigió a Enrique con la misma petición de título real. De poder Enrique instalarse en Siria, le cabría, con ayuda de los Estados vasallos de Chipre y la Armenia Menor, amenazar por todas partes al Imperio bizantino.

En momento tan crítico para los bizantinos, el Papa tomó partido por ellos, comprendiendo bien que si se realizaban los sueños de monarquía universal (con inclusión de Bizancio) albergados por los Hohenstaufen, el Papado veríase reducido a eterna impotencia. En consecuencia el Papa hizo toda clase de esfuerzos para retener a Enrique y trabar sus planes de conquista del Imperio oriental, cuya cismaticidad no parecía molestar tanto entonces al sucesor de San Pedro. El historiador Norden dice: “Qué podía significar para la Curia una conquista espiritual si debía comprarse al precio de la liquidación política del Papado? Para la Santa Sede, a fines del siglo XII, lo esencial era que Bizancio conservase su independencia, ya fuese Estado católico o cismático, ya ocupase su trono un emperador legítimo o un usurpador.

De todos modos, Enrique envió a Alejo III una carta amenazadora, semejante a la enviada antes a Isaac. Alejo no pudo comprar la paz sino a costa de pagar a Enrique una gruesa cantidad de dinero. Para ello estableció en todo su Imperio un impuesto especial, que fue llamado “Alamánico” y utilizó los ornamentos valiosos de las tumbas imperiales de Constantinopla.1 Sólo a tan humillante precio pudo obtener la paz. A fines de 1197 Enrique acudió a Mesina a fin de presenciar personalmente la partida de la Cruzada.

Reunióse una flota, enorme para la época. Es probable que su destino fuera Constantinopla y no los Santos Lugares; pero en aquél momento Enrique, joven aun y pleno de energía, cayó enfermo y murió en el otoño de 1198. Con él se desplomaron sus vastos planes. Por segunda vez en corto tiempo, Oriente escapaba de manos de los Hohenstaufen. Bizancio recibió con júbilo la noticia de la muerte del emperador y del fin del “impuesto alamánico”. Y también el Papa se sintió aliviado.

La actividad de Enrique VI, que demuestra el triunfo de los ideales políticos en las Cruzadas, tuvo la mayor importancia en el futuro de Bizancio: “Enrique VI planteó con claridad la cuestión del Imperio bizantino, cuya solución aparecería pronto como condición 125 previa del éxito de las Cruzadas”.

Ciertos historiadores rehúsan hoy admitir que Enrique VI soñase en una monarquía universal, haciendo notar que esa teoría sólo se funda en la autoridad de un historiador bizantino de la época, Nicetas Coniates, sin que las fuentes occidentales den sobre ese punto ningún testimonio. Pretenden, por tanto esos eruditos, que la tesis de Nicetas, acentuada por Norden y seguida por Bréhier, carece de fundamento. Según ellos, la Cruzada de Enrique VI era totalmente extraña a la política bizantina y el proyecto de Enrique VI de crear una monarquía bizantina debe situarse en el campo de la fábula.126 Pero no podemos rechazar el testimonio del contemporáneo Nicetas Coniates, quien expone con toda precisión los planes ofensivos de Enrique contra Bizancio. Además, tal política era continuación y consecuencia de la de Federico Barbarroja, padre de Enrique, y bien sabemos que Barbarroja, durante la tercera Cruzada, estuvo a punto de apoderarse de Constantinopla. A nuestro juicio, la política de Enrique VI no fue sólo la propia de un cruzado, sino también la de un hombre imbuido de la ilusoria idea de crear una monarquía universal, cuya parte más importante desempeñaría Bizancio.

Bizancio y la Cuarta Cruzada.

La cuarta Cruzada es un fenómeno histórico de extrema complejidad, y donde se hallan intereses y sentimientos de variedad máxima. Tales son: un noble impulso religioso, la esperanza de recompensas en la vida futura, el deseo de cumplir proezas morales y la fidelidad a los compromisos contraídos con la Cruzada, todo ello mezclándose a un deseo de aventuras y lucro, a la pasión de los viajes y a la costumbre feudal del combate perpetuo. Pero en la cuarta Cruzada se advierte un rasgo original que, en rigor, ya se había manifestado en las expediciones precedentes: los intereses materiales y los sentimientos profanos tuvieron mucha preponderancia sobre los impulsos religiosos y morales, lo que demostró de manera rotunda la toma de Constantinopla por los cruzados y la fundación del Imperio latino.

A fines del siglo XII, y sobre todo en la época de Enrique VI, la influencia germánica era preponderante en Italia, y los planes orientales de Europa se habían revelado peligrosísimos para el Imperio de Bizancio. Tras la muerte inesperada de dicho soberano, las circunstancias cambiaron. Inocencio III, elegido Papa en 1198, se propuso restaurar en su plenitud la autoridad pontificia, minorada por la política de los emperadores de Alemania, y tomar la dirección del movimiento cristiano contra el Islam. Italia se puso al lado del Papa en su lucha contra la dominación germánica. Inocencio III, viendo en los Hohenstaufen el principal enemigo de la Santa Sede y de Italia, sostuvo en Alemania a Otón de Brunswick, elegido por parte de los alemanes contra el Hohenstaufen Felipe de Suabia, hermano de Enrique VI. Parecía que los emperadores bizantinos podían encontrar en aquella ocasión momento excelente de aplicar los planes de los Comnenos: crear, en vez del Imperio alemán pretendidamente universal, un Imperio universal bizantino. Al menos, en ese sentido escribía el emperador Alejo III al Papa Inocencio III el año de la elección de este último: “Nosotros somos los dos poderes universales: la Iglesia romana, que es única, y el Imperio, único también, de los sucesores de Justiniano. Debemos, pues, unirnos y esforzarnos en oponernos al nuevo crecimiento del poderío de nuestro rival, el emperador de Occidente”. En realidad, la difícil situación externa e interior de Bizancio no permitía presumir la realización de tan vastos proyectos.

Pero Inocencio III quería en Oriente un emperador no cismático. Así, abrió negociaciones con miras a la unión de las Iglesias. Los tratos arrastrábanse con lentitud y el Papa, irritado, amenazó a Alejo, en una carta, con apoyar los derechos imperiales de la familia de Isaac, cuya hija, según vimos, había casado con el emperador alemán Felipe de Suabia. Pero Alejo III no consintió en la unión. En una de sus cartas llego a establecer el principio de que el poder imperial era superior al espiritual. Tras esto, las relaciones de Roma y Bizancio tornáronse un tanto tirantes.

Mientras negociaba con Constantinopla y estimulaba combinaciones políticas en Alemania, Inocencio III desplegaba también intensa actitud en la preparación de una Cruzada general en que los cristianos orientales y occidentales se reuniesen para el fin común de liberar los Lugares Santos. Se enviaron misivas pontificales a todos los soberanos cristianos. Legados pontificios recorrieron Europa, prometiendo a los cruzados la remisión de sus culpas y muchas ventajas profanas. Elocuentes predicadores entusiasmaban a las masas populares. En una de sus cartas, Inocencio, tras declarar la triste situación de Tierra Santa, expresa su indignación contra los soberanos y príncipes de su época, que se entregaban a sus placeres y a mezquinas querellas, añadiendo lo que los musulmanes, “paganos”, —dice el Papa— piensan y hablan de los cristianos: “Nuestros enemigos nos ofenden y dicen: “¿Qué es de vuestro Dios, que no puede librarse a sí mismo ni librar a vosotros de nuestras manos? Hemos profanado vuestros santuarios; hemos puesto las manos sobre los objetos de vuestra adoración; hemos atacado con furor los Santos Lugares; poseemos a pesar vuestro la cuna de la superstición de vuestros padres; hemos roto las lanzas de los francos, detenido los esfuerzos de los ingleses, la fuerza de los alemanes, el heroísmo de los españoles... ¿Cuál ha sido el resultado de todo el valor que habéis desplegado contra nosotros? ¿Dónde está vuestro Dios? ¡Que se alce y os ayude! ¡Que muestre cómo sabe vengarse y defenderos!.. Ya no nos queda, después de la matanza de los defensores que habéis dejado en el país, sino atacar vuestro territorio, para aniquilar vuestro nombre y todo recuerdo de vosotros”. ¿Qué podemos replicar a semejantes ataques? ¿Cómo responder a tales afrentas? Porque lo que ellos dicen es, en parte, la misma verdad... Mientras los paganos se esparzan impunemente por todo el país, los cristianos no osarán salir de sus ciudades. Y no pueden permanecer en ellas sin temblar. Fuera les espera la espada; dentro están helados de terror”.

Entre los soberanos occidentales de alguna importancia, ninguno respondió a la llamada de Inocencio III. Felipe Augusto de Francia estaba entonces excomulgado a causa del repudio de su mujer; el rey inglés, Juan Sin Tierra, que acababa de subir al trono, se veía harto ocupado por su lucha contra los barones, y el conflicto surgido en Alemania entre Otón de Brunswick y Felipe de Suabia no permitía a ninguno de ambos salir del país. Sólo el rey de Hungría tomó la cruz. En cambio, la flor de la caballería occidental, sobre todo la del norte de Francia, se alistó en la expedición. Teobaldo, conde de Champaña, Balduíno de Flandes, Luis de Blois y muchos otros tomaron la cruz. Había “en el ejército cruzado muchos franceses, flamencos, sicilianos, ingleses y alemanes. Pero el personaje principal de la expedición fue el dux de Venecia, Enrique Dándolo, veneciano típico por su alma y por su carácter. Aunque al llegar al Poder tuviese ochenta años o acaso más, parecía un joven por su actividad desbordante, su inflamado patriotismo y su clara comprensión de los fines esenciales, sobre todo económicos, que interesaban a Venecia. Cuando se trataba de la grandeza y ventaja de la República de San Marcos, Dándolo no reparaba en medios. Ducho en el arte de manejar a los hombres, dotado de mucha prudencia y gran dominio de sí mismo, era notable estadista, sutil diplomático y hábil mercader a la par. Al empezar la cuarta Cruzada, las relaciones veneciano-bizantinas no eran especialmente cordiales. La leyenda dice que Dándolo, treinta años atrás, estando en Constantinopla como embajador, había sido cegado a traición por los griegos con ayuda de un espejo cóncavo que reflejaba intensamente los rayos del Sol, lo que fue causa del odio profundo de Dándolo a Bizancio. De hecho, la rivalidad y desconfianza mutua de Bizancio y Venecia tenía causas más hondas”. Dándolo, consciente de la importancia que los países orientales, cristianos o musulmanes, con sus innumerables riquezas, tenían para la prosperidad económica de la República, fijó su atención en el más inmediato rival de Venecia: Bizancio. Exigió, pues, que todos los privilegios mercantiles obtenido” por Venecia del Imperio y rebajados algo por los últimos Comnenos, a contar de Manuel, fuesen restablecidos en toda su integridad. Dándolo pensaba sobre todo en los hechos que ya conocemos: prisión de los mercaderes venecianos, embargo de sus navíos, confiscación de sus bienes en tiempos de Manuel y matanza de latinos en 1182. Por ende, el dux no podía aceptar la idea de que, tras largos años de monopolio comercial veneciano en el Imperio, otras ciudades italianas —Pisa y Génova— hubiesen obtenido privilegios también, lesionando la prosperidad comercial veneciana. Poco a poco, el previsor y astuto Dándolo concibió el proyecto de conquistar Bizancio, a fin de asegurar en definitiva a Venecia el mercado oriental. Como Inocencio III, Dándolo amenazó a Alejo III con sostener los derechos al trono del hermano del emperador, es decir, de Isaac Ángel.

De manera que en los preliminares de la cuarta Cruzada había dos personajes en primer plano: el Papa Inocencio III, representante del elemento religioso de la expedición y que deseaba vivamente arrancar los Santos Lugares de manos musulmanas así como la unión con la Iglesia oriental; y el dux Enrique Dándolo, representante del principio profano y que ponía ante todo los Intereses materiales y mercantiles. Otras dos personas tuvieron gran influjo en el curso de la expedición: el príncipe bizantino Alejo, hijo de Isaac Ángel, y que había huido de Constantinopla a Occidente, y Felipe de Suabia, emperador de Alemania, casado con la hija de Isaac Ángel y hermana del príncipe Alejo. Luego hablaremos del papel desempeñado por estas dos personalidades.

Eligióse jefe del ejército cruzado a Teobaldo de Champaña, quien gozaba de general estima, tenía gran popularidad y era en cierto modo el alma de la empresa. Pero, con gran desconsuelo de todos, Teobaldo murió súbitamente antes de iniciarse la Cruzada. Entonces eligióse un nuevo jefe: Bonifacio de Monferrato. Así pasó la dirección de la Cruzada de manos de los franceses a las del príncipe italiano.

Palestina, como sabemos, pertenecía entonces a la dinastía egipcia de los Eyunidas. A fines del siglo XII, muerto el gran Saladino, se habían producido entre los mahometanos luchas y choques. Tal situación parecía deber facilitar la tarea de los cruzados. Al comenzar la cuarta Cruzada, las bases principales de los latinos en Oriente eran los dos grandes centros industriales de Antioquía y Trípoli y la fortaleza costera de San Juan de Acre.

Los cruzados debían reunirse en Venecia, cuya República, a cambio de una suma de dinero, les había ofrecido transportarlos en sus naves. El fin inmediato de la expedición era Egipto, del cual dependía entonces Palestina. Queríase conquistar primero Egipto para obtener luego con más facilidad la restitución de Palestina. Pero Venecia no accedió a transportar a los cruzados hasta que éstos no pagasen por entero el coste de la travesía. Los cruzados no poseían dinero bastante y entonces Dándolo les propuso librarlos del pago convenido si le ayudaban a conquistar la ciudad de Zara (Zadr) en el litoral dálmata del Adriático. Zara se había separado de Venecia poco antes, entregándose al rey de Hungría. Aunque éste, como dijimos, había tomado la cruz, y aunque Zara participaba también en la expedición, los cruzados, sin vacilar, embarcaron rumbo a Zara. De este modo, la empresa contra los infieles empezaba por el asedio de una ciudad donde habitaban cruzados. A pesar de la ira del Papa y de las amenazas de excomunión que dirigió a los expedicionarios, éstos entraron en Zara por asalto, saqueándola y entregándola a Venecia. Un crucifijo que los habitantes de la población expusieron en las murallas no contuvo los atacantes. Un historiador comenta: “¡Buen principio de una Cruzada!”. La toma de Zara, que asestó un golpe sensible al prestigio de los cruzados, dio a Dándolo su primera victoria.

Sabedor de la toma de Zara y de las quejas del rey de Hungría contra los cruzados, el Papa los excomulgó. “En vez de ganar la Tierra Prometida —les escribía— estáis sedientos de la sangre de vuestros hermanos. Satán, el seductor universal, os ha engañado... Los habitantes de Zara habían expuesto crucifijos en sus muros. Sin ver al Crucificado, asaltasteis la ciudad y la obligasteis a rendirse... Temed el anatema, deteneos en esa obra de ruina y devolved al rey de Hungría lo que le habéis tomado. Sabed que, cuando no, 133 incurrís en excomunión y perdéis todas las ventajas prometidas a los cruzados”.

Las amenazas y excomunión papales no produjeron efecto alguno a los venecianos. Pero los cruzados —los “francos”— apelaron a todos los medios para anular la excomunión. El Papa, compadeciéndoles, perdonólos al fin, si bien persistió excomulgando a los venecianos. Mas, como no prohibió expresamente a los cruzados que tuviesen relaciones con los venecianos, continuó la acción común de unos y otros.

Durante el asedio y torna de Zara entró en acción un nuevo personaje en la historia de la cuarta Cruzada: el príncipe bizantino Alejo Ángel, quien, tras huir de la prisión, había marchado a Occidente en busca de socorros que restauraran en el trono a su desgraciado padre. Tras una infructuosa entrevista con el Papa, el príncipe pasó a Alemania, en busca de Felipe de Suabia, esposo de Irene, hermana de Alejo. En palabras de Nicetas Coniata, Irene pidió a su marido que ayudase a su hermano, quien “sin albergue ni patria, como las estrellas fugaces, nada tenía con él, sino su propio cuerpo”. Felipe, ocupado entonces en la lucha contra Otón de Brunswick, no pudo proporcionar al príncipe un socorro material apreciable. No obstante envió a Zara una embajada pidiendo a Venecia y a los cruzados que ayudasen a Isaac y a su hijo Alejo a reocupar el trono bizantino. A cambio de tal socorro, el príncipe, en lo religioso, prometía someter Bizancio a Roma y, ello aparte, pagar a los cruzados una fuerte suma de dinero y participar personalmente en la Cruzada una vez restaurado su padre en el trono.

Esto introducía posibilidades de cambio en la dirección y carácter de la empresa. El dux Dándolo comprendió enseguida las ventajas que la propuesta de Felipe podía tener para el comercio veneciano. El dux, que debía desempeñar parte esencial en la expedición contra Constantinopla y en la restauración del emperador depuesto, veía abrirse ante él nuevas perspectivas. Pero los cruzados, al principio, no consintieron en aquél desvío de propósitos y exigieron que la expedición no se apartara de su plan primitivo. De todos modos llegóse al fin a un acuerdo.

La mayoría de los cruzados resolvió participar en la campaña contra Constantinopla y luego dirigirse a Egipto. En consecuencia, Bizancio y los cruzados firmaron en Zara un pacto concerniente a la conquista de Constantinopla. El príncipe Alejo en persona se presentó en el campamento de Zara. En mayo de 1203, la flota que transportaba a Dándolo, Bonifacio de Moiiferrato y el príncipe Alejo, partió de Zara y arribó, un mes después, a las aguas de Constantinopla.

Una crónica rusa de Novgorod, donde se conserva un detallado relato (aún no estudiado suficientemente) de la cuarta Cruzada, de la toma de Constantinopla por los cruzados y de la fundación del Imperio latino, observa: “Los francos y todos sus jefes amaban el oro y la plata que les había prometido el príncipe Alejo y olvidaron las prescripciones del emperador y del Papa”.

De manera que la opinión rusa acusaba a los cruzados de haberse apartado de su camino primitivo. El sabio contemporáneo P. Bitsilli, que ha estudiado ese relato de la crónica de Novgorod, le atribuye un gran valor y nota que da una teoría particular que explica la expedición de los cruzados contra Bizancio”. Según tal teoría, la “expedición fue resuelta en común por el Papa y Felipe de Suabia, lo que ninguna fuente occidental menciona”.

El problema de la desviación de la cuarta Cruzada ha hecho correr mucha tinta. La atención de los eruditos se ha dirigido a las causas de ese cambio de itinerario. Unos explican el extraordinario desarrollo de la empresa por circunstancias fortuitas, siendo así representantes de la llamada “Teoría ocasional”, mientras otros eruditos consideran lo ocurrido una consecuencia de la deliberada voluntad de Venecia y Alemania y apoyan, por tanto, la “teoría de la premeditación”.

Antes de 1860 no había existido discusión sobre tal punto. Todos los historiadores se atenían más o menos a la principal fuente occidental relativa a la cuarta Cruzada: la obra del cronista francés Godofredo de Vilchardouin, que participó en la expedición. En este relato los hechos se desarrollan de manera sencilla y casi accidental. De él se desprende que los cruzados, careciendo de naves, las alquilaron a los venecianos, lo cual les obligó a congregarse en Venecia. Una vez alquilados los barcos no pudieron pagar su precio y tuvieron que ayudar a los venecianos a la conquista de Zara. Tras esto apareció el príncipe Alejo, quien convenció a los cruzados, arrastrándoles a la conquista de Constantinopla. Así, no habría traición veneciana ni intriga política.

Pero en 1861, el historiador francés Mas Latrie, autor de una célebre historia de Chipre, acusó por primera vez a Venecia, que tenía importantes intereses mercantiles en Egipto, de haber concluido un tratado secreto con el sultán de ese país, y de haber decidido a los cruzados a abandonar su plan primitivo, dirigiéndose contra Bizancio. Luego el bizantinólogo alemán C. Hopf pareció demostrar en definitiva que Venecia había traicionado la causa cristiana. Hopf sostenía que el tratado de Venecia con el sultán fue ultimado el 19 de mayo de 1202. Hopf tuvo a bien no citar el texto ni indicar dónde se encontraba; pero la autoridad de este historiador era tan grande que nadie opuso dudas. Sin embargo, poco después se advirtió que Hopf no poseía documentos al propósito y había establecido la fecha con arbitrariedad. El francés Hanotaux, estudiando de nuevo el asunto, refutó la acusación de deslealtad dirigida a los venecianos, y con esto la teoría “premeditatoria”. En opinión del mismo historiador, los venecianos tuvieron fáciles motivos para desviar la Cruzada: el deseo de someter Zara a su dominio, el de restaurar a su candidato en el trono bizantino, el de vengarse de Bizancio y de la benevolencia de Alejo III con los písanos, y acaso la esperanza de obtener ventajas, en caso de desintegración del Imperio. En todo caso, la teoría de Hopf puede hoy considerarse rechazada y parece que, si los venecianos traicionaron los fines de la expedición, no fue por tratado con el sultán, sino con miras a sus intereses comerciales en el Imperio bizantino.

Los representantes de la teoría premeditatoria no se han contentado con esforzarse en probar la traición de Venecia. En 1875 apareció un nuevo motivo, aportado en especial por el francés conde Riant, quien quiso demostrar que el principal responsable de la Cruzada no era Dándolo, sino Felipe de Suabia, emperador alemán no reconocido por Inocencio III. Según Riant, urdióse en territorio de Alemania una hábil intriga, tendente a encaminar a los cruzados hacia Constantinopla. El ejecutor de los planes de Felipe en Oriente fue Bonifacio de Monferrato. En el cambio de objetivo de la expedición, Riant ve un episodio de la lucha secular del Papado y el Imperio. Con su papel dirigente en la expedición, Felipe humillaba al Papa y a su ideal de Cruzada. Además, al hallar un aliado en el reinstaurado emperador bizantino, Felipe podía esperar una victoria en su lucha con el Papa y contra su rival Otón de Brunswick.

Mas la teoría de Riant ha sido refutada por el ruso V. G. Vasilievski, quien prueba que la huida del príncipe Alejo a Occidente no se produjo en 1201, como creían todos los historiadores, sino en 1202. No habría, pues, quedado tiempo a Felipe para “una compleja intriga política premeditada a distancia” y “la intriga alemana quizá sea un fantasma como la veneciana”.142 A estos trabajos científicos ha de añadirse el concienzudo estudio escrito por J. Tessier sobre la expedición y donde el sabio francés, fundándose en el examen crítico de las fuentes contemporáneas, rechaza la teoría del papel exclusivo del emperador de Alemania y torna a la opinión que da valor al relato de Villehardouin, o sea a la teoría ocasionalista imperante antes de 1860. J. Tessier declara que la cuarta Cruzada fue una Cruzada francesa y la conquista de Constantinopla una empresa francesa y no veneciana ni alemana. ¿Qué queda, pues, de la teoría de la “premeditación”, sostenida por Riant? Sólo el hecho de que Felipe de Suabia participó en el cambio de itinerario y que, como Enrique VI, abrigó pretensiones sobre el trono oriental. Pero las fuentes no permiten hablar de un sutil plan director que hiciera cambiar la suerte de la cuarta Cruzada.

En 1898-1903 el historiador alemán W. Norden refutó en definitiva la teoría “premeditatoria”, uniéndose en principio a la “ocasionalista”. Norden ha sabido profundizar esta última y estudiado la cuarta Cruzada dentro del cuadro de las relaciones de Occidente con Oriente, procurando descubrir la íntima relación existente entre la cuarta Cruzada y la historia del siglo y medio que la precedió.

En resumen, es obvio que intervinieron diversos factores en la compleja historia de la cuarta Cruzada: el Papado, Venecia y el Imperio, en Occidente: la situación externa e interior de Bizancio, en Oriente. Estos diversos elementos se entremezclaron e influyeron mutuamente, creando un fenómeno complicado y no esclarecido aun en nuestros días. El historiador francés Luchaire dice que la verdad a ese respecto “no se sabrá jamás, y la ciencia tiene mejores cosas que hacer en vez de discutir un problema insoluble”.

Pero el conjunto estuvo dominado por la fuerte personalidad de Dándolo y su inquebrantable voluntad de acrecer la actividad mercantil de Venecia, a la que la posesión de los mercados de Oriente ofrecía incalculables riquezas y un brillante porvenir. Dándolo, además, se inquietaba viendo aumentar la riqueza de Génova, que empezaba a poner pie en el Cercano Oriente y en particular en Constantinopla. La rivalidad mercantil entre Venecia y Génova es factor que no debe omitirse al estudiar la cuarta Cruzada. Y el no haber sido pagada la deuda bizantina a Venecia (deuda cuyo origen estaba en la confiscación de los bienes venecianos por Manuel Comneno), fue cosa no extraña sin duda al desviamiento de la expedición.

A fines de junio de 1203, la flota de los cruzados apareció ante Constantinopla, que a los ojos de los occidentales recordaba entonces “la famosa Sibaris, conocida por la molicie 148 de sus habitantes”.

El francés Villehardouin describe así la honda impresión causada por la capital sobre los cruzados: “Podéis imaginar la atención con que miraron Constantinopla aquellos que no la habían visto nunca, porque no hubieran pensado jamás que pudiese haber en el mundo ciudad tan rica cuando vieron aquellos altos muros y aquellas ricas torres que la rodeaban, y aquellos ricos palacios y aquellas altas iglesias, de lo cual había tanto que nadie hubiera podido creerlo de no verlo con sus propios ojos, y la longitud y anchura de la ciudad que era soberana de todas... Y sabed que no había hombre tan valeroso que no le temblase el cuerpo, y ello no es maravilla, porque nunca habíase emprendido obra tan grande desde que el mundo existe”.

La bien fortificada capital parecía en condiciones de defenderse de los cruzados, que no eran muy numerosos. Pero ellos, tras desembarcar en la orilla europea y apoderarse del arrabal de Gálata, en la ribera izquierda del Cuerno de Oro, forzaron la cadena de hierro que defendía la entrada de éste, penetraron en el puerto y quemaron varías naves bizantinas. A la vez los caballeros asaltaban el recinto de la ciudad. Aunque hallaron una resistencia enconada, sobre todo en los mercenarios varengos, los cruzados tomaron la ciudad en julio. Alejo III, hombre sin voluntad ni energía, huyó llevándose los tesoros públicos y las joyas de la Corona. Isaac II fue libertado y restablecido en el trono y su hijo Alejo, fue proclamado coemperador con el nombre de Alejo IV. Aquél fue el primer asedio y toma de Constantinopla por los cruzados, y tenía por fin restaurar a Isaac en el trono de Bizancio.

Una vez restablecido Isaac, los cruzados, con Dándolo a su cabeza, exigieron el cumplimiento de las promesas del hijo del emperador, es decir, el pago de una fuerte suma y la incorporación de Alejo IV a la Cruzada. En esta última condición insistían mucho los caballeros occidentales. Alejo IV supo persuadir a los cruzados de que no permaneciesen en Constantinopla, sino que acamparan en el arrabal, y, no pudiendo pagarles todo lo prometido, pidióles un aplazamiento. Esto motivó cierta tensión entre latinos y bizantinos. En la ciudad crecía el descontento contra la política de los emperadores, que sacrificaban a los cruzados los intereses públicos. Estalló una rebelión y al empezar el año 1204 fue proclamado monarca el ambicioso Alejo Ducas Murzuflo, quien depuso a Isaac II y Alejo IV. El primero de estos murió a poco en la prisión y Alejo IV fue estrangulado por orden de Murzuflo.

Murzuflo, conocido como Alejo V, era hechura del partido popular, hostil a los cruzados. Éstos no tuvieron con él relación alguna y después de la muerte de Isaac y Alejo IV se consideraron libres de todo compromiso con el Imperio. Era inevitable un conflicto entre griegos y cruzados. Los occidentales concibieron el plan de apoderarse de Constantinopla, ahora por su propia cuenta. En marzo de 1204 se firmó un tratado entre Venecia y los caballeros acerca del reparto del Imperio una vez ocupado. El tratado empezaba con estas imponentes expresiones: “Ante todo debemos, proclamando el nombre de Cristo, conquistar la ciudad a mano armada”.

Las cláusulas principales eran las siguientes: habría un gobierno latino en la ciudad tomada y el botín se repartiría con arreglo a ciertos convenios. Un consejo de seis venecianos y seis franceses elegiría emperador al que mejor supiese gobernar el país a “gloria de Dios y de la Santa Iglesia romana y del Imperio”. El emperador poseería un cuarto de las conquistas hechas en la capital y fuera de ella, así como dos palacios en Constantinopla. Los tres cuartos restantes se distribuirían por igual entre Venecia y los caballeros. La posesión de la iglesia de Santa Sofía y la elección de patriarca estarían en manos del bando a que no perteneciese el emperador. Todos los caballeros que recibiesen territorios prestarían juramento de vasallaje al monarca. Únicamente el dux Dándolo estaría libre de todo compromiso al efecto. Sobre tales bases debía reposar el futuro Imperio latino.

Una vez establecidas las condiciones de reparto del Imperio, los cruzados iniciaron el ataque por mar y tierra. La capital defendióse varios días con desesperación. Pero el 13 de abril de 1204 fue el día fatal en que los cruzadas “adueñaron de Constantinopla. El emperador Murzuflo, temeroso de ser apresado y "caer —según dice una fuente— como una golosina o postre en la boca de los latinos”, huyó. Constantinopla pasó a manos de los cruzados. La capital del Imperio bizantino se hundía “bajo los golpes de la cuarta Cruzada, aquella expedición de criminales filibusteros”.

El contemporáneo Nicetas Coniates, al escribir tales sucesos, empieza con estas palabras: “En qué estado de ánimo debe naturalmente encontrarse el que ha de relatar las desgracias públicas que han herido a esta reina de las ciudades durante el reinado de los 155 ángeles terrestres! (la dinastía de los Ángeles)”.

Tomada que fue la ciudad, los latinos la sometieron durante tres días a depredaciones de crueldad inaudita, saqueando los tesoros acumulados en Constantinopla durante siglos. Ni los templos, ni los objetos sacros, ni los monumentos, ni las propiedades privadas escaparon al pillaje. Además de los caballeros occidentales y sus soldados, participaron en la rapiña monjes y abades latinos.

Nicetas Coniates, testigo ocular de la toma y del saqueo de Constantinopla, presenta un cuadro impresionante de los latrocinios, violencias, sacrilegios y ruinas cometidos por los cruzados en la capital. Los mismos musulmanes habían sido menos implacables con los cristianos al tomar Jerusalén que lo eran aquellos hombres que se proclamaban soldados de Cristo. Poseemos otra emocionante descripción del saqueo de Constantinopla por los cruzados, descripción debida al testigo ocular Nicolás Mesaritas, metropolitano de Efeso e incluida en la oración fúnebre que escribió al morir su hermano mayor.

En aquellos tres días fueron destrozados muchos monumentos artísticos, saqueadas las bibliotecas, destruidos numerosos manuscritos. Santa Sofía fue saqueada sin miramiento alguno. “Nunca desde que el mundo fue creado —observa Villehardouin— se ganó tanto (botín) en una ciudad”. Una crónica rusa de Novgorod se extiende sobre todo en la pintura del pillaje de iglesias y monumentos. Las “cronografías” rusas mencionan también el saqueo de 1204.

El botín fue repartido entre eclesiásticos y seglares. A raíz de aquella rapiña toda la Europa occidental se enriqueció con los tesoros llevados de Constantinopla. Hubo pocas iglesias de Occidente que no recibieran sacras reliquias procedentes de Constantinopla. La mayoría de esas reliquias, conservadas en los conventos franceses, fueron destruidas durante la Revolución. Cuatro antiguos caballos de bronce, el más bello ornamento del hipódromo constantinopolitano, fueron llevados por Dándolo a Venecia, donde decoran hoy la iglesia de San Marcos.

Nicetas Coniates dirige en sus escritos un largo y conmovedor discurso a la ciudad caída, imitando las “Lamentaciones de Jeremías” y los “Salmos”. Empieza así: “¡Oh, ciudad, ciudad! ¡Ojo de todas las ciudades, tú de la que se habla en todo el Universo, espectáculo superior al mundo! Ciudad nutricia de todas las iglesias, cabeza de la fe, guía de la ortodoxia, protectora de la instrucción, receptáculo de todos los beneficios. Tú has bebido la copa de la cólera divina y has sido visitada por un fuego más terrible que el que se abatió antaño sobre cinco ciudades..”.

A la toma de Constantinopla se vincula en cierta medida un problema exterior del que no hemos hablado aún: el de las relaciones búlgarobizantinas. Va sabemos que en 1186, Bulgaria, sacudiendo el yugo bizantino, creó el segundo reino búlgaro. Los zares búlgaros, a fines del siglo XII, no sólo habían librado a Bulgaria de los bizantinos, sino extendido su poder a costa del Imperio y se habían apoderado de algunas ciudades de Tracia y Macedonia. De modo que en vísperas de la conquista latina Bulgaria se convirtió en un peligroso y potente Estado balcánico. Por eso Bizancio no pudo retirar de los Balcanes sus tropas europeas y llevarlas a Constantinopla para resistir a los latinos. Las concesiones de Isaac y su hijo Alejo a los latinos, y la diligencia con que aceptaron todas sus condiciones pueden, en cierta medida, explicarse por la inminencia del peligro búlgaro al norte. De modo que las relaciones eslavobizantinas desempeñaron igualmente un papel de 162 importancia en la historia de la cuarta Cruzada.

Los vencedores se hallaban ante una labor difícil: necesitaban organizar los territorios conquistados. Se decidió establecer un Imperio análogo al existente antes. Y se analizó el aspecto crucial de la elección de emperador. El candidato que parecía tener más probabilidades era Bonifacio de Monferrato, jefe de la Cruzada, como sabemos. Pero contra esta candidatura se levantó Dándolo, considerando a Bonifacio demasiado poderoso y opinando que sus posesiones italianas estaban demasiado cerca de Venecia. Bonifacio, pues, fue eliminado como candidato. Dándolo, dux de Venecia, es decir, jefe de una República, no podía aspirar a la corona imperial. Los electores se fijaron —influidos por Dándolo— en Balduino, conde de Flandes, cuyas posesiones estaban lejos de Venecia y cuyo poder era menor que el de Monferrato. Balduino fue nombrado emperador y coronado solemnemente en Santa Sofía.

Al ascender Balduino al trono vivían aun dos emperadores griegos: Alejo Ángel y Alejo Ducas Murzuflo, y además, Teodoro Láscaris, déspota de Nicea. Balduino consiguió ganar a su causa a los partidarios de los dos emperadores. Luego hablaremos de las relaciones del Imperio latino con Teodoro Láscaris, fundador de la dinastía de Nicea.

Una vez elegido emperador, surgió una cuestión compleja: la distribución de los territorios conquistados. “El reparto del Imperio romano” (Partitio Romaniae, ya que latinos y griegos llamaban así con frecuencia al Imperio oriental) se realizó, en conjunto, 163 sobre las bases del acuerdo de marzo de 1204, que ya expusimos.

Constantinopla fue distribuida entre Balduino y Dándolo. El emperador recibió cinco octavas partes de la ciudad y los otros tres octavos, con Santa Sofía, fueron dados a Venecia. Además, Balduino obtuvo la Tracia meridional y una pequeña parte del norte del Asia Menor (costas del Bósforo, mar de Mármara y Helesponto), con algunas islas en el Egeo (Lesbos, Quío, Saraos y varias otras). De modo que entrambas riberas del Bósforo y el Helesponto pertenecían a Balduino.

Bonifacio de Monferrato recibió, en vez de las regiones que se le prometieran en Asia Menor como compensación de la corona imperial, Tesalónica, la región circundante y el norte de Tesalia. Fundó allí el reino de Tesalónica, bajo la soberanía de Balduino.

Venecia se aseguró una parte leonina en la distribución del Imperio romano. Consiguió algunos puntos en el litoral Adriático, como Dyrrachium; las islas Jónicas; la mayoría de las islas Egeas; varios lugares en el Peloponeso; Creta y algunos puertos de Tracia, así como Gallípoli, sobre el Helesponto, y diversas plazas en el interior de Tracia. Según toda probabilidad, Dándolo tomó el título bizantino de “déspota”. Quedó, además, exento de vasallaje a Balduino, y se dio el nombre de (“Señor de un cuarto y medio del Imperio romano”, es decir de sus tres octavas partes, título que conservaron los dux hasta mediados del siglo XIV. En virtud del acuerdo establecido, la iglesia de Santa Sofía pasó a manos del clero de Venecia, y el veneciano Tomás Morosini fue elegido patriarca latino de Constantinopla. Nicetas Coniates, partidario convencido de la Iglesia ortodoxa grecooriental, traza un malévolo retrato de Morosini.

Las adquisiciones hechas por Venecia indican que ésta ocupaba en el nuevo Imperio latino, muy débil en comparación a la poderosa República, una situación preponderante. La parte más rica de las posesiones bizantinas pasaba a manos de la República de San Marcos: así, los mejores puertos, los puntos estratégicos más importantes, muchas regiones fértiles y todo el camino marítimo de Venecia a Constantinopla se encontraron en poder de la República. La cuarta Cruzada, al crear un “Imperio colonial” veneciano en Oriente, dio a Venecia ventajas mercantiles incalculables y la elevó al apogeo de su poder político y económico. Era un triunfo de la política hábil, reflexiva, imperialista y patriótica del dux Dándolo.

El Imperio latino se organizó sobre bases feudales. El territorio conquistado fue dividido por el emperador en feudos más o menos extensos, cuyos posesores debían prestar juramento de vasallaje al emperador.

Bonifacio de Monferrato, rey de Tesalónica, cruzó Tesalia, hacía el sur, y tomó Atenas. Ésta, en la Edad Media, era una abandonada y pequeña población de provincias, donde, sobre la Acrópolis, en el antiguo Partenón, se hallaba un templo cristiano consagrado a la Virgen. Al producirse la conquista latina era arzobispo de Atenas, treinta años hacía, Miguel Acominatas, hermano del historiador y autor de una rica obra literaria que incluye discursos, poesías y cartas que nos dan informes preciosos sobre la historia interior del Imperio en la época de los Comnenos y de los Ángeles, y sobre la situación de Atenas y el Ática en la Edad Media. Tales regiones aparecen pintadas de modo muy sombrío en los escritos de Miguel: una población bárbara —acaso eslava—, una lengua tosca en los contornos de Atenas, el Ática abandonada, unos moradores miserables. “Habiendo vivido mucho tiempo en Atenas, me he convertido en bárbaro”, escribe. A veces compara con el Tártaro la ciudad de Feríeles. Celoso bienhechor de Atenas, Miguel había consagrado muchos desvelos y años a sus míseras ovejas. Cuando comprendió la esterilidad de toda resistencia a las tropas de Bonifacio, se alejó de su sede y pasó el resto de sus días en una isla cercana a las costas del Ática, viviendo en retiro y soledad. Los latinos tomaron Atenas, ciudad que Bonifacio dio, en unión de Tebas, a condición de vasallaje, al conde de Borgoña, Otón de la Roche, quien recibió el título de duque de Atenas y Tebas (dux Athenarum atque Thebarum). La iglesia de la Acrópolis pasó a manos del clero latino.

Mientras en Grecia central se fundaba el ducado tebano-ateniense, en Grecia meridional, es decir, en el antiguo Peloponeso —a menudo llamado con el nombre, de enigmático origen, de Morea— los franceses formaban el principado de Acaya.

Godofredo de Villehardouin, sobrino del célebre historiador, al saber, hallándose en las cercanías de la costa siria, la toma de Constantinopla, apresuróse a partir hacia la capital. Pero el viento desvióle de su dirección, llevándole a las playas meridionales del Peloponeso, donde desembarcó, conquistando parte del país. Luego, comprendiendo que no podría mantenerse allí con sus propios recursos, pidió ayuda a Bonifacio, rey de Tesalónica, quien, como sabemos, estaba en el Ática. Bonifacio autorizó al francés Guillermo de Champlitte, miembro de la familia de los condes de Champaña, a conquistar la Morea. En dos años, Guillermo y Villehardouin sometieron todo el país. De este modo el Peloponeso bizantino se convirtió, a principios del siglo XIII, en el principado francés de Acaya, teniendo por jefe al príncipe Guillermo. El dominio fue organizado feudalmente, dividiéndose en doce baronías. Después de Guillermo, el poder pasó por algún tiempo a la familia Villehardouin. La corte del príncipe de Acaya se distinguía por su magnificencia y, según un cronista, “parecía más grande que la corte de cualquier gran rey”. Según otro testigo contemporáneo, “allí se hablaba francés tan bien como en París”.

Veinte años después de la fundación de los Estados feudales latinos en territorio de Bizancio, el Papa, en carta enviada a Francia, menciona la creación en Oriente de una especie de “Nueva Francia”.

Los señores feudales del Peloponeso construyeron castillos con torres y murallas, al estilo de la Europa occidental. El mejor conocido es el de Místra, sobre el Taigeto, en la 167 antigua Laconia, no lejos de la antigua Esparta y de la Lacedemonia medieval. Esta majestuosa obra feudal, que desde la segunda mitad del siglo XIII se convirtió en residencia de los déspotas grecobizantinos del Peloponeso, luego que los Paleólogos hubieron arrebatado Mistra a los francos, sorprende aun hoy a los sabios y turistas por las grandiosas dimensiones de sus edificios semiarruinados y constituye uno de los más asombrosos monumentos de Europa. Sus iglesias encierran valiosos frescos intactos (siglos XIV y XV), muy importantes para la historia del arte bizantino bajo los Paleólogos. En la parte occidental de la península se construyó el castillo de Clermont, aun incólume hacia 1820, época en que fue destruido por los turcos. Un cronista griego escribía respecto a ese castillo que, si los francos perdieran la Morea, la sola posesión de Clermont les bastaría para reconquistar toda la península.1 Los francos erigieron otros muchos castillos.

Los francos lograron instalarse sólidamente en dos de las tres penínsulas meridionales del Peloponeso; pero en el centro del país, aunque construyeron dos castillos, nunca lograron vencer la resistencia de la tribu eslava de los Melingui, que habitaba los montes. Los griegos de Morea, o al menos su mayoría, debieron ver en el gobierno franco un yugo menos pesado que el de la opresión fiscal bizantina y lo recibieron con bastante favor.1

En el sur del Peloponeso, Venecia tuvo dos puertos importantes: Modón y Corón, que fueron para los bajeles venecianos excelentes escalas en sus viajes a Oriente. Además, aquellos dos puntos permitían vigilar con facilidad el tráfico marítimo de Levante. Modón y Corón, con frase de un documento oficial, eran los “ojos esenciales de la comunidad” (oculi capitales communis).

Sobre la época de la dominación latina en el Peloponeso hallamos, entre otras fuentes, numerosas y valiosas indicaciones en la crónica de Morea (siglo XIV), la cual nos ha llegado en varias versiones: griega (en verso), francesa, española e italiana. Si bien esa crónica no puede ser colocada en primera fila de las fuentes, en lo que se refiere a la exactitud de los sucesos, da, en cambio, muchos informes preciosos para el estudio de la vida en la época de la dominación franca en el Peloponeso, de la organización feudal, de las instituciones de la sociedad y de las costumbres, así como de la geografía de la Morea de entonces.

Es interesante notar que, según algunos sabios,171 la dominación franca en Morea y probablemente la crónica de Morea también, influyeron quizá en Goethe, quien, en el tercer acto de la segunda parte de Fausto, traslada la acción a Esparta, donde se desarrolla la historia amorosa de Fausto y Elena. Fausto, en Goethe, aparece representado como una especie de príncipe del Peloponeso, rodeado de feudales. El carácter del reinado fáustico recuerda el de uno de los Villehardouin de la crónica de Morea. En el diálogo de Melistófeles-Forcias y de Elena se trata, sin duda alguna, de Mistra, construida precisamente durante el dominio franco en Morea. A poco, Goethe da la descripción de ese castillo, con sus columnas, criptas, terrazas, galerías y blasones propios de un auténtico castillo medieval. Todo ese pasaje debe de haber sido escrito bajo el influjo de   crónica de Morea. De modo que la conquista de Morea por los francos inspiró probablemente  varias escenas poéticas de la gran obra de Goethe.

La toma de Constantinopla por los cruzados y la fundación del Imperio latino situaron al Papa en una situación difícil. Inocencio III se había opuesto a la desviación de la Cruzada, excomulgando a cruzados y venecianos a raíz del asalto a Zara. Pero la caída de Constantinopla y del Imperio bizantino colocaba a la Santa Sede ante un hecho consumado.

El emperador Balduino escribió al Papa una carta notificándole la toma de Constantinopla y su propia elección para emperador. Se daba el nombre de “Emperador de Constantinopla por la gracia de Dios y eternamente augusto” y también de “vasallo del Papa” (miles suus). En su contestación, Inocencio III, olvidando por completo su anterior actitud, decía que “se regocijaba en Dios (gavisi sumus in Domino) del milagro cumplido en “alabanza y gloria de Su nombre, para honor y ventaja del trono apostólico, para provecho y exaltación del pueblo cristiano”. El Papa exhortaba a todo el clero y a todos los pueblos y soberanos, a defender la causa de Balduino, y expresaba la esperanza de que después de la toma de Constantinopla, la reconquista de los Santos Lugares fuera más fácil. Al final de su misiva, el Papa recomendaba a Balduino que siguiera siendo hijo fiel y sumiso de la Iglesia católica. En otra carta, Inocencio escribía: “En verdad, aunque nos sea muy grato saber que Constantinopla ha retornado al seno de su madre, la Santa Iglesia romana, aun nos sería más grato que Jerusalén volviese a manos del pueblo cristiano”.

Pero la actitud del Papa cambió cuando supo con más detalles los horrores del saqueo de Constantinopla y el texto del tratado relativo al reparto del Imperio. El acuerdo era puramente profano y tendía con toda claridad a limitar la intervención de la Iglesia en Bizancio. Balduino no pedía al Papa la confirmación de su título imperial. Balduino y Dándolo decidían, sin mediación del Papa, la cuestión de Santa Sofía, de la elección de patriarca, de los bienes de la Iglesia, etcétera. Durante el pillaje de Constantinopla se habían vaciado y profanado los templos y conventos y saqueado muchos venerables objetos sacros. Todo ello llenaba al Papa de descontento e inquietud, irritándole contra los cruzados. Escribió, pues, al marqués de Monferrato: “Os habéis apartado desconsideradamente, cuando no teníais derecho ni facultad para hacerlo, de la pureza de vuestro voto al dirigiros, no contra los sarracenos, sino contra cristianos, buscando, en vez de la recuperación de Jerusalén, la ocupación de Constantinopla y prefiriendo las riquezas terrenas a los bienes celestiales. Pero lo más grave es que algunos cruzados no han respetado ni la fe, ni la edad, ni el sexo”.

Así, el Imperio latino de Oriente, establecido sobre bases feudales, aparte no poseer un poder político fuerte, no supo entablar relaciones religiosas rápidas y satisfactorias con la Curia pontificia.

Tampoco el objetivo de los caballeros y de los mercaderes occidentales se alcanzó por completo, puesto que no todos los territorios bizantinos quedaron incluidos en las nuevas posesiones latinas de Oriente. Después de 1204 subsistieron tres Estados griegos. El Imperio de Nicea, bajo la dinastía de los Láscaris, se extendía por la zona occidental de Asia Menor, comprendida entre las posesiones latinas y las del sultán de Iconion o Rum, abarcando parte del litoral del mar Egeo. Este centro griego independiente fue el más importante y el más peligroso rival del Imperio latino. Al oeste de la Península balcánica se formó el despotado del Epiro, dominado por los Angeles-Comnenos. Y en la costa sureste del mar Negro se fundó el Imperio de Trebisonda, bajo la dinastía de los “Grandes Comnenos”.

Los latinos, que no lograron en Oriente la unidad política, tampoco lograron la religiosa. Aquellos tres Estados griegos independientes siguieron fieles a la doctrina de la Iglesia grecooriental, cismática a juicio del Papa. Nicea fue el foco que más inquietudes despertó en la sede pontifical. El obispo griego de Nicea, sin cuidarse de la existencia de un patriarca latino constantinopolitano, tomó el título de “patriarca de Constantinopla”. Y los griegos del Imperio latino, a pesar de su sumisión política a los conquistadores, no abrazaron el catolicismo. La ocupación militar del país no significó la unión de las dos Iglesias.

Las consecuencias de la cuarta Cruzada fueron tan fatales para el Imperio bizantino como para el porvenir de las Cruzadas mismas. Bizancio no pudo recobrarse nunca del golpe recibido en 1204 y perdió para siempre su puesto de potencia mundial.

Desde el punto de vista político, el Imperio oriental cesó de existir como unidad orgánica, dejando el lugar a un conjunto de Estados feudales occidentales, y no pudo jamás, después de la restauración de los Paleólogos, hallar su antiguo esplendor e influencia.

La importancia de la cuarta Cruzada entre las demás cruzadas es considerable, porque: primero, demostró claramente el lugar preponderante ocupado en el impulso de la Cruzada por el elemento laico; y segundo dividió en dos partes el movimiento, único antes, que impulsara hacia Oriente a los pueblos occidentales. Desde 1204 aquél movimiento debía dirigir sus fuerzas, no sólo hacia Palestina y Egipto, sino también hacia las posesiones latinas del Imperio de Oriente para mantener allí el poderío occidental. Esto significó, naturalmente, una rémora en la lucha contra los musulmanes de Tierra Santa.

La vida interior del Imperio. Las cuestiones religiosas.

La vida religiosa de Bizancio bajo los Comnenos y los Ángeles es particularmente importante: 1° desde el punto de vista propiamente interior, por el esfuerzo para resolver ciertos problemas religiosos que preocupaban a la sociedad bizantina de entonces y presentaban un interés absolutamente vital para la época; y 2° desde el punto de vista exterior por el problema esencial de las relaciones de la Iglesia oriental con Roma, del patriarcado de Constantinopla con el Papa.

En sus relaciones con la Iglesia, los emperadores de las dinastías de Comnenos y Ángeles se atuvieron al Césaropapismo, tan grato a los emperadores bizantinos. En una de las redacciones de la historia de Nicetas Coniates leemos las siguientes palabras de Isaac Ángel: “No hay en la tierra diferencia alguna entre el poder de Dios y el del emperador. Todo está permitido a los emperadores, que pueden usar los bienes del Señor como los suyos propios, porque han recibido de Dios su poder y entre Dios y ellos no hay nada”. El mismo escritor, hablando de la actividad religiosa de Manuel Comneno, pinta el sentimiento general de “los emperadores bizantinos, que se creían Jueces infalibles de los asuntos divinos y humanos”. Este criterio de los emperadores fue sostenido por el clero en la segunda mitad del siglo XII. El célebre canonista griego (y comentador del Nomocanon del Seudo-Focio, colección canónica de XIV títulos), Teodoro Balsamón, patriarca de Antioquia, que vivió bajo los últimos Comnenos y el primer Ángel, escribía: “Los emperadores y los patriarcas deben ser venerados como Padres (de la Iglesia) en virtud de su santa unción. De ésta proviene el poder de los muy cristianos emperadores para enseñar a los pueblos cristianos y para, como los sacerdotes, agitar el incensario en honor de Dios”. “Su gloria consiste en que, semejantes al Sol, alumbran con la luz de su ortodoxia el Universo entero”. “El poder y actividad de los emperadores conciernen al cuerpo y alma (del hombre), mientras el poder de los patriarcas sólo concierne al alma”. El mismo autor afirma: “El emperador no está sometido a las leyes ni a los cánones”.

La vida de la Iglesia bajo los Comnenos y Angeles permitía a los emperadores aplicar extensamente sus opiniones cesaropapistas. Por una parte, numerosas “doctrinas falsas” y “herejías” agitaban en máximo grado los ánimos en el Imperio, y por otra la amenaza de turcos y pechenegos y la aproximación de Bizancio a Occidente como resultado de las Cruzadas empezaban a poner en peligro la existencia de Bizancio como Estado independiente, obligando a los emperadores a estudiar con seriedad el problema de la unión con la Iglesia católica, la cual, por intermedio del Papa, podía desviar el grave peligro que Occidente hacía correr a Bizancio.

Los dos primeros Comnenos fueron, en conjunto, defensores de la fe y de la Iglesia ortodoxas orientales, mas, impelidos por móviles políticos, hicieron concesiones en favor de la Iglesia católica.

Entusiasmada por la obra de su padre Alejo, Ana Comnena, en su Alexiada, le llama, con exageración evidente, el “treceno apóstol”, añadiendo que si ese honor ha de corresponder a Constantino el Grande, Alejo Comneno debe ser puesto a la misma altura que aquél o, si se alega contra esto alguna objeción, ocupar el lugar inmediatamente posterior. Pero el tercer Comneno, Manuel, sacrificó los intereses de la Iglesia de Oriente a su irrealizable política occidental.

En el interior, los emperadores se ocuparon en especial de los errores dogmáticos y herejías de su época. También les inquietó mucho el crecimiento desmedido de los bienes eclesiásticos y conventuales, contra el cual el gobierno, varias veces, había adoptado ya disposiciones severas.

Alejo Comneno, en su empeño de hallar fondos para la defensa nacional y para recompensar a sus partidarios, confiscó parte de los bienes monásticos e hizo fundir, a fin de convertirlos en moneda, cierto número de vasos sagrados.

No obstante, y para apaciguar el descontento provocado por tal medida, el emperador indemnizó a las iglesias abonándoles el valor de los vasos fundidos, y rectificó su actitud mediante una Novela especial “prohibiendo emplear los vasos sagrados para las necesidades públicas”. Manuel volvió a poner en vigor la Novela promulgada en 964 por Nicéforo Focas y abrogada después, creando así un freno al enriquecimiento de iglesias y monasterios. Empero, más tarde suavizó aquella ordenanza, tan severa para el clero, con otra serie de Novelas.

Los desórdenes y la relajación del nivel moral de los clérigos orientales inquietaron no poco a Alejo Comneno, quien en una de sus Novelas declara que la fe cristiana corre gran peligro, porque el clero (bizantino) se hace peor de día en día”. Trazó, pues, un plan de reformas encaminadas a elevar el nivel moral de los eclesiásticos, regulando su vida según los principios canónigos, aumentando su cultura, incrementando su actividad pastoral, etc. El emperador no siempre logró realizar en la práctica sus hermosos proyectos a causa de las condiciones generales de la vida del Imperio en aquella época.

Los Comnenos, aunque a veces se declararan hostiles al aumento desmesurado de las propiedades eclesiásticas, no por ello dejaron de ser con frecuencia protectores y fundadores de conventos.

Alejo declaró el Monte Athos exento a perpetuidad de impuestos y otras “vejaciones”. “Los funcionarios civiles” no debían “tener relación alguna con el monte sagrado”. El Athos seguía sin depender de ningún obispo y el “protos” o presidente del consejo de higúmenos (abades o priores) de los conventos del Athos era investido por el mismo emperador, bajo cuya dependencia directa quedaba así la montaña sacra. Reinando Manuel, los rusos, entonces instalados ya en el Athos, donde tenían un convento pequeño, recibieron en virtud de un acuerdo del “prolaton” o consejo de higúmenos, el convento de San Pantalemón, que aun hoy goza de gran renombre.

Alejo ayudó también a San Cristodulo a fundar en la isla de Patmos un convento en honor de San Juan Evangelista, quien, según la tradición, había escrito allí el Apocalipsis. Ese convento existe todavía. En la “crisobula” promulgada con aquél motivo, el emperador donaba la isla a Cristodulo de manera eterna e inalienable, eximiéndola de toda carga y prohibiendo el acceso a ella de todos los funcionarios del Estado. Unas reglas muy estrictas gobernaban el nuevo monasterio. “La isla de Patmos —escribe Chalandon— se convirtió en una pequeña república religiosa casi independiente: sólo los monjes podían habitar allí”.

Las invasiones de los selyúcidas en el Archipiélago forzaron a Cristódulo y sus monjes a abandonar Patmos, refugiándose en Eugea, donde murió Cristódulo a fines del siglo XI.

Las reformas de Cristódulo no le sobrevivieron y su tentativa de Patmos fracasó en absoluto.176

Juan Comneno erigió en Constantínopla un convento consagrado a Dios Todopoderoso (Pantokrator), fundando allí un hospital de cincuenta camas para los enfermos pobres. Tal hospital estaba admirablemente organizado. Su reglamento interno, descrito con detalle en el estatuto (Tipicón) promulgado al efecto por el emperador177 es el ejemplo “quizá más conmovedor que la historia nos ha conservado de los conceptos humanitarios de la 178 sociedad bizantina”.

La vida intelectual en la época de los Comnenos fue muy activa. Hay sabios que llaman a ese período la época del Renacimiento helénico, preparado por hombres tan eminentes como Miguel Psellos. Semejante renovación intelectual se expresó bajo los Comnenos de diversos modos, y en especial con la aparición de nuevas doctrinas heréticas y errores dogmáticos, contra los que los emperadores, paladines de la verdadera fe, tenían neCésariamente que entrar en lucha.

Ese rasgo de la época de los Comnenos se refleja bien en el “Sinodicón” o enumeración de nombres y doctrinas anatematizados que todavía se lee todos los años en la Iglesia oriental durante 3a semana de la ortodoxia, en cuyo curso se pronuncia anatema contra los herejes y en general contra las doctrinas antíeclesiásticas. Muchos de los nombres y doctrinas condenados en el Sinodicón se remontan precisamente a la época de Alejo y Manuel Comneno. Alejo Comneno luchó especialmente contra los paulianos y bogomilas establecidos desde hacía tiempo, según vimos antes, en la Península balcánica y sobre todo en la región de Filipópolis. Pero ni las persecuciones de herejes ni el suplicio del monje bogomilista Basilio en la hoguera produjeron la desaparición de las herejías, las cuales, aunque sin tener en verdad gran difusión en el Imperio, continuaban subsistiendo. El emperador se dirigió al monje Eutimio Zigabeno, hombre instruido en gramática y retórica, exégeta de los libros del Nuevo Testamento y de las Epístolas de San Pablo, y le rogó que expusiera y refutara todas las doctrinas heréticas existentes, apoyándose en los Padres de la Iglesia. Zigabeno, accediendo al deseo del emperador, compuso su “Panoplia dogmática de la fe ortodoxa”, que contenía todas las pruebas científicas aptas para rechazar los argumentos heréticos mostrando su falta de fundamento dogmático. Aquella obra debía servir de manual para la lucha contra los errores de los herejes. Todo lo cual no impidió al monje Nifón predicar, en tiempos de Manuel, la doctrina bogomílica.

Hubo gran agitación en torno al proceso —instruido bajo Alejo Comneno— de Juan ítalos, sabio filósofo, oriundo de Italia y discípulo de Psellos, y a quien se acusaba de haber sugerido “a sus oyentes falsas doctrinas y opiniones heréticas condenadas por la Iglesia y contrarias a la Santa Escritura y a la tradición, y de no venerar los santos iconos”, etc...

Las actas de la acusación de herejía contra Juan Italos, editadas y estudiadas por F. I. Uspenski, abren una interesante página de la vida espiritual de la época del primer Comneno. En el concilio que examinó el caso de Italos no se juzgaba sólo a un hereje que predicaba una doctrina peligrosa para la Iglesia, sino también a un profesor de universidad que enseñaba ciencias a hombres ya formados y que se encontraba en parte bajo la influencia de las ideas de Aristóteles, así como de Platón y de otros filósofos. Se citó a varios de sus alumnos. El concilio, después de estudiar las doctrinas de Italos, las calificó de corruptoras y heréticas. Pero el patriarca, a quien fue entregado Italos para que aquél pusiera a éste en el camino de la verdad, convirtióse en adepto de la doctrina del acusado, no sin gran escándalo de la Iglesia. Por orden del emperador se compuso entonces una lista de los errores de Italos. Al fin se pronunció anatema contra los once puntos doctrinales de ítalos reconocidos como heréticos, anatema que se extendió al propio Juan..

Los escritos de Italos no se han editado aún íntegramente, lo que impide dictar juicio definitivo sobre ellos. “Cuando —con frase de un historiador— la libertad de pensamiento religioso estaba limitada por la superior autoridad de la Santa Escritura y las obras de los Padres, Italos creyó factible dar en ciertos puntos preferencia a la filosofía pagana sobre la teología, creyendo posible tener opiniones diferentes en un campo y en otro”. Finalmente, a propósito del caso de Italos, N. Marr plantea “una cuestión muy importante, que interesa a la vez a la civilización y a la historia, a saber: si los instigadores del proceso de Italos estaban al mismo nivel de cultura que aquél hombre que reclamaba la separación de los campos de la filosofía y la teología; y si, después de acusar al filósofo por su intrusión en el dominio de la teología, le otorgaban libertad de pensamiento en el dominio puramente filosófico”.

Desde luego, la respuesta ha de ser negativa. Tal libertad era entonces imposible. Pero Italos no debe ser considerado sólo como teólogo. “Fue sobre todo un filósofo, condenado porque su sistema filosófico no se conformaba a la doctrina de la Iglesia (oriental)”. El especialista más reciente de la vida religiosa de la época de los Comnenos declara que cuanto sabemos de Italos demuestra con claridad que pertenecía a la escuela neoplatónica.

Las dudas y diferencias de opinión de los sabios que acabamos de citar bastan para mostrar el interés del asunto de Juan Italos desde el punto de vista de la historia de la civilización bizantina a fines del siglo XI y principios del XII.

Pero esto no es lodo. La ciencia ha reparado en ciertas doctrinas aparecidas en la filosofía de la Europa occidental en la época de Juan Italos y que tuvieron puntos de semejanza con las ideas de dicho Juan. Tal semejanza puede advertirse en la doctrina de un célebre sabio y profesor de la Europa de la primera mitad del siglo XII. Hablamos de Abelardo, cuya autobiografía, o Historia calamitatum, se lee aún con vivo interés.

La influencia de la civilización oriental sobre la occidental en aquella época es cosa complejísima y poco estudiada. Sería, pues, temerario afirmar que la escolástica de la Europa occidental estaba bajo la dependencia de Bizancio. Pero sí cabe decir que “el pensamiento europeo gira en igual círculo de ideas, durante el período comprendido entre los siglos XI y XII, que el pensamiento bizantino”.

En lo referente a las relaciones de Bizancio con los Papas y la Iglesia occidental, la época de los primeros Comnenos caracterizóse por una actividad muy grande. La causa principal de ello fue, como lo vimos por la apelación de Miguel VII Parapináceo a Gregorio VII, el peligro turco y pechenego que amenazaba las fronteras de Bizancio, peligro que forzó a los emperadores a pedir ayuda a Occidente, incluso a costa de una posible unión de las dos Iglesias. De modo que la tendencia de los Comnenos a ultimar la unión con la Iglesia de Roma se explica únicamente por motivos de política exterior.

En la época más difícil para Bizancio —finales de la novena década y principios de la décima del siglo XI— Alejo Comneno ofreció al Papa una reconciliación y un acuerdo, proponiéndole convocar un Concilio en Constantinopla para discutir la cuestión del pan ázimo y otros asuntos que dividían a las dos Iglesias. En 1089 se reunió en Constantinopla, bajo la presidencia de Alejo I, un sínodo de obispos griegos. Allí se discutió la moción de Urbano II, tendiente a volver a poner su nombre en los dípticos y a nombrarle en los Oficios. A instancias del emperador, un punto tan delicado fue resuelto en sentido afirmativo. De esta época data probablemente la obra de Teofilacto de Bulgaria, Sobre los errores de los latinos, obra en que V. C. Vasilievski ve un signo de los tiempos que corrían.

La idea esencial de la obra de Teofilacto es muy notable. El autor no comparte la opinión general sobre la separación de las Iglesias y no cree que los latinos padezcan muchos errores ni que esos errores hagan inevitable el cisma. Además protesta contra el espíritu de intolerancia y orgullo teológico reinante entre sus contemporáneos instruidos. En una palabra, Teofilacto se muestra dispuesto a hacer concesiones razonables sobre muchos puntos. Pero respecto al Credo de Nicea no admite obscuridad ni adición alguna, o sea que se niega a admitir la añadidura del Filioque al “Credo” de la Iglesia oriental.

La crítica situación del Imperio y las dificultades que encontró en Roma Urbano II, a quien fue opuesto un antipapa, impidieron la reunión del proyectado concilio. La Cruzada promovida algunos años más tarde y las querellas y mutuas desconfianzas que surgieron como consecuencia no podían contribuir a la aproximación de las dos Iglesias. Bajo Juan Comneno hubo entre el emperador y los Papas Calixto II y Honorio II negociaciones con miras a la unión. Poseemos cartas de Juan, a esos pontífices. El Papa envió plenipotenciarios a Constantinopla,184 pero no obtuvieron ningún resultado efectivo. Aparte esto, varios doctores latinos de Occidente intervinieron en las controversias teológicas de Constantinopla. El alemán Anselmo de Havelberg, que escribió hacia 1150, nos ha dejado un interesante relato de una controversia sostenida ante Juan Comneno en 1136: “Asistieron no pocos latinos, y entre ellos tres hombres sabios, versados en las dos lenguas y muy doctos en las letras: el veneciano Jacobo, el pisano Burgundio, y el tercero, el más famoso entre los griegos y entre los latinos por su conocimiento de las dos literaturas, era un italiano de la ciudad de Bérgamo llamado Moisés, a quien todos eligieron para ser intérprete fiel de los dos partidos”.

Las relaciones se reanudaron con más actividad bajo Manuel I, el tan latinófilo sucesor de Alejo, muy esperanzado en la resurrección del Imperio romano único y convencido de que sólo podría recibir la corona de ese Imperio de manos del Papa, ofreció a éste la unión. Así, vemos que las negociaciones con miras a la unificación tuvieron causas puramente políticas. El historiador alemán Norden observa con razón que “dos Comnenos creían poder elevarse con ayuda del Papado a la dominación de Occidente y a la vez los Papas estuvieron a veces dispuestos a tender una mano amistosa al emperador, sobre todo Adriano IV, entonces en lucha con el rey de Sicilia y muy irritado contra Federico Barbarroja, que se había coronado poco antes. En carta al arzobispo Basilio de Tesalónica, el Papa Adriano IV expresaba el deseo de “contribuir a devolver a todos sus hermanos al seno de la Iglesia”, y compara la Iglesia oriental a una dracma perdida, a una oveja extraviada, a Lázaro muerto.

Al poco tiempo, Manuel propuso formalmente al Papa Alejandro III, por medio de un embajador, la unión de ambas Iglesias, a condición de que el Papa le entregase la corona del Imperio romano que sin derecho alguno detentaba Federico de Alemania. Si para alcanzar ese fin el Papa necesitaba dinero o fuerzas militares, Manuel le ofrecía proporcionarle en abundancia ambas cosas. Pero Alejandro III, cuya situación en Italia había mejorado algo, respondió con una negativa.

Entonces el emperador congregó un concilio en la capital, con miras a eliminar todos los puntos de discordia existentes entre griegos y latinos y hallar medios que favorezcan la unión de las dos Iglesias. Manuel hizo cuanto pudo para que el patriarca compartiese su deseo de concesiones. Poseemos el texto de una “conversación” que en el concilio mantuvieron Manuel y el patriarca, conversación del mayor interés para caracterizar las opiniones de los miembros más eminentes del concilio. El patriarca dio al Papa el nombre de “ser hediondo de impiedad” y dijo preferir el yugo de los sarracenos al de los latinos.

Esta última frase del patriarca, que refleja probablemente un cierto estado de ánimo social y religioso propio de la época, debía repetirse más veces en el futuro. Así sucedió en el siglo XV, en el momento de la caída de Bizancio. Manuel hubo de ceder y declaró que se alejaría de los latinos “como del veneno de la serpiente”. Las discusiones del concilio no trajeron, pues, un acuerdo. Incluso se decidió romper en absoluto con el Papa y con sus partidarios.

De manera que Manuel fracasó en su política seglar exterior y en su política religiosa, fracaso que se explica si pensamos que el emperador, en ambos campos, sólo siguió una política personal, carente de base real sólida y profunda en la opinión pública. La restauración del Imperio único era imposible desde hacía mucho tiempo y las tendencias unionistas de Manuel no encontraban ninguna clase de eco ni simpatía en las masas populares del Imperio.

En los cinco y turbulentos últimos años de la dinastía de los Comnenos (1180-1185), y en especial bajo Andrónico I, los intereses de la Iglesia pasaron a segundo plano, dejando el primero a los muy complejos de la vida interior y exterior, los cuales ya conocemos. Andrónico, adversario de la política latinófila de sus predecesores, no podía al principio de su reinado mostrarse partidario de una unión con la Iglesia occidental. En el interior del Imperio trató con severidad al patriarca de Constantinopla y no admitió discusión sobre las cuestiones atañentes a la fe. Un “Diálogo contra los judíos”, que se atribuye a menudo a Andrónico, es de época posterior.

En la época de los Angeles, tan turbulenta desde el punto de vista político, la vida de la Iglesia ofreció los mismos caracteres, ya que los emperadores de aquella dinastía se consideraban señores absolutos. Isaac Ángel destituyó arbitraria y sucesivamente a varios patriarcas de Constantinopla.

Bajo los Angeles hubo en Bizancio una violentísima controversia respecto a la Eucaristía. El mismo emperador participó en las discusiones. Según el contemporáneo Nicetas Coniates, se trataba de saber si “el cuerpo de Cristo que se recibe en la comunión es tan imperecedero, como lo fue después de sus sufrimientos y su resurrección, o tan perecedero como lo fue antes de sus sufrimientos. Queríase, pues, concretar “si la Eucaristía que recibimos sigue el proceso fisiológico ordinario, como todo otro alimento absorbido por el hombre, o bien si la Eucaristía no está sometida a ese proceso”. Alejo Ángel sostuvo la doctrina de la incorruptibilidad de la Eucaristía, considerando “ultrajantemente ofensivo” lo contrario.

La aparición de tal controversia en Bizancio a finales del siglo XII puede explicarse por las influencias occidentales, muy fuertes en el Oriente cristiano en la época de las Cruzadas. Sabido es que tales discusiones habían comenzado hacía tiempo en Occidente. Ya en el siglo XI se hallaban quienes sostenían que la Eucaristía estaba sometida al mismo proceso que un alimento ordinario.

En cuanto a las relaciones de los Angeles con los Papas, ya nos consta que los Papas sirvieron sus intereses políticos proponiéndose unir las dos Iglesias, plan que no se realizó.

La complejísima situación internacional que precedió inmediatamente a la cuarta Cruzada puso en primer plano al emperador de Alemania, quien parecía llamado a desempeñar un importante papel en la resolución de la cuestión bizantina. Pero el emperador alemán era a la vez el más peligroso enemigo del Papado. En consecuencia, el Papa se esforzó todo lo posible en hacer fracasar al emperador de Occidente, impidiéndole tomar posesión del Imperio oriental y sosteniendo al emperador bizantino, aunque fuese un usurpador como Alejo III, que había destronado a su hermano Isaac. Ya examinarnos la difícil situación del Papado durante la cuarta Cruzada y sabemos que el pontífice, primero enérgicamente opuesto a la desviación de la Cruzada, se vio gradualmente obligado a cambiar de criterio, desaprobando el saqueo de Constantinopla, insólito por su cruel barbarie, dio la sanción pontifical.

Estableciendo un balance de la vida religiosa bajo los Comnenos y los Angeles, se advierte que ese período de 123 años (1081-1204) señalóse por una, actividad intensa en el campo de las relaciones exteriores y en el interior por una gran efervescencia. Tal época ofrece, sin la menor duda, considerable importancia e interés profundo en el aspecto de los problemas religiosos.

Gobierno del Imperio. Ejército y marina. Las provincias.

La historia interior de Bizancio está en lo general insuficientemente estudiada, hecho que se comprueba sobre todo a contar desde la época de los Comnenos. En los libros de hoy sólo se hallan, respecto a los asuntos de historia interna de ese período, capítulos muy breves, reducidos a veces a simples glosas de principios generales, a observaciones o digresiones accidentales, y, en los casos más favorables, a artículos sucintos sobre aisladas cuestiones. Por tanto hemos de renunciar, al menos provisionalmente, a formarnos un concepto integral de la historia interna de ese período. El especialista más reciente de la época de los Comnenos, Chalandon, ha muerto antes de haber podido dar a su libro la continuación que se proponía en el sentido de una discusión profunda del problema de la vida interior de Bizancio en el siglo XII. De manera que debemos limitarnos a observaciones fragmentarias e incompletas.

No obstante, puede establecerse como principio general que la situación interior del Imperio bizantino y su sistema de gobierno cambiaron poco en el curso del siglo XII.

Cuando subió al trono Alejo Comneno, hasta entonces representante de la alta aristocracia terrateniente del Asia Menor, hallóse emperador de un Estado cuya situación financiera estaba completamente desorganizada, tanto por las numerosas empresas militares como por los desórdenes internos del período precedente. A pesar de tan desastroso estado de cosas, Alejo vióse obligado, sobre todo en los comienzos de su gobierno, a recompensar a quienes le habían ayudado a subir al trono, haciendo además ricos donativos a sus parientes. Para colmo, las duras guerras contra turcos, pechenegos y normandos, así como los sucesos enlazados con la primera Cruzada, exigían gastos considerables. Para llenar las cajas del Tesoro, Alejo hubo de recurrir a los bienes de la alta aristocracia territorial y a los de los monasterios. A cuanto cabe juzgar por los datos fragmentarios de las fuentes, Alejo no anduvo en muchas contemplaciones cuando se trató de confiscar los bienes de los grandes propietarios. En el castigo de las conjuras políticas, la confiscación de tierras substituyó a menudo a la pena de muerte. El mismo sino sufrieron los bienes conventuales, siendo a menudo entregados, por vía de gratificaciones perpetuas (en griego Charistikia), a ciertas personas que recibían como consecuencia el nombre de caristicarios (charistikarioi).

El sistema (carístico) mediante la donación y/o administración de los bienes monásticos a seglares, se hacía por motivos de desequilibrio de las cuentas públicas por parte del Estado (como consecuencia de su participación en conflictos bélicos). Dicho sistema carístico, se implementaba en casos de extrema urgencia pública ante una gravedad institucional manifiesta, a los fines de asegurar la subsistencia, continuidad y expansión de la misión sacra y fines del Imperio. Este sistema, no fue inventado por los Comnenos, que se limitaron a recurrir a él más frecuentemente que otros emperadores y esto a causa de sus graves desequilibrios patrimoniales, financieros y económicos de la hacienda pública. Cabe comparar aquél procedimiento a la secularización de los bienes monásticos bajo los emperadores iconoclastas y, según toda probabilidad, a ciertos fenómenos sociales de una época más antigua aún. En los siglos X y XI se aplicaba ya con frecuencia el método carístico. Se dieron conventos a personas eclesiásticas y seglares, incluso mujeres. A veces se donaron a mujeres conventos de hombres, y viceversa. Los caristicarios debían defender los intereses de los conventos que se les otorgaban, protegiéndolos contra las arbitrariedades de gobernadores y recaudadores de impuestos y contra toda carga ilegal, administrando además lo mejor posible los intereses de los monasterios (que se les conferían y guardando para sí las rentas restantes después de cumplidas todas sus obligaciones. Desde luego en la práctica no sucedía así y la donación de conventos significaba para los caristicarios una fuente de ingresos y beneficios, en perjuicio de los monasterios, que se empobrecían con tal sistema. En todo caso, las carísticas, muy ventajosas para quienes las recibían, eran muy buscadas por los altos dignatarios bizantinos. Ya indicamos antes que Alejo hizo convertir en moneda algunos vasos sagrados, medida que derogó después.

Con todo, las confiscaciones de tierras resultaban insuficientes para sanear las finanzas públicas. Entonces Alejo Comneno recurrió al peor de su decisión de política monetaria: la alteración del valor de la moneda, emitiendo una nueva, sin el debido respaldo en metálico (oro puro) en la base monetaria. Los historiadores censuran severamente esta medida de Alejo, en virtud de la cual se creaban, junto a las antiguas monedas de oro (el “nomisma”, “hiperpiro” o “sólido”), otras con una aleación de cobre y oro o plata y oro. La nueva moneda llamábase “nomisma” también y tenía el mismo curso que las monedas precedentes, pero de hecho no valía más que la tercera parte de la antigua, cuyo valor igualaba al de doce piezas o miliarisia. De modo que la moneda nueva no valía realmente más que cuatro miliarisia.

A la par Alejo quería recibir los impuestos en moneda de buena ley. Tales medidas introdujeron todavía más confusión en la hacienda imperial e irritaron a los súbditos. La crítica situación de los asuntos exteriores y la ruina económica del país, ya casi completa a pesar de las medidas del emperador, obligaron al gobierno a recaudar los impuestos con rigurosa severidad. Como muchas propiedades territoriales, tanto seglares como eclesiásticas, estaban exentas de contribuciones, toda la carga fiscal se fundaba sobre las clases inferiores, que se sentían agotadas bajo el peso abrumador del Fisco. Los recaudadores de impuestos, que, con frase del arzobispo Teofilacto de Bulgaria, eran “bandidos más que perceptores de contribuciones y despreciaban tanto las leyes divinas como los decretos imperiales”, arruinaban a la población.

La sabia administración de Juan Comneno (Kaloyan) mejoró algo la hacienda a despecho de las guerras continuas. Pero su sucesor, Manuel, volvió a poner al país en crítica situación económica. No ha de olvidarse que por entonces la población del país, y por tanto su capacidad de pago, sufrieron una disminución notable. Ciertas regiones del Asia Menor quedaron abandonadas como consecuencia de la invasión islámica, y parte de los habitantes fueron llevados cautivos, mientras otros huían a las ciudades de la costa. Los territorios abandonados no podían pagar contribución. Análogo fenómeno se observó en la Península balcánica como resultado de las invasiones de los húngaros, servios y pueblos transdanubianos en general.

Entre tanto los gastos aumentaban. Fuera de los desembolsos exigidos por las necesidades militares, Manuel obtuvo grandes sumas a los numerosos extranjeros que acudían a Bizancio atraídos por la política latinófila del emperador. Éste, además, necesitaba dinero para sus construcciones, para mantener el lujo desmedido de la corte y para atender a sus favoritos y favoritas.

Nicetas Coniates nos pinta con muy vivos colores el general descontento suscitado por la política financiera de Manuel. Los griegos de las islas Jónicas, sintiéndose incapaces de soportar el peso de los impuestos, se entregaron a los normandos.

Como Alejo Comneno, Manuel se preocupó de restablecer sus finanzas mediante la confiscación de propiedades laicas y eclesiásticas, y volvió a poner, en vigor, según sabemos, la famosa Novela que Nicéforo Focas emitiera en 964 sobre las propiedades territoriales de la Iglesia y los monasterios.

Andrónico I, cuyo corto reinado fue una reacción contra el gobierno de Manuel, se declaró defensor de los intereses nacionales y de la gente modesta, en perjuicio de la latinofilia de Manuel y de los grandes propietarios. Entonces la situación de los contribuyentes mejoró. Los terratenientes poderosos y los colectores de impuestos fueron sofrenados, los gobernadores de provincias obtuvieron sueldos más altos y cesó la venta de cargos públicos. Nicetas Coniates, contemporáneo de Andrónico, pinta, citando al profeta, el siguiente idílico cuadro: “Cada hombre estaba tranquilamente tendido a la sombra de su huerto y, después de juntar las uvas y frutos de la tierra, los comía con placer y dormía gratamente, sin miedo al recaudador de contribuciones, sin temer que sus uvas fuesen hurtadas y sin imaginar que su casa sería robada. Por lo contrario, al que había dado a César lo que era de César, ya nada más se le exigía; no se le quitaba, como antes, su última camisa y no se le acosaba, como antes, hasta la muerte”.

Las fuentes bizantinas dan un cuadro desolador de la vida interna del país bajo Manuel, cuadro que de cierto no pudo mejorar bajo el corto y borrascoso gobierno de Andrónico. Empero, el judío español Benjamín de Tudela, que visitó Bizancio en la octava década del siglo XII o sea bajo Manuel, ha dejado, en la descripción de su viaje, algunas interesantes líneas sobre Constantinopla. La descripción que da al lector es el resultado de sus observaciones personales y de los testimonios orales recogidos. De Constantinopla escribe: “Desde todas las partes del Imperio llega aquí cada año un tributo; los sitios fortificados están tan llenos de oro, de purpura y de seda, que no se puede ver parte alguna de las construcciones que contienen tales riquezas. Se afirma que los impuestos de la capital sola rinden anualmente veinte mil piezas de oro, suma donde entra el impuesto sobre las casas mercantiles, impuestos aduaneros, etc. Los griegos son muy ricos en oro y piedras preciosas; llevan ropas de seda adornadas de oro, montan a caballo y parecen hijos de príncipes. El país es muy extenso, rico en frutos, y el pan, la carne y el vino se encuentran en una abundancia tan grande que ningún otro país puede jactarse de semejante riqueza. Los habitantes están versados en la literatura griega. En una palabra, viven felices y cada uno come y bebe bajo su parra y su higuera”.

El mismo viajero escribe en otro lugar: “Toda clase de mercaderes llegan aquí de la tierra de Babilonia, de la tierra de Shinar (Mesopotamia), de Persia, de Media, de toda, la soberanía de Egipto, de la tierra de Canaán y del imperio de Rusia, de Hungría, de pecheneguia, de Kazaria y de la tierra de Lombardía y de Sefarad (España). Es una ciudad con una actividad a pleno y los mercaderes llegan a ella de todos los países por tierra y por mar. No hay nada parejo en el mundo sino Bagdad, la gran ciudad del Islam”. También en tiempos de Manuel, un viajero árabe, Al-Harawi o El-Herewi, visitó Constantinopla, donde obtuvo del emperador una acogida excelente. En su libro, este viajero da una descripción de los monumentos más importantes de la capital y observa: “Constantinopla es una ciudad más grande que lo que su reputación anuncia. Así Dios, en su gracia y generosidad, se digne hacer de ella la capital del Islam”. Es interesante cotejar con la descripción de Benjamín de Tudela algunos versos de Juan Tzetzés, poeta de la época de los Comnenos, igualmente relativos a Constantinopla. Parodiando dos versos de Homero (Iliada, IV, 437­438), Tzetzés escribe, con amargura no exenta de indignación: “Los hombres que viven en la capital de Constantinopla son una raza de ladrones; no pertenecen ni a un solo pueblo ni a una sola lengua; hay una mezcla de lenguas extrañas y hay hombres muy malos, cretenses, turcos, alanos, rodiotas y quíenses... Todos, muy ladrones y corrompidos, son considerados como santos en Constantinopla”.

La vida brillante y bulliciosa de Constantinopla bajo Manuel recuerda al historiador Andreades la de ciertas capitales, como París, en tiempos del Segundo Imperio y vísperas de la catástrofe.

Es difícil fijar con precisión la cifra de los habitantes de la capital en aquella época. Cabe suponer —pero es sólo una pura hipótesis— que la población de Constantinopla hacia el fin del siglo XII comprendía de ochocientos mil a un millón de almas.

Bajo los Comnenos y los Angeles, a la vez que se acrecían las grandes propiedades, vióse a la aristocracia terrateniente ganar fuerza y poder y hacerse cada vez más independiente del gobierno central. El feudalismo progresaba en el Imperio. El italiano Cognasso escribe al propósito: “Desde entonces el feudalismo recubre todo el Imperio y el emperador debe luchar con los grandes señores provincianos, que no siempre consienten en proporcionarle soldados con la misma generosidad que lo hicieron, por ejemplo, para la guerra contra los normandos... Al romperse el equilibrio de los elementos que constituían la base social y política del Imperio, la aristocracia quedó encima y al fin el Imperio cayó en sus manos. La monarquía se encontró privada de su poder y de su riqueza, que pasaron a la aristocracia”. El Imperio se precipitaba hacia la ruina.

Bajo Manuel se promulgó una interesantísima “crisobula” prohibiendo transferir toda propiedad inmueble concedida por el emperador a cualquier persona que no fuese un funcionario de rango senatorial o militar. Si se hacían transmisiones en desacuerdo con aquella regla, el bien transferido revertía al Tesoro.189 Este edicto de Manuel, al prohibir a las clases pobres pensar en, adquirir donaciones imperiales de tierras, dio a la aristocracia inmensos territorios. La crisobula fue abrogada en diciembre de 1182 por Alejo II Comneno, quien, aunque firmó el edicto, lo hizo así, sin duda, a instigación del todopoderoso regente Andrónico. Desde 1182 las donaciones imperiales pudieron transmitirse a cualquiera, fuera el que fuese su rango social.

Juzgamos que dicha crisobula de 1182 debe ser puesta en el número de las medidas correspondientes a la nueva política de Andrónico, quien abrió un frente agresivo y peligroso de batalla contra la clase privilegiada de la aristocracia bizantina y los grandes propietarios. Al firmar el edicto, Alejo II no fue sino instrumento de Andrónico. Nos cuesta trabajo admitir el criterio de ciertos sabios relativo a que la prohibición de Manuel, dirigida contra los francos, tendía a entorpecer a los comerciantes extranjeros las compras de tierras, y dudamos que la derogación del edicto fuese un acto francófilo fruto de la 192 política latínofílica de Alejo Comneno.

Es verdad que el gobierno de Alejo II, niño aún, y de su madre, se inclinaba a apoyarse en el odiado elemento latino; pero tan pronto como Andrónico entró en Constantinopla y fue proclamado regente, las circunstancias cambiaron, el poder pasó a sus manos y hacia fines de 1182 su política era ya abiertamente hostil a los latinos.

Las guerras, casi continuas, hacían que el ejército costase al Estado mucho dinero. Ha de tributarse a los Comnenos la justicia de que velaron por el crecimiento y restauración de sus tropas. Nos consta que éstas comprendían, aparte el elemento indígena suministrado por los temas, numerosos destacamentos mercenarios de diversas nacionalidades. En la época de los Comnenos se advierte un nuevo factor en el ejército: el elemento anglosajón.

El motivo de que apareciesen anglosajones en Bizancio debióse a la ocupación de Inglaterra por los normandos mandados por Guillermo el Conquistador. La catástrofe que cayó sobre Inglaterra a raíz de la batalla de Hastings o Senlac (1066), hizo pasar el país a manos de un conquistador severo y creó nuevas condiciones de vida. Las tentativas insurreccionales de los anglosajones contra el nuevo monarca fueron ahogadas en ríos de sangre. Así, muchos anglosajones abandonaron, desesperados, el país. En la octava década del siglo XII” es decir, a principios del reinado de Alejo Comneno, se hallan —como lo prueba el historiador inglés Ereeman, autor de una célebre obra sobre la conquista de Inglaterra por los normandos— cierto número de hechos que acreditan claramente la existencia de una emigración anglosajona al Imperio griego.

Un cronista occidental de la primera cincuentena del siglo XII escribe: Después de haber perdido su libertad, los anglos fueron profundamente afligidos... Algunos de ellos, brillantes con la flor de una hermosa juventud, se fueron a países lejanos y se ofrecieron valerosamente para el servicio militar del emperador de Constantinopla, Alejo”.

Aquel fue el principio de la compañía varengo-inglesa (druina) que desempeñó en la historia de Bizancio en el siglo XII un importante papel, análogo al que desempeñara la compañía varengo-rusa en los siglos X y XI. Parece que no hubo nunca tantos mercenarios extranjeros en Bizancio como durante el reinado latinófilo de Manuel.

A lo que sabemos, la flota, muy bien organizada por Alejo, fue perdiendo paulatínamente su valor militar y en la época de Manuel estaba en completa decadencia. Nicetas Coniates, en su historia, censura severamente a Manuel por haber dejado arruinarse la pujanza marítima del Imperio. Bajo los Comnenos, las naves venecianas, como resultado del acuerdo de alianza veneciano-bizantina, ayudaron eficazmente al Imperio, pero en perjuicio de la independencia económica de Bizancio. Manuel restauró y fortificó algunas ciudades del Imperio, como hizo con la importantísima posición estratégica de Attalia Satalia), en el litoral sur del Asia Menor.194 Asimismo dispuso que se ejecutasen trabajos de fortificación y se construyera un puente en Abydos, a la entrada del Helesponto, donde radicaba una de las importantes aduanas bizantinas y donde, a partir de los Comnenos, poseyeron zonas los venecianos sus rivales, los pisanos y los genoveses.

La administración provincial, o de los themas, bajo los Comnenos, no se ha estudiado bien todavía. Se sabe que en el siglo XI el número de temas llegaba a 38. A raíz de la disminución de los territorios del Imperio en los siglos XI - XII, las fronteras de las provincias y el número de éstas se modificaron. Sobre tal cuestión se hallan indicaciones en una Novela de Alejo III Ángel, fechada en 1198.

En ella se habla de los privilegios mercantiles otorgados por el emperador a Venecia y se enumeran “por sus nombres todas las provincias que se encuentran bajo la dominación del Imperio romano y donde (los venecianos) pueden comerciar”. Esa lista de la Novela no se ha examinado aún lo suficiente, pero en ella se da una idea aproximada de los cambios sobrevenidos en la división del Imperio durante el siglo XII.

La mayoría de los antiguos temas habían sido gobernados, como sabemos, por estrategas o jefes militares. Cuando el territorio imperial, a causa de las continuas derrotas, se halló muy reducido, el importante título antiguo de estratega cayó en desuso, pues que no convenía a la pequeña extensión de las provincias, y fue reemplazado por el de dux, ya llevado en el siglo IX —e incluso antes— por los gobernadores de algunas provincias 198 pequeñas.

En la situación mercantil del Imperio bajo los Comnenos y los Angeles, debemos notar, en primer término, un cambio muy trascendental producido por las Cruzadas. Oriente y Occidente entablaron tratos mercantiles directos y Bizancio perdió su papel de corredor o intermediarilo que asestó rudo golpe al poderío económico internacional del Imperio. Además, en la capital y en otras ciudades, Venecia se había asegurado, reinando Alejo Comneno, una situación de primera línea. Bajo el mismo emperador los písanos obtuvieron importantes ventajas mercantiles en Constantinopla, recibiendo un muelle (scala) y un barrio especial con almacenes y un barrio para sus coterráneos. Se reservaron a los písanos lugares especiales para los oficios divinos en Santa Sofía y los espectáculos públicos en el Hipódromo. Hacia fines del reinado de Juan Comneno, los genoveses abrieron negociaciones con Bizancio por primera vez. Es seguro que tales negociaciones fueron de orden mercantil. La política de Manuel tuvo igualmente estrechos vínculos con los intereses comerciales de Venecia, Génova y Pisa, las cuales, aparte arruinar bajo mano la potencia económica del Imperio, vivían en perpetua rivalidad mutua. En 1169 Génova obtuvo privilegios mercantiles excepcionalmente ventajosos, que comprendían todo el 201 Imperio, salvo dos puntos en las orillas septentrionales de los mares Negro y de Azov.

Algunos años después de la terrible matanza de latinos en 1182, en tiempos de los Ángeles, la situación de los latinos hízose muy ventajosa. En 1198, Alejo Ángel, a regañadientes, publicó una crisobula confirmando la precedente bula expedida por Alejo Comneno al firmar una alianza defensiva con la República de San Marcos. La crisobula de 1198 renovaba los privilegios mercantiles de Venecia y añadía cláusulas nuevas sobre el estatuto de los venecianos en el Imperio. Los límites del barrio veneciano siguieron siendo los mismos.

No sólo las ciudades italianas gozaban de grandes privilegios comerciales en la capital, sino que venecianos, pisanos y genoveses sacaron máximo provecho de sus concesiones especiales y barrios mercantiles en muchas otras ciudades e islas del Imperio. Tesalónica, el centro más importante del Imperio después de Constantinopla, celebraba anualmente, a fines de octubre, con motivo de las fiestas de su patrón San Demetrio, una famosa feria a la que concurrían en multitud, para comprar o vender, griegos, eslavos, italianos, españoles (iberos), portugueses (lusitanos), “celtas de allende los Alpes” (franceses) y gentes llegadas de las remotas orillas del Atlántico.

Después de la capital de Tesalónica, los principales centros económicos del Imperio eran Tebas, Corinto y Patrás, famosas por sus sedas, y Adrianópolis y Filipópolis, en la Península balcánica. Las islas del Egeo participaban también en la actividad industrial y comercial de la época.

A medida que se acercaba el año fatal de 1204, decaía la importancia mercantil de Bizancio, minada poco a poco por la iniciativa y la actividad de Génova, Pisa y, sobre todo, Venecia. La monarquía iba perdiendo “su potencia y su riqueza en provecho de la aristocracia, lo mismo que perdía sus muchos otros derechos en provecho de la clase mercantil cosmopolita de las grandes ciudades del Imperio).

Instrucción, ciencias, y artes en la época de los Comnenos y los Ángeles.

La época de la dinastía macedónica se había señalado, como sabemos, por una intensa actividad en el campo de las ciencias, las letras, la cultura y el arte. La labor de personalidades como Constantino Porfirogénito en el siglo X y Miguel Psellos en el XI, el esplendor intelectual bizantino, la renovación de la escuela superior de la capital en el siglo XI, crearon condiciones favorables al renacimiento espiritual de la época de los Comnenos y los Ángeles.

Un rasgo característico de ese período es el entusiasmo por la literatura antigua. Hesiodo, Hornero, Platón, los historiadores Tucídides y Polibio, los oradores Isócrates y Demóstenes, Aristófanes y los trágicos griegos, así como otros eminentes representantes de los diversos aspectos de la literatura antigua, fueron estudiados e imitados por los escritores del siglo XI y más aún por los del XII.

Tal imitación repercutió sobre todo el idioma, el cual, con su busca excesiva de la antigua pureza, se volvió artificial, pomposo, difícil a veces de leer y comprender y completamente distinto de la lengua hablada corrientemente. Resultó así una literatura de hombres que, según frase de Bury, “eran esclavos de la tradición; cierto que sus señores eran magníficos, pero no por ello dejaba el hecho de significar una esclavitud”. No obstante, algunos escritores muy ilustrados en las bellezas de la lengua clásica no dudaron a veces emplear la lengua popular de su época, habiéndonos dejado interesantes ejemplos del idioma “vivo” del siglo XII. Los autores de la época de los Comnenos y Angeles proclamaban la superioridad de la civilización de Bizancio sobre la de Occidente, donde, según una fuente, habitaban “tribus obscuras bárbaras que en su mayoría han sido, sí no engendradas, al menos nutridas y educadas por Constantinopla”, en ninguna de las cuales “hallan asilo las Gracias o Musas”, y en las que un canto agradable tenía tanto valor “como el grito del buitre o el graznido del cuerzo”.

Aquella época tuvo, en el dominio de la literatura, muchos representantes interesantes y eminentes, tanto en los medios seglares como en los eclesiásticos. Semejante tendencia intelectual penetró incluso en la familia de los Comnenos, muchos miembros de la cual, influidos por el ambiente que les rodeaba, consagraron gran parte de su tiempo a ocupaciones literarias o científicas.

Ana Dalasena, madre de Alejo I y mujer muy instruida e inteligente —su ilustrada nieta Ana Comnena la llama “no sólo honor de su sexo, sino también gloria de la naturaleza humana”—, llegaba a menudo a la mesa con un libro en las manos y en el curso de la comida comentaba las cuestiones dogmáticas propuestas por los Padres. Le gustaba sobre todo hablar de filosofía y del mártir Máximo.

El propio Alejo Comneno escribió disertaciones teológicas contra los herejes. En 1913 se han publicado las Musas de Alejo Comneno, dedicadas a su; hijo y heredero Juan y escritas en yambos. Fueron redactadas, en forma de “exhortación”, poco antes de la muerte de Alejo. Este trabajo de Alejo es. una especie se testamento político y no sólo trata de abstractas cuestiones de moral, sino incluso de cierto número de sucesos históricos contemporáneos, tales como la primera Cruzada.

La hija de Alejo, Ana, y el marido de ésta. Nicéforo Brieno, ocupan puesto de honor en la historiografía bizantina. Nicéforo, que sobrevivió a Alejo y tuvo un papel importante en los asuntos públicos bajo Alejo y su hijo Juan, acometió la tarea de escribir la historia de Alejo Comneno. La muerte le impidió realizar su proyecto, y así no pudo componer más que una especie de crónica familiar o memorias que tendían a demostrar los motivos de la exaltación de la Casa de los Comnenos al trono, hasta la coronación de Alejo. El muy detallado relato de Nicéforo abarca los sucesos del período 1070-1079, o sea hasta comienzos del reinado de Nicéforo III Botaniates. Siendo así que la obra versa en especial sobre los Comnenos, no carece de cierta parcialidad. La dicción de Brieno es muy sencilla y carece de la artificiosidad característica, por ejemplo, de su culta esposa. En los escritos de Brieno se nota mucho la influencia de Jenofonte. Esa obra es de gran importancia, tanto para la historia de la corte como para la historia exterior, proyectando luz especialmente sobre el progreso del peligro turco.

La esposa de Nicéforo, es decir, la talentosa y muy ilustrada Ana, hija mayor de Alejo, escribió la Alexiada, poema épico en prosa, según expresión de algunos eruditos, y primer monumento importante del renacer literario de la época de los Comnenos. La escritora se propone en su obra describir el excelente reinado de su padre, “el gran Alejo, la antorcha 207 del universo, el sol de Ana”.

En los quince libros de su gran obra, Ana describe la época de 1069 a 1118, traza el cuadro de la progresiva elevación de la familia de los Comnenos desde antes de la coronación de Alejo, y lleva su exposición hasta la muerte de éste. El libro de Ana completa y continúa el de su marido. En todo el libro de Ana se nota la tendencia panegirista de la autora, que exalta a su padre, llamándole “treceno apóstol” y procura mostrar al lector la superioridad de Alejo sobre todos los demás miembros de su familia. Ana había recibido una instrucción excelente y leído muchos escritores de los más eminentes de la antigüedad, tales como Hornero, los líricos, los trágicos y Aristófanes; Tucídides y Polibio entre los historiadores; Isócrates y Demóstenes entre los oradores, y Aristóteles y Platón entre los filósofos. Estas lecturas influyeron en el lenguaje de la Alexíada, donde Ana adopta las formas externas de la antigua lengua helénica, “lengua escolástica, casi completamente momificada y opuesta del todo la lengua hablada en la época”.

Ana llega a excusarse ante los lectores cuando ha de citar los nombres bárbaros de los jefes occidentales o rusos (escitas), que “afean y rebajan la sublimidad de la historia”. A pesar de su parcialidad, Ana nos. ha legado una obra histórica muy importante, que no sólo se funda en sus propias observaciones y en los testimonios orales, sino también en los documentos de los Archivos de Estado, la correspondencia diplomática y los decretos imperiales. Respecto a la primera Cruzada, la Alexíada es una de las fuentes más principales. Gíbbon juzga así la obra de Ana: “En vez de tener la sencillez de estilo y de exposición que se ganan nuestra credulidad, una elaborada afectación de retórica y ciencia delata a cada página la vanidad femenina de la autora”. Los historiadores modernos miran a Ana Comnena, y con razón, de modo diferente, reconociendo que, “a pesar de todos sus defectos, esas memorias de la hija sobre su padre persisten siendo una de las obras más eminentes de la historiografía medieval griega”, y serán siempre uno de los testimonios más altos del reinado de Alejo Comneno, restaurador del Imperio griego. La más reciente biógrafa de Ana, escribe: “Ana Comnena tuvo en verdad excelentes disposiciones científicas; poseyó ciertamente talento literario... A buen seguro no se requiere más para que reciba en el Parnaso el lugar que su época le concedió: el de décima Musa”.

Ignoramos si Juan, hijo y sucesor de Alejo y hombre que pasó toda su vida en expediciones militares, compartió las inclinaciones literarias de quienes le rodeaban. Pero sí sabemos perfectamente que su hermano menor, el sebastocrátor Isaac, a más de ser hombre instruido y promotor por las actividades culturas y en especial por las letras, escribió dos ensayos sobre la historia de la transformación de la epopeya homérica, y la introducción al Código llamado de lo Ocho Libros (Octateuco). Los más recientes estudios nos permiten suponer que la actividad literaria de Isaac fue mucho más diversa de lo que nos cabe juzgar dado el estado actual de nuestros conocimientos, reducidos a los dos o tres pequeños textos editados. Probablemente tenemos en él un escritor bizantino nuevo, interesante desde diversos puntos de vista.

El emperador Manuel, muy amante de la astrología, escribió una apología de la Ciencia astronómica., esto es, de la astrología, defendiéndola contra los ataques del clero. Fue, además, autor de varias obras teológicas y discursos públicos imperiales. Considerando los estudios teológicos de Manuel, el panegirista de éste, Eustacio de Tesalónica, designa al gobierno de entonces como un “sacerdocio imperial” o un “reino de sacerdotes” (Éxodo 19:6). Manuel no se interesó sólo por la literatura, sino también por la teología. Envió al rey de Sicilia a título de regalo, el famoso Almagesto de Ptolomeo. Otros manuscritos de la biblioteca de Manuel pasaron también a Sicilia. La primera redacción latina del Almagesto se escribió hacia 1160. Irene, cuñada de Manuel, se distinguió por su amor a las ciencias y su talento literario. Teodoro Pródromo, que fue su poeta oficial y probablemente su maestro, consagró a Irene varias trabajos poéticos y Constantino Manases compuso en honor a Irene su crónica versificada. En “el prólogo de la crónica Irene aparece calificada de “una verdadera amiga de la literatura”. Cierto Diálogo contra los judíos atribuido a veces a Andrónico I, pertenece, según ya dijimos, a una época más reciente.

Este breve resumen indica lo mucho que las inclinaciones literarias penetraron en los Comnenos. Pero de seguro esta familia no hacía sino reflejar el impulso intelectual general que halló su principal expresión en el desarrollo literario característico de la época de los Comnenos.

Los historiadores, poetas, escritores religiosos y literatos diversos, así como los áridos cronistas contemporáneos, nos han dejado obras que nos permiten profundizar en la vida literaria de la época de los Comnenos y los Ángeles.

El historiador Juan Cinnamo o Cinnamus, contemporáneo de los Comnenos, siguió las huellas de Herodoto y Jenofonte y sufrió además la influencia de Procopio. Nos ha legado una historia de los reinos de Juan y Manuel (1118-1176), que continúa la historia de Ana Comnena. En el centro de esta exposición, notoriamente inacabada, Cinnamus sitúa la personalidad de Manuel, con lo que su obra tiene en algún modo tendencia panegírica. Defensor acérrimo de los derechos del emperador romano de Oriente y adversario declarado de las pretensiones pontificias y del poder imperial de los soberanos germánicos, Cinnamus, aparte de hacer héroe de su libro a Manuel —pagando así la benevolencia que el emperador le demostró—, nos da un relato histórico concienzudo, fundado en el estudio de fuentes excelentes y escrito en muy buen griego, empleando “el tono franco de un soldado lleno de un natural y no disimulado entusiasmo por el emperador”.

Los dos hermanos Acominatos —Miguel y Nicetas—, oriundos de la ciudad frigia de Konia o Chonia (por lo que a menudo se les apellida Coniatess o Choniatas) fueron figuras eminentes en las letras del siglo XI y de comienzos del XII”. Miguel, el hermano mayor, había recibido una excelente instrucción en Constantinopla junto a Eustacio, obispo de Tesalónica, de quien hablaremos luego. Miguel escogió la carrera eclesiástica y fue arzobispo de Atenas durante cerca de treinta años. Era ardiente admirador de la antigüedad helénica.

Vivió en su residencia arzobispal de la Acrópolis. (Ya sabemos que en la Edad Media había en el antiguo Partenón un templo consagrado a la Virgen.) Parecíale al principio muy seductor tener su sede en la Acrópolis. Miguel miraba a la ciudad y sus habitantes con los ojos de un contemporáneo de Platón, y por tanto le espantada el tremendo abismo que separaba a los atenienses contemporáneos de los helenos de la antigüedad. El idealista Miguel no reparaba en el fenómeno general que se había producido en toda Grecia, transformando la nacionalidad griega. Su concepción ideal chocó en seguida con la dura realidad .

El discurso de presentación de Miguel ante los atenienses reunidos en el Partenón, fue, según el autor, un modelo de estilo sencillo. Recordó a sus oyentes la antigua grandeza de la ciudad, madre de la elocuencia y la sabiduría; expresó la firme certidumbre que albergaba de la continuidad genealógica del pueblo ateniense desde la antigüedad hasta entonces; sugirió a los atenienses que siguieran los nobles ejemplos de sus antepasados y citó como ejemplos los nombres de Arístides, Diógenes, Pericles y Temístocles. aquél discurso, compuesto en realidad con un estilo enfático, plagado de citas antiguas y bíblicas, lleno de y metáforas, resultó obscuro e incomprensible para los auditores del nuevo metropolitano, porque tales expresiones estaban por encima de la comprensión de los atenienses del siglo XII Miguel lo notó. En uno de sus siguientes sermones dijo con profunda amargura:

“¡Oh, ciudad de Atenas, madre de la Sabiduría, y en qué grado de ignorancia has recaído! Cuando me dirigí a vosotros en mi discurso de presentación, que era tan sencillo, tan desprovisto de artificio, pareció que hablaba una lengua incomprensible, obscura y extranjera, persa o escita”.

El sabio Miguel Acominatos dejó pronto de ver en sus contemporáneos atenienses a los descendientes directos de los antiguos helenos. “Quedan —escribía— el encanto del país; el Himeto, rico en miel; el tranquilo Pirco; Eleusis, antes misteriosa; la llanura de Maratón; la Acrópolis; pero aquella culta generación amante de las ciencias ha desaparecido y su lugar tomado por una generación inculta, pobre de cuerpo y de espíritu. Rodeado de bárbaros, Miguel temía convenirse él mismo en grosero y bárbaro. Se quejaba de la alteración de la lengua griega, evolucionada ahora en una especie de dialecto bárbaro, el cual no llegó a comprender hasta después de pasar tres años en Atenas. Miguel habitó en la Acrópolis hasta principios del siglo XIII. A raíz de la conquista de Atenas por los francos, hubo de ceder su sede a un obispo latino y pasó la última parte de su vida en la pequeña isla de Ceos, junto al litoral del Ática, y allí murió y fue enterrado en 1220.

Miguel Acominatos dejó una rica herencia literaria que incluye sermones y discursos sobre temas diversos, muchas epístolas y algunos poemas. El conjunto nos da indicaciones preciosas sobre las condiciones políticas, morales y literarias de la vida de su tiempo. Entre sus poemas ha de colocarse, en primer término, una elegía yámbica en honor de Atenas, “primera y única lamentación llegada a nosotros sobre la ruina de la antigua y gloriosa ciudad”. Gregorovius califica a Miguel Acominatos de rayo de sol en las tinieblas de la Atenas medieval, y de “último gran ciudadano y última gloria de aquella ciudad de la sabiduría”.

En la tosquedad que rodeaba a Atenas y de que habla Miguel, así como en la alteración del idioma, han de verse, ante todo, ciertas huellas de la influencia eslava. Algunos sabios, como E. I. Uspenski, creen posible, fundándose en los escritos de Miguel, afirmar la existencia en el siglo XII, cerca de Atenas, de una comunidad eslava y de una propiedad campesina libre, cosas muy importantes en la historia interior de Bizancio.

Nicetas Acominatos o Coniates, hermano menor de Miguel, ocupó el primer puesto entre los historiadores del siglo XII y comienzos del XIII. Nicetas nació, promediado el siglo XII, en la ciudad frigia de Konia, como su hermano, y siendo niño aun fue enviado a Constantinopla, donde estudió bajo la dirección de Miguel. Mientras éste se consagraba al sacerdocio, Nicetas eligió la carrera laica de funcionario. Probablemente a raíz de los últimos años del reinado de Manuel, y en especial bajo los Ángeles, fue agregado a la corte y alcanzó los grados superiores de la jerarquía administrativa. Forzado a huir de la capital durante el saco que de esta practicaron los cruzados en 1204, Nicetas huyó a Nicea, buscando refugio junto al emperador de este último país, Teodoro Láscaris: Teodoro le acogió con mucha benevolencia, le otorgó todos los honores y distinciones perdidos y le dio la posibilidad de consagrar los últimos años de su vida a sus trabajos literarios favoritos, así como de terminar su gran obra histórica. Nicetas murió en Nicea poco - después de 1210. Su hermano Miguel, que le sobrevivió, dedicóle una emocionante oración fúnebre, muy importante para la biografía de Nicetas.

La obra principal de Nicetas Coniates es su gran obra histórica en veinte libros, que abarcan los sucesos comprendidos entre la exaltación de Juan Comneno y los primeros años del Imperio latino (1118-1206). Esa obra es fuente inestimable para la época de Manuel, el interesante reinado de Andrónico, la época de los Ángeles y la cuarta Cruzada y toma de Constantinopla por los cruzados en 1204. El principio de la historia —el período de Juan Comneno— está expuesto con brevedad. La obra de Nicetas suele pararse en, seco sobre accidentes fortuitos y no presenta una unidad acabada. F. I. Uspenski supone que no se ha publicado aun en su forma íntegra. Nicetas sólo se servía de dos fuentes en su trabajo: los relatos de testigos oculares y sus observaciones propias. Los sabios están divididos sobre la cuestión de si se sirvió de Juan Cinnamus como una fuente. La historia de Nicetas Acominatos está escrita en estilo ampuloso, elocuente y pintoresco y su exposición revela extensos conocimientos en literatura antigua y en teología. El autor forma sobre su lenguaje un juicio muy diferente del nuestro. En la introducción de su trabajo, dice, entre otras cosas: “No me he curado de hacer un relato pomposo, salpicado de palabras obscuras y de expresiones hinchadas, aunque otros aprecien esto mucho...

Lo que más detesta la historia, como yo digo, es un lenguaje obscuro e incomprensible, pues ama, al contrario, un estilo sencillo, natural y fácil de entender”.

A pesar de cierta tendenciosidad en su exposición de los sucesos de ciertos reinados, Nicetas, persuadido de la superioridad de la civilización romana sobre la del “bárbaro Occidente”, merece como historiador gran confianza y atención profunda. Uspenski escribe: “Nicetas merece ser estudiado aunque sólo fuera por el hecho de que en su historia se ocupa en una época muy importante de la Edad Media, en la cual las relaciones hostiles de Oriente y Occidente alcanzaron su mayor grado de intensidad y dieron nacimiento a las Cruzadas y a la fundación de un Imperio latino en Constantinopla. La opinión de Nicetas sobre los Cruzados occidentales y sobre las relaciones recíprocas de Oriente y Occidente se señala por su justeza profunda y por un afinado sentido histórico que no hallamos en los mejores escritos de la literatura occidental de la Edad Media”.

Aparte su Historia, acaso se deba a Nicetas Acominatos un corto tratado sobre las Estatuas destruidas por los latinos en Constantinopla en 1204, y varias obras retóricas, como cierto número de panegíricos de los diversos emperadores y un tratado teológico no dado a luz íntegramente: el Tesoro de la Ortodoxia, continuación de la Panoplia de Eutimio de que hablamos antes. El Tesoro, resultado de un estudio hondo de numerosos escritores, se propone refutar los errores heréticos.

Entre las figuras eminentes del siglo XII cabe contar igualmente al maestro y amigo de Miguel Acominatos, a “la más brillante luminaria del mundo sabio bizantino después de Miguel Psellos”, es decir, el arzobispo Eustacio de Tesalónica. Eustacio educóse en Constantinopla y allí, en su calidad de diácono de Santa Sofía, fue profesor de oratoria y escribió la mayoría de sus brillantes trabajos. Pero su obra histórica, y otras ocasionales se redactaron en Tesalónica. La morada de Eustacio en Constantinopla era una especie de academia para los estudiantes jóvenes y se convirtió en un centro en torno al que se reunían los mejores intelectos de la capital y la juventud deseosa de instruirse. Eustacio, pastor supremo de la segunda ciudad del Imperio, desplegó gran celo por elevar el nivel moral e intelectual de los monjes, lo que a veces le generó la hostilidad de algunos miembros del clero regular. Son muy interesantes, desde el punto de vista de la historia de la civilización, las incesantes exhortaciones de Eustacio a los monjes para que no echasen a perder los tesoros de las bibliotecas. Al respecto, escribió en su obra sobre el monaquismo palabras siguientes: “¡Guay de ti! ¿Por qué quieres, ignorante, identificar una biblioteca monacal con tu alma? Tú, que no posees conocimiento alguno, ¿quieres también quitar a la biblioteca sus recursos científicos? Déjala que conserve esos tesoros. Tras de ti vendrá algún conocedor o amante de esas ciencias y el primero se volverá más instruido después de pasar algún tiempo en la biblioteca; el segundo, avergonzado de su completa ignorancia, encontrará en el estudio de los libros lo que buscaba”. Eustacio murió a fines del siglo XII. Su discípulo y amigo Miguel Acominatos, metropolitano de Atenas, honró la memoria del difunto con una conmovedora oración fúnebre.

Eustacio, sin duda, fue una de las personalidades más importantes de fa vida intelectual de Bizancio en el siglo XII. Señálase como atento observador de la vida política de su tiempo, como teólogo despierto y experimentado que era criticó valerosamente la corrupción monacal, y como un sabio notable fijó su posición al respecto. Su conocimiento de la literatura antigua, y sobre todo de los Comentarios de Homero, le han valido un lugar de honor, no sólo en la historia de la civilización bizantina, sino también en el de la filología clásica. Su legado literario abarca dos partes: en la primera han de situarse los vastos y profundos comentarios sobre la Iliada y la Odisea que compuso en Constantinopla, un valioso comentario de Píndaro y algunas otras cosas; en la segunda, las obras escritas en Tesalónica, es decir, su historia de la toma de Tesalónica por los normandos en 1185, obra de que ya hemos hablado antes; una correspondencia muy importante para su época; una célebre disertación sobre la necesidad de reformar la vida monástica, un discurso sobre la muerte del emperador Manuel, etc. Los escritos de Eustacio no se han utilizado aun con la debida amplitud en relación al estudio de la vida política e intelectual de Bizancio.

A fines del siglo XI y principios del XII vivió el eminentísimo teólogo Teofilacto, arzobispo de Achrida (Ochrida), en Bulgaria. Nació en la isla de Eubea y fue durante algún tiempo diácono en Santa Sofía. Recibió una excelente instrucción y tuvo por maestro al célebre Miguel Psellos. Fue nombrado arzobispo de Achrida probablemente bajo Alejo I. Bulgaria estaba entonces sometida al dominio de Bizancio. La vida ruda y bárbara de aquél país no pudo hacer a, Teofilacto olvidar a Constantinopla, ciudad a la que deseaba, con todo su corazón, regresar. Pero no lo logró y terminó su vida en Bulgaria. Si bien se desconoce la fecha exacta de su fallecimiento, se estima que murió hacía el 1108. Escribió algunas obras teológicas. Se conocen en especial sus Comentarios sobre los libros del Antiguo y Nuevo Testamento. Pero desde nuestro punto de vista sus obras capitales son su correspondencia y su libro Sobre los errores de los latinos. Casi todas sus cartas, escritas entre 1091 y 1108, nos dan un cuadro muy interesante de la vida provinciana en el Imperio. Las cartas de Teofilacto, no estudiadas con profundidad en lo que se refieren a la historia interna de Bizancio, merecen particular atención. Ya hablamos antes de su libro Sobre los errores de los latinos, que se señala por sus tendencias conciliadoras al respecto de la Iglesia romana.

Reinando Manuel, vivió y escribió como Miguel de Tesalónica, quien comenzó su carrera como diácono y profesor de exégesis de los evangelios en Santa Sofía de Constantinopla, recibiendo después el título de “Maestro de los retóricos” y siendo, al fin, condenado como sectario de la herejía de Sotérico Panteugeno y privado de sus títulos. Compuso varios discursos en honor de Manuel: cinco de ellos han sido publicados. El último fue pronunciado, como una oración fúnebre, pocos días después de la muerte del emperador. Los discursos de Miguel dan algunos detalles interesantes sobre los sucesos históricos de la época. Los dos últimos no han sido utilizados todavía por ningún historiador.

A mediados del siglo XII se escribió una de las numerosas imitaciones bizantinas de los diálogos de Luciano: el Timarión. Esa obra suele ser considerada anónima, pero acaso el autor se llamase Timarión realmente. Timarión relata el supuesto viaje que hizo a los infiernos y reproduce las conversaciones que tuvo con los muertos en los Campos Elíseos. Dice haber visto al emperador Romano Diógenes, a Juan Italos, a Miguel Psellos, al emperador iconoclasta Teófilo, etc. Literariamente, el Timarión, obra llena de humorismo y talento, es la mejor imitación bizantina de Luciano. Fuera de sus cualidades de estilo, el libro tiene para nosotros el interés de que nos da algunas descripciones de la vida real, como la de la feria de Tesalónica. Es una fuente histórica de primer orden para la historia interior de Bizancio.

Otro contemporáneo de los Comnenos, Juan Tzetzés, muerto probablemente hacia 1180, tiene una considerable importancia en el sentido de la literatura, de la historia de la civilización y de la antigüedad clásica. Este autor, tras haber recibido una buena instrucción filológica, fue durante cierto tiempo profesor de gramática y después se entregó a la literatura, ocupación que aseguró su pan de cada día. En sus escritos Juan Tzetzés no desperdicia ocasión alguna de hablar de las diferentes circunstancias de su existencia, las cuales nos muestran un hombre del siglo XII que vive de su actividad literaria y se queja sin César de su pobreza y miserias, busca las buenas gracias de los ricos y nobles, les dedica sus escritos, se indigna ante la idea de que no sean debidamente reconocidos sus méritos y cae un día en tal miseria que de todos sus libros sólo le resta un ejemplar de Plutarco. Como, por falta de dinero, no podía procurarse las obras necesarias y debía confiar principalmente en su memoria, cometió en sus escritos muchos errores históricos elementales. En una de sus obras escribe: “Para mí, mi biblioteca es mi cabeza. Dada la gran penuria en que estamos, no tenemos libros en casa. Así, no puedo nombrar exactamente al autor”. En otra obra escribe respecto a su memoria; “Dios no ha creado nunca y nunca creará un hombre que tenga una memoria semejante a la de Tzetzés”. La erudición de Tzetzés en materia de literatura clásica antigua y bizantina era muy notable. Había leído innumerable cantidad de poetas, escritores dramáticos, historiadores, oradores, filósofos, geógrafos y novelistas, sobre todo a Luciano. Las obras de Tzetzés están escritas en un estilo retórico, cargadas de citas mitológicas, literarias e históricas y llenas de autoelogios. Son, pues, difíciles de leer y poco interesantes. Citaremos sólo unos cuantos de sus numerosos escritos. La colección de sus cartas, ciento siete en total, aparte los defectos que hemos señalado, tiene cierta importancia, tanto para la biografía del autor como para las de sus corresponsales. El Libro de las historias, escrito en versos llamados “políticos” (esto es, populares)229 es una obra poética de carácter históricofilológico, que abarca más de doce mil versos. A partir de la primera edición, donde, para comodidad, la obra se dividió en doce partes de a mil versos, se llama ordinariamente a este libro las Quiliadas (es decir, los Miles). Las Misionas o Quilíadas de Juan Tzetzés, no son, según Krumbacher, más que “un enorme comentario versificado de sus propias cartas, que allí se explican la una tras la otra. Las relaciones de las cartas y las Quiliadas son tan íntimas, que las primeras pueden considerarse como un resumen detallado de las segundas”. Este solo hecho quita a las Quilíadas todo valor literario. Otro sabio (V. G. Vasilievski), nota con severidad que las Quilíadas “representan desde el punto de vista literario un absurdo completo; pero a veces explican lo que queda obscuro en la prosa”, o sea en las cartas.

Otra gran obra de Juan Tzetzés, también escrita en versos políticos —las Alegorías sobre la Iliada y la Odisea— está dedicada a la esposa del emperador Manuel, Berta-Irene, llamada por el autor la reina “más homérica”; es decir, la mayor admiradora del “muy sabio Homero, ese lago de palabras”, la “luna clara, no bañada por las olas del Océano, sino que sale del lecho de púrpura de su sol”. El fin de Tzetzés era exponer el contenido de los cantos de Hornero, explicándolos, en especial, desde el punto de vista de la exégesis alegórica del mundo de los dioses descrito por Hornero. Al principio de sus Alegorías, Tzetzés dice, con no poca presunción: “Póngome a la tarea y, tras tocar a Hornero con la varilla mágica de mí palabra, lo haré más accesible a todos y sus profundidades invisibles aparecerán a plena luz ante nosotros”. Según Vasilievski, esa obra de Tzetzés está desprovista “no sólo de gusto, sino también de sentido común”. Además de las obras citadas, Juan Tzetzés nos ha dejado otras sobre Homero y Hesíodo, escolios (notas críticas o explicativas al margen de los manuscritos) sobre Hesíodo y Aristófanes, algunos poemas, etc. Las obras de Juan Tzetzés no han sido editadas aun en nuestros días y algunas probablemente se han perdido.

Después de todo lo dicho, el lector dudará probablemente de la valía intelectual de Juan Tzetzés. Pero el extraordinario celo del autor y su interés por compilar documentos hacen que sus escritos sean una fuente de valiosos informes sobre la antigüedad, teniendo extrema importancia para el conocimiento de la literatura clásica. Además, la labor de este autor y sus vastos conocimientos nos permiten extraer algunas conclusiones sobre el carácter del “renacimiento” literario de la época de los Comnenos.

Podríamos prescindir de hablar de Isaac Tzetzés, hermano del anterior y que se ocupó en filología y métrica, si no fuera porque la filología menciona frecuentemente a los hermanos Tzetzés”, como si confiriera a entrambos un valor casi igual. En realidad Isaac no se distinguió por nada y sería lógico abandonar la expresión “hermanos Tzetzés”.

Un interesante y típico personaje de la época de los tres primeros Comnenos —y sobre todo de Juan y Manuel— es el muy sabio poeta Teodoro Pródromo, o Ptochoprodromo, es decir, el Pobre Pródromo, como se llamaba a veces, ya para excitar compasión o por falsa humildad. Sus diversas obras procuran una rica documentación tanto al filólogo como al filósofo, al historiador como al teólogo. Aunque sean numerosas las obras publicadas que se atribuyen a este autor con más o menos fundamento, hay inéditas todavía muchas entre los manuscritos de las bibliotecas de Oriente y Occidente. Hoy la personalidad de Pródromo suscita graves discusiones entre los críticos, que se preguntan a quién pertenecen en realidad las muchas obras atribuidas a este autor. Hay quien cree en dos personajes con el nombre de Pródromo; otros creen en tres; varios en uno. La cuestión no está resuelta ni se podrá resolver mientras no se edite toda la herencia literaria vinculada al nombre de Pródromo.

El período principal de la actividad de Pródromo coincide con la primera mitad del siglo XII. Su tío, conocido por el nombre monástico de Juan, fue metropolitano de Kiev, y de él dice la crónica rusa de 1080 que era un “hombre instruido en los libros y en las ciencias, generoso con los pobres y las viudas”, etc, Según toda probabilidad, Pródromo murió hacia 1150.

Diehl opina que Pródromo fue uno de los representantes “del proletariado de las letras, que vegetaba en Constantinopla y se componía de hombres inteligentes, instruidos, incluso distinguidos, pero a los que los rigores de la vida habían humillado singularmente, sin contar el vicio, que, uniéndose a la miseria, los había a veces desviado y rebajado  singularmente”.

No obstante, los míseros escritores que frecuentaban la corte y se relacionaban con la familia imperial y los grandes, hallaban a veces, si bien a menudo con trabajo, un protector que proveía generosamente a sus necesidades. Toda la vida de Pródromo transcurrió en busca de un protector y en lamentaciones de su miseria, de su estado enfermizo, de su vejez... En su petición de socorros ninguna adulación, exageración ni bajeza le atajaba, y no elegía las personas a quienes dedicaba sus encomios. Pero en honor de Pródromo ha de decirse que siempre permaneció fiel a una persona: Irene, la nuera de Manuel, incluso en los momentos de desgracia de ésta. La situación de los escritores como Pródromo era muy difícil a veces. Así, en una de las obras antes atribuidas a Pródromo, el autor lamenta no ser remendón, panadero, picapedrero o pintor de brocha gorda, ya que éstos al menos tienen qué comer, y hace a un tercero decir, irónico: “Cómete tus escritos y aliméntate con ellos, amigo mío. Aliméntate de literatura, pobre hombre”.

Ya dijimos que nos han llegado muchas y diversas obras atribuidas a Pródromo. Hallamos a este novelista, hagiógrafo, epistolista, orador, autor de un poema astrológico, de otros religiosos, de escritos filosóficos, de sátiras y de obras humorísticas. Varios de esos escritos son trabajos circunstanciales, escritos con motivo de una victoria, un nacimiento, un óbito o un matrimonio, y tienen mucho valor por las alusiones dispersas que contienen sobre personas y sucesos. También son interesantes por las noticias que nos dan sobre la vida general del pueblo bajo. Pródromo ha sido a menudo severamente censurado por los eruditos. Se ha mencionado la “Mísera pobreza de contenido de sus poemas, la forma ruda de sus realizaciones poéticas” y se ha dicho que “de tales autores, que sólo escriben para ganarse el pan, no cabe esperar verdadera poesía”. Esto se explica porque durante mucho tiempo Pródromo ha sido juzgado por sus trabajos más ínfimos, y por desgracia más difundidos, como, verbigracia, su novela versificada Rodanfé y Dosicles, obra larga y pomposa, cuya lectura, según ciertos historiadores, es penosa y produce un tedio mortal. Pero tan desfavorable opinión sobre Pródromo no está justificada. Si se consideran sus ensayos en prosa, sus diálogos satíricos, sus panfletos, sus epigramas, donde imita las mejores modelos de la antigüedad, y sobre todo a Luciano, nos vemos obligados a emitir un juicio más favorable sobre la obra literaria de este autor.

En sus escritos hallamos observaciones agudas y divertidas sobre la vida contemporánea, y esas observaciones prestan a su obra indiscutible interés para el estudio de la historia de la sociedad y, sobre todo, de los círculos literarios de la época de los Comnenos. Además, Pródromo abandona en algunos de sus trabajos la artificial lengua clásica y recurre al griego hablado corrientemente, sobre todo en sus obras humorísticas, habiéndonos así dejado curiosos ejemplos del lenguaje popular del siglo XII. El gran mérito de Pródromo consiste, precisamente, en haberse decidido a introducir en la literatura el lenguaje común. Sin duda alguna, Pródromo es, con todos sus defectos, uno de los más notables representantes de la literatura bizantina, según opinión de los mejores bizantinistas contemporáneos, “una personalidad literaria e histórica tal como pocas en Bizancio”.

Bajo los Comnenos y los Ángeles vivió también el humanista Constantino Stilbes, del cual sabemos muy poco. Recibió una buena instrucción, fue profesor en Constantinopla y más tarde obtuvo el título de maestro en literatura. Nos han llegado treinta y cinco obras de Stilbes, casi todas en verso y ninguna publicada aún. El más conocido de sus poemas es el que describe el gran incendio que se produjo en Constantinopla el 25 de julio de 1197. Trátase del primer documento que menciona semejante suceso.

Ese poema comprende 938 versos y da documentación abundante sobre la topografía, el aspecto exterior y las costumbres de la capital del Imperio de Oriente. En otro poema, Stilbes describe un nuevo incendio sobrevenido en la ciudad en 1198.

La obra literaria de Stilbes, dispersa en las bibliotecas europeas, merece, así como su personalidad, un estudio detenido.

La árida crónica bizantina tuvo también en la época de los Comnenos varios representantes que comenzaron sus relatos desde el principio del mundo. Jorge Cedreno, contemporáneo de Alejo Comneno, extiende su historia hasta la iniciación del reinado de Isaac Comneno (1057). Lo que dice del período que comienza el 811 es casi literalmente idéntico al texto del cronista Juan Scilitas (segunda mitad del siglo XI). El original griego de las crónicas de este último no ha sido editado aun. Juan Zonaras (siglo XII) escribió, no una crónica árida, sino “un manual de historia universal que tendía manifiestamente a fines más elevados”, y que se apoya en muy buena documentación. Zonaras lleva su relato hasta la exaltación de Juan Comneno (1118).

La crónica de Constantino Manases, escrita en versos políticos (primera mitad del siglo XII) está dedicada a la nuera de Manuel, la erudita Irene, y alcanza hasta la coronación de Alejo Comneno (1081). Hace algunos años se ha publicado una breve continuación de la obra de Manases, también en verso (setenta y nueve versos en total), abarcando la época comprendida entre Juan Comneno y Balduino, primer emperador latino de Constantinopla. Cerca de la mitad de este trabajo está consagrada a Andrónico I. Manases escribió asimismo un poema yámbico, probablemente titulado Itinerarium que se ha publicado en 1904 y trata de algunos hechos de la época. Finalmente Miguel Glica (siglo XII) escribió una crónica universal que concluye con la muerte de Alejo Comneno (1118).

Ya hablamos antes del movimiento religioso y filosófico producido bajo los Comnenos y al que está vinculado el nombre de Juan Italos.

En el aspecto artístico, la época de los Comnenos y los Ángeles fue la continuación de la Segunda Edad de Oro, cuyo principio fijan la mayoría de los historiadores a mediados del siglo IX, es decir, cuando el advenimiento de la dinastía macedónica. Desde luego, el período de perturbaciones del siglo XI, período que precedió a la llegada de la dinastía de los Comnenos al trono, interrumpió por algún tiempo el surgimiento de las espléndidas obras de arte de esa Segunda Edad de Oro. Con la dinastía de los Comnenos, el Imperio conoció una renovación de gloria y prosperidad y pareció que el arte bizantino iba a continuar la brillante tradición de la época macedónica. Pero aquél arte quedó señalado por cierta inmovilidad y formalismo. “En el siglo XI vemos ya declinar el sentimiento de la antigüedad: la libertad y la naturaleza ceden el lugar al formalismo; el fin teológico se convierte claramente en el fin del artista. Una trabajada iconografía caracteriza ese período”. En otra de sus obras Dalton escribe: “Las fuentes de progreso se han agotado; la potencia creadora orgánica no existe ya...

A medida que avanza el período de los Comnenos, el arte sacro se convierte en una especie de ritual... cumplido, por decirlo así, sin que la conciencia creadora del artista guíe sus facultades. Ya no hay fuego ni fervor: se resbala insensiblemente hacia el fomalismo”.

Sin embargo, el arte bizantino no conoció bajo los Comnenos un estado de decadencia. La arquitectura, en particular, se distinguió por muchos monumentos notables.

En Constantinopla se erigió el magnífico palacio de las Blajernas y los Comnenos abandonaron la antigua residencia imperial, el “Gran Palacio” y se establecieron en otro nuevo situado sobre el Cuerno de Oro. De la nueva residencia imperial, nada inferior en esplendidez a la antigua, nos han dejado entusiastas descripciones los contemporáneos. El Gran Palacio, abandonado, cayó pronto en decrepitud y en el siglo XV era sólo un montón de ruinas, que los turcos acabaron de destruir.

El nombre de los Comnenos está asociado igualmente a la edificación o reconstrucción de varias iglesias: así la del Pantocrátor, en Constantinopla, donde fueron enterrados Juan II y Manuel I Comneno y después, en el siglo XV, los emperadores Manuel II y Juan VIII Paleólogo. La famosa iglesia de Hora (“del campo”, por hallarse fuera del recinto teodosiano) fue reconstruida a principios del siglo XII. Se elevaron iglesias, además de en la capital, en las provincias.2 La catedral de San Marcos, en Venecia, reproducía, por su planta, la iglesia de los Santos Apóstoles, y en sus mosaicos reflejaba la influencia bizantina. Se inauguró solemnemente en 1095. Muchos edificios de Cefalonia, Palermo y Monreale (Sicilia) copian las mejores obras del arte bizantino y datan del siglo XII. En Oriente, los mosaicos de la iglesia de la Natividad de Belén son importantes vestigios de una cuidada decoración ejecutada por los mosaístas bizantinos para el emperador Manuel Comneno en 1169.

Así, en Oriente como en Occidente, “la influencia del arte griego seguía siendo en el siglo XII importante, e incluso allí donde parecía que ello debiera esperarse menos, entre los normandos de Sicilia y los latinos de Siria. Bizancio seguía siendo la gran iniciadora, la maestra de todas las elegancias”.

Se han descubierto frescos muy importantes, de los siglos XI y XII, en Capadocia y en Italia del sur. Hacia la misma época, artistas bizantinos crearon frescos muy bellos en Rusia, especialmente en Kiev, Chernigov, Novgorod, etc.

También se han conservado marfiles esculpidos, alfarería, cristales, sellos, metales, joyas grabadas, etc., cuya labor se debe a artistas bizantinos de la época.

Empero, a pesar de toda la obra artística de la época de los Comnenos y los Angeles, debemos considerar la primera parte de la segunda Edad de Oro, es decir, el período macedonio, como la más brillante y de mayor potencia creadora. No podemos compartir la opinión de G. Duthuit cuando escribe: “En el siglo XII el poderío político y militar de Bizancio se había hundido para no levantarse más. Sin embargo, la fuerza creadora del Imperio y del Oriente cristiano alcanza su apogeo en esta época”.

El renacimiento bizantino del siglo XII no sólo es interesante e importante en sí mismo y por sí mismo, sino que aquél fue un momento esencial del renacimiento general de Europa en el mismo siglo, renacimiento tan notablemente descrito y expuesto hace poco por el profesor C. H. Haskins, en su libro The Renaissance of the IIth. Century (Cambridge, 1927). En las primeras líneas de su prefacio, Haskins escribe: “El título de este libro parecerá a muchos lectores una evidente contradicción interna. Un renacimiento en el siglo XII” Pero no hay la menor contradicción. En el siglo XII se produce en la Europa occidental una renovación en el conocimiento de los clásicos latinos, de la lengua latina, de la prosa y versos latinos, de la jurisprudencia, de la filosofía, de los escritos históricos. En esa época se traduce a los árabes y los griegos y nacen las Universidades. Haskins tiene perfecta razón cuando dice: “No siempre se ha visto lo bastante que hubo un contacto directo muy notable con las fuentes griegas, tanto en Italia como en Oriente, y que esas traducciones, hechas directamente con arreglo a los originales griegos, fueron un vehículo inmediato y un intermediario fiel de la transmisión del saber antiguo”. En el siglo XII hubo entre Bizancio e Italia relaciones directas más frecuentes e importantes de lo que puede parecer a primera vista. La política religiosa de los Comnenos, deseosa de reaproximarse a Roma, produjo como consecuencia la celebración en Constantinopla, muy a menudo ante los emperadores, de numerosas “reuniones contradictorias”, donde participaron eminentes representantes del catolicismo, que acudían a la capital bizantina con el propósito de contribuir a la reconciliación de las dos Iglesias. Estas reuniones contribuyeron mucho a la transmisión del pensamiento griego a Occidente. Además, las relaciones de las Repúblicas mercantiles italianas con Bizancio y la existencia en Constantinopla de los barrios veneciano y pisano, permitieron la presencia de algunos sabios italianos en la capital, y esos sabios aprendieron el griego y transmitieron a Occidente parte de los conocimientos griegos. Bajo Manuel Comneno, sobre todo, vemos “un imponente desfile de misiones enviadas a Constantinopla por los Papas, emperadores, franceses, písanos y otros, y una sucesión muy poco menos constante de embajadas griegas en Occidente que hacen pensar en la inmigración griega a Italia de principios del siglo XV”

Tomando en cuenta todos los elementos que acabamos de examinar, hemos de concluir que el movimiento ideológico bajo los Comnenos y los Ángeles constituye una de las páginas más brillantes de la historia de Bizancio. En épocas precedentes Bizancio no había conocido renovación tal, la cual adquiere importancia mucho mayor si se coteja con el renacimiento contemporáneo de Occidente. El siglo XII puede, con buen derecho, ser considerado como la época del primer renacimiento helénico de la historia de Bizancio.

 

 

Capítulo VII

EL IMPERIO GRIEGO DE NICEA Y EL IMPERIO LATINO DE CONSTANTINOPLA (1204-1261)